Cuando yo era niño...
| Pablo Heras Alonso.
Con frecuencia nos hemos referido en este blog al futuro de la religión, más en concreto a la católica; hemos aludido a aquellos que se oponen a las creencias religiosas y el vano intento de erradicarlas; hemos comparado a la religión como un árbol frondoso que algunos pretenden deshojarlo, sin caer en la cuenta de que, en esa imposible tarea, no son las hojas sino las raíces las que dan sustento al árbol y harán que reverdezca una y otra vez.
Hay quienes denigran a la religión fijándose en sus ritos, muchos a todas luces extravagantes o anquilosados; otros esgrimen una y otra vez los errores históricos de la religión, incluso muchos de ellos verdaderos crímenes o delitos; otros airean y constatan la desconexión de la Iglesia con el mundo moderno, que cada vez se aleja más de credulidades infantiles; hablan de las riquezas de la Iglesia; de tal o cual orden religiosa... Y así una retahíla de argumentos que pueden encerrar algo de verdad pero que son la epidermis de la organización eclesial.
No caemos en la cuenta de que la religión no se funda en “actos” a realizar sino en creencias a sostener. Los fundamentos de cualquier religión son sus dogmas, llámese a las creencias como se quiera. Ahí radica también la fuerza de la religión, en lo que afirma sobre la vida y sobre la existencia humana y su relación con la divinidad.
La Iglesia Católica ha elaborado a lo largo de los siglos un cúmulo de creencias convertidas en dogmas que, a la vez que son los fundamentos de la religión, atan y constriñen a la inteligencia humana con un dogal del que es muy difícil desasirse. Creídos y asimilados tales dogmas, asfixian a la inteligencia de tal modo que ésta se siente incapaz de hacer la más leve crítica sobre ellos.
Tales creencias dogmáticas eran en otros tiempos lazos de unión entre los creyentes. Creaban sociedad, incluso civil. Hoy ya no tanto. En el círculo vicioso de la fe, del que el fiel creyente se siente acreedor, es difícil, por no decir imposible, que sea capaz de reflexionar, repensar o criticar aquello en lo que cree. Se admite sin más, sin elaborar una evaluación, análisis o juicio personal sobre “lo que se debe creer”. Se da por supuesta su verdad y nada más. Esta es la gran realidad de los creyentes, que no son capaces de repensar o elaborar un “corpus” crítico sobre lo que creen.
No digamos nada de aquellos que ni siquiera piensan en lo que recitan o hacen de manera automática. Piensan que su salvación o crecimiento espiritual funciona al modo de los sacramentos, “ex ópere operato”: hecha bien la señal de la cruz, recitando con unción el padrenuestro, rezando el rosario a diario, asistiendo a misa todos los días… todo ello genera espiritualidad en la persona, que así crece en sabiduría y en gracia ante Dios.
La Iglesia Católica, en su denodado empeño en mantener prístino el legado de la fe (es decir, rayendo de su seno cualquier heterodoxia), ha conseguido mantener la unidad; la otra rama de la cristiandad, escindida tras la llamada “Reforma”, ha caído en un reino de taifas con cien mil manifestaciones, donde apenas si la creencia en la Trinidad y en Jesucristo se mantienen. Mérito de la Iglesia.
Pero en nuestra sociedad actual, los dogmas llevan dentro de sí el virus de la incredulidad. Demasiado atrevidos lanzando al viento proclamas que sólo una mente obtusa, donde la reflexión tiene cerradas las puertas, puede blandir.
¿Cuándo dejan los niños de “creer en los Reyes Magos” y saben que son los padres los que aportan los regalos, pero gozando, eso sí, de las fastuosas cabalgatas que alegran un día al año la ciudad? Algo parecido está sucediendo con el “corpus” monumental de las creencias, servidas por toda una parafernalia de ritos, exhibiciones artísticas, folklore, música, edificios gloria de la humanidad y una tribu de servidores que han de vivir de lo que predican.
No podemos olvidar las mismísimas afirmaciones del muñidor del Cristianismo, Pablo de Tarso: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente, etc.” (I Corintios 13, 11)…
Pues eso.