El uso del látigo contra vendedores.
En 1933 el Vaticano firmó un Concordato con el gobierno de Hitler. Todavía no había mostrado el régimen su verdadera cara, algo que disculpa en parte el que el secretario de Estado entonces, cardenal Pacelli (futuro Pío XII entre 1939 y 1958) trabajara en pro de un acuerdo con el estado alemán. Hasta esa fecha, en que Pacelli pidió a los obispos alemanes que moderaran sus críticas hacia el régimen nazi, la conferencia episcopal alemana había lanzado duras invectivas contra la ideología nacional socialista.
Sabemos que lo que más movió a Pio XI a firmar tal Concordato fue la resuelta y decidida voluntad de Hitler de combatir el comunismo, la bestia negra y el mayor enemigo de la Iglesia católica. Por su parte Hitler se beneficiaba de no tener en contra a una parte del pueblo germano. Todos contentos.
Hemos de objetar a lo dicho, el disculpar un tanto a Pío XI y su Secretario, el que los obispos alemanes, cercanos a los hechos, mostraran su preocupación y su rechazo al pensamiento y proceder del nuevo régimen. Bien sabían ellos lo que en las cocinas nacionalistas se urdía. Pero no prevaleció su criterio.
Hay otra objeción que hacer, cual es que el Vaticano conocía perfectamente el pensamiento que animaba al nuevo régimen, por el año de publicación del libro Mein Kampf (Mi Lucha). En él se expresa claramente lo que el líder nazi pensaba llevar a cabo. El libro se publicó en 1925. Hasta el año 1929 se habían publicado 32.672 libros. En los años 1930 a 1932 la cifra de libros editados llegó a 190.355. En 1933 superó el millón de ejemplares. Hasta 1940 la cifra subió hasta los seis millones. Junto con la Biblia fue el libro que mayor difusión tuvo en esos años.
Con esto queremos decir que el Vaticano conocía de sobra el pensamiento del futuro jerarca nazi, los propósitos que le animaban, la contradicción de su pensamiento con el pensamiento cristiano, etc. Su lectura debiera haberles producido vómitos a los mandatarios vaticanos. ¿Por qué la Iglesia, Pío XI, firmó un Concordato cuando debiera haber roto claramente con él? Ya, el comunismo...
Dicen que Pío XI se arrepintió de haber firmado tal Concordato, el que por un tiempo libró a los católicos de ser perseguidos. Fue en 1937, a la vista de los acontecimientos, cuando manifestó su repulsa hacia el régimen nazi (Mit brenender Sorge). Una de cal y otra de arena o navegación entre dos aguas.
Se ha escrito que Hitler siempre se consideró cristiano, que proclamaba en su ideario (Mein Kampf) la libertad de cultos y que siempre alabó el proceder histórico del catolicismo, elogiando incluso la eficaz labor de los jesuitas. Leyendo Mein Kampf y conociendo algo de la biografía de este monstruo de la humanidad, uno se da cuenta de que todo eso era pura táctica. Aunque cristiano e imbuido de religiosidad en sus años primeros por influjo de su madre, creyente piadosa, Adolf Hitler pronto dio de lado las prácticas rituales y siempre se consideró irreligioso. Él mismo lo afirma en los dos primeros capítulos.
Más tarde concibió una religiosidad vaga, una mezcla entre evolucionismo (la raza superior), hinduismo (la raza aria) y nazismo (la gran patria, el nacional socialismo). Su meta última hubiera sido erradicar del Reich no sólo el judaísmo –germen de todos los males--, sino también el cristianismo y cualquier otra creencia. Curiosamente en su libro hay una cierta loa hacia el Islam, religión viril, de verdaderos luchadores y triunfadores.
En su proceder hasta podemos atisbar un cierto influjo de la Biblia y en concreto del pasaje del Evangelio de Juan que narra la expulsión de los mercaderes del Templo. Hitler aplicó al pie de la letra la ley del Antiguo Testamento del Talión e imitó el proceder de Jesús cuando entró en la explanada del Templo, derribando las mesas de los cambistas y expulsando a los vendedores de animales destinados al sacrificio.
¿Quiénes eran en Alemania los nuevos cambistas, vendedores y traficantes de lo sacro? Para Hitler no había otros que los judíos, que según él dominaban la prensa, los medios de comunicación, la cultura y las finanzas, incluso los sindicatos. Así habían sido a lo largo de la historia y de ahí su rechazo social y persecución sistemática. Su lógico proceder fue el de Jesús, el látigo. Se pasó de frenada: del odio y voluntad de erradicar el judaísmo pasó a masacrar a las personas que profesaban tal religión.
En el libro autobiográfico citado, “Mi lucha”, habla expresamente del látigo y del verdadero cristianismo que él defiende, el de una fe apodíctica, según sus palabras. Es más, utilizó sus métodos para implantar el pensamiento nazi de manera expeditiva.
¿Y qué puede alegar la Jerarquía católica ante esto? ¿Qué pero podrían presentar San Vicente Ferrer, Pablo IV, Pío V, Gregorio XIII y sucesivos papas, la Inquisición, Enrique IV, los Reyes Católicos, ante el proceder de Hitler? Nada. Únicamente el método. Ésa había sido la política secular de los cristianos y de los papas en el pasado. No podía la Iglesia alzar excesivamente la voz contra el tirano, que llevó a las últimas consecuencias su práctica secular de privarles a los judíos del pan y la sal.
Cierto, la Iglesia no les masacró ni utilizó métodos tan expeditivos; incluso, junto a los papas citados hubo otros que les protegieron; y en los años 40 de la Guerra, el Vaticano dio refugio a quienes huían del régimen nazi. Sin embargo, en todos los tiempos privar a unas personas de sus medios de vida y sustento ¿qué es sino condenarles a morir de otra manera?
No olvidemos que tales persecuciones, lo hemos de decir claramente, provienen del intento de determinados escritos del Nuevo Testamento por exculpar a los romanos de la muerte de Jesús y culpar a los judíos.