Nuestro amargo presente sociológico.

Muchos son los rasgos que definen a la vejez, la mayor parte negativos si hacen referencia  a los tiempos dorados de la juventud o la madurez, aunque, seamos justos, también los hay positivos.  

Un signo de vejez es la carencia de ilusiones, por sentir que el futuro está truncado. Es la convicción de que no hay posibilidad de afrontar tareas que exijan tiempo o energías. 

Pero un rasgo positivo que sí adorna a cuantos han sobrepasado cierta edad es su mayor claridad y clarividencia en los juicios. Eso sí, se presupone una cierta cultura o instrucción, porque sin ello, la inteligencia sigue embotada, si así lo estuvo en etapas anteriores. 

Son juicios desapasionados, porque las ilusiones, los prejuicios o los espejismos del pasado ya no nublan la inteligencia; son juicios, además, basados en una mayor perspectiva tanto temporal como espacial, que abarca lo que ha sucedido en pasados lejanos (historia) o cercanos (la propia vida), y que abarca también esferas presentes amplias, con lecturas, tiempo de reflexión sobre lo que acontece, desapasionamiento en la consideración de los hechos, comparación con otros similares, etc. 

Dicho esto, creemos tener suficientes elementos de juicio para opinar sobre el panorama actual, entendiendo por actual los últimos diez o veinte años últimos, que en el entramado de nuestra historia no son nada, pero sí suficientes para ver cómo lo que sucede en la sociedad influye más o menos en la vida particular de cada uno.  

Una entre muchas polémicas que de vez en cuando animan las tertulias de café: ¿se vive mejor hoy que hace cinco décadas? Obligado sería de que sí, si a bienestar material y a opciones de vida se refiere. Pero ¿tienen ilusión los jóvenes por su país y, sobre todo, por su futuro? Es aquí donde nos inundan las dudas, aunque nos inclinamos a decir que no, que hay como ausencia o pérdida de ilusión colectiva, una como instalación en la abulia y, referido al asunto siguiente, una invitación al olvido de nuestro reciente pasado.    

Sí, olvido buscado y pretendido. Es una cuestión que precisamente en nuestros días está de actualidad, la pervivencia o no del “espíritu” terrorista que envenenó durante  cincuenta años la convivencia nacional: ¿tenemos todavía entre nosotros gente que se integró en ese sanguinario comité? ¿Pervive el mismo aliento fanático en aquellos que se han lucrado de ese drama? ¿Hay gente que casi añora aquellos años, para unos gloriosos y para otros letales? 

Creo que sí. El olvido y la superación de todo aquello no son caldo de cultivo donde pueda renacer una sociedad nueva. Por supuesto que los familiares de las víctimas son los que menos pueden olvidarlo, menos perdonarlo y menos todavía justificarlo. 

Pretenden algunos, desde las alturas cavernarias e hipócritas del poder, que se haga de todo aquello olvido, que han pasado ya suficientes años y que la banda asesina dejó de matar. Entiendo perfectamente a quienes dicen: “A mí y a mi familia nos destrozaron la vida y yo no podré olvidar jamás”.  

Pero también estamos “los otros”. Yo he sido testigo involuntario de algunos atentados, no de manera cercana y presencial, pero sí casi saboreando el olor a Goma-2 por cercanía local: el de la calle Correo, al lado de la Puerta del Sol; el de la calle Camarena, en los Cármenes, donde estaban cerca  ese día Irene Villa y su madre; el de la Pza. Ramales, cuya columna de humo vi bastante cerca; el recuerdo de la Pza. República Dominicana, próxima a donde yo ensayaba con un coro… 

Cincuenta años de nuestra vida con la punzada sangrante de algo que no podíamos soportar. Entonces, ¿olvido de qué? ¿A quién beneficia el olvido?  Aquello todavía no ha pasado, es más, nos lo recuerdan todos los días con homenajes, manifestaciones en su favor, intento de recuperar a esos monstruos…    

Y todavía algo más, la presencia ubicua del “denigrado” dictador Franco, que durante años ha sido manija a la que agarrarse de aquellos que, después de noventa años, quieren ganar la guerra que perdieron. Y siguen intentándolo.

 Ya muchos han dicho que Franco sólo puede ser objeto de trabajo para los historiadores, que la inmensa mayoría de los españoles no pueden saber qué y cómo fue el régimen franquista; que incluso muchos nacieron cuando ya el sistema de Franco hacía aguas por todas partes, mediados los sesenta.

Lo de la exhumación fue verdaderamente una astracanada, un teatro entre cómico e histriónico que dejó indiferentes a casi todos. Pero todavía siguen. Eso de querer reescribir el pasado es propio de aquellos que o no tienen suficiente con el presente o no tienen ideas para construir el l futuro. 

No es que pretendamos aquí justificar una dictadura o respaldar al personaje. Hoy y al fin, Franco nos produce la más absoluta indiferencia, precisamente porque hemos leído lo suficiente como para ser ecuánimes en los juicios, gracias justamente a los historiadores.

Por eso sonreímos cuando estos cuatro gatos, anti franquistas sobrevenidos, tachan a quien no comulga con sus monsergas de “fascistas”. Sobre todo a aquellos que corríamos delante de los grises o nos apartábamos de los caballos que galopaban por la Facultad.

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