“¡BENDITA SEA TU PUREZA¡”
(“Y eternamente lo sea,/ pues todo un Dios se recrea/ en tan celestial belleza”). Y así prosigue una de las oraciones más piadosas que los devocionarios infantiles y catecismos adultos educaron, y educan, la fe con larga y generosa concesión de reparadoras indulgencias, además de con el convencimiento místico y ferviente de adoración a Dios, sirviéndonos sobre todo de la mediación de su Madre –y la nuestra-, la Santísima Virgen María…
. La pureza, y cuantas ideas y comportamientos entraña este concepto en los ambiente y en los baremos de la religiosidad, tiene su importancia. Dudar de la misma, escatimar sus méritos o cuestionar sus valores, sería improcedente desde cualquier punto de vista humano y, por supuesto, cristiano.
. Esto no obstante, y al igual que tantos otros elementos religiosos, también la pureza – castidad, puridad, y virginidad-, reclaman exámenes de conciencia actualizados y comprometidos, con decidida proyección e inclusión de términos gramaticales afines como los de “inocencia”, “integridad”, “incorruptibilidad”, “simplicidad” y “sencillez”.
. Transcurrió ya mucho tiempo desde la influencia filosófica y convivencial que adoctrinó y encarnó el puritanismo griego, con referencias expresas y enaltecedoras a cuanto se relacionara con la pureza-limpieza -externa- del cuerpo, y no tanto con la interior – la del espíritu-, sin que entre una y otra existiera la más leve correlación, aunque esta no pasara de ser puramente simbólica.
. Al menos en teoría ”religiosa”, también debió haberse superado ya el tiempo de las purificaciones rituales del judaísmo reduplicativamente machista, en las que siempre era –y es- la mujer, objeto y sujeto de impuridades, mientras que el hombre lo es de honradez, perfección y abstersión. Copia fiel, apenas rebasada la imagen de la mujer judía, en tantas pasividades, impurezas y “pecados”, en la religión cristiana, la invocación de “bendita, alabada, reverenciada e imitada” en todo el proceso de santidad y de culto, se impuso por su propia naturaleza y definición.
. En la Iglesia, para muchos y muchas, la pureza fue verdadera obsesión, intranquilidad y desvelo “religiosos”. En multitud de casos, fue prácticamente la única preocupación personal y ajena. Pecado e impureza se correlacionan de manera doctrinal y ética indeclinable.
. Como el catecismo oficial destaca la gravedad del pecado contra la pureza, advirtiendo que en el mismo no ha lugar, de por sí, la levedad de materia, el remordimiento llega a conturbar la mente de tal modo que, en ocasiones, hasta limita, o elimina, la conciencia de pecado. Hay casos en los que los tratamientos psiquiátricos son la única, o principal, terapia.
. Sí, bendita sea la pureza, tanto objetiva, como metafórica y místicamente. Pero benditas y alabadas sean tanto o más en la Iglesia, y como elementos esenciales de la misma, la justicia, la alegría, la probidad, la solidaridad, la capacidad de ser generadores y transmisores de la paz, la pobreza, la humildad – humanidad, la sencillez y la co-responsabilidad y tantas otras virtudes y valores netamente cristianos, de los que Jesús fue testigo y testimonio de vida.
. A la Santísima Virgen, y a los santos y santas, ni solo ni fundamentalmente los define y los canoniza la pureza, tal y como de manera habitual muchos y muchas entienden y practican la religión dentro y fuera de la Iglesia, con inoperante olvido, por ejemplo, de que la expresión del amor en la intimidad matrimonial es signo sacramental del amor salvador de Dios a favor de la humanidad.
. En este mismo ámbito de apreciaciones y aplicaciones sagradas, no es ocioso destacar, con su correspondiente descalificación, que son absurdamente frecuentes los casos que protagonizan los “puros/as” por vocación y ministerio, hasta llegar a estimar que los verdaderos “religiosos” son ellos y ellas, y no los casados/as, aunque tal determinación conlleve nada menos que la recepción de todo un sacramento como es el santo matrimonio.
. El culto al oficio, al ministerio y, de alguna manera, a quienes fueran vocacionados para su ejercicio, es tentación que sigilosamente se infiltra por los entresijos del alma, y más si se inscriben en determinados grados jerárquicos, en los que el incienso, y tantos otros signos divinales, se hacen presentes y actúan mediante las ceremonias y ritos prescritos en los manuales de la sagrada liturgia.
. Sí, bendita sea la pureza, pero dentro del orden ético-moral que le corresponde a esta virtud, sin exclusivismos, con ponderación, humildad y mesura, con comprensión y con inteligencia, y con el frontal rechazo a la tentación de que solo a los puros/as y castos/as les reserva el Año Cristiano la festividad, el “oficio” y el color litúrgico de los disantos.
. La exclusiva, intensa y extensa, coincidencia, y la obstinada unificación de la Virgen con la pureza, y no con tantas otras virtudes proclamadas en el canto del “Magníficat”, hace menos cristiana y humana a la Madre de Dios
. La pureza, y cuantas ideas y comportamientos entraña este concepto en los ambiente y en los baremos de la religiosidad, tiene su importancia. Dudar de la misma, escatimar sus méritos o cuestionar sus valores, sería improcedente desde cualquier punto de vista humano y, por supuesto, cristiano.
. Esto no obstante, y al igual que tantos otros elementos religiosos, también la pureza – castidad, puridad, y virginidad-, reclaman exámenes de conciencia actualizados y comprometidos, con decidida proyección e inclusión de términos gramaticales afines como los de “inocencia”, “integridad”, “incorruptibilidad”, “simplicidad” y “sencillez”.
. Transcurrió ya mucho tiempo desde la influencia filosófica y convivencial que adoctrinó y encarnó el puritanismo griego, con referencias expresas y enaltecedoras a cuanto se relacionara con la pureza-limpieza -externa- del cuerpo, y no tanto con la interior – la del espíritu-, sin que entre una y otra existiera la más leve correlación, aunque esta no pasara de ser puramente simbólica.
. Al menos en teoría ”religiosa”, también debió haberse superado ya el tiempo de las purificaciones rituales del judaísmo reduplicativamente machista, en las que siempre era –y es- la mujer, objeto y sujeto de impuridades, mientras que el hombre lo es de honradez, perfección y abstersión. Copia fiel, apenas rebasada la imagen de la mujer judía, en tantas pasividades, impurezas y “pecados”, en la religión cristiana, la invocación de “bendita, alabada, reverenciada e imitada” en todo el proceso de santidad y de culto, se impuso por su propia naturaleza y definición.
. En la Iglesia, para muchos y muchas, la pureza fue verdadera obsesión, intranquilidad y desvelo “religiosos”. En multitud de casos, fue prácticamente la única preocupación personal y ajena. Pecado e impureza se correlacionan de manera doctrinal y ética indeclinable.
. Como el catecismo oficial destaca la gravedad del pecado contra la pureza, advirtiendo que en el mismo no ha lugar, de por sí, la levedad de materia, el remordimiento llega a conturbar la mente de tal modo que, en ocasiones, hasta limita, o elimina, la conciencia de pecado. Hay casos en los que los tratamientos psiquiátricos son la única, o principal, terapia.
. Sí, bendita sea la pureza, tanto objetiva, como metafórica y místicamente. Pero benditas y alabadas sean tanto o más en la Iglesia, y como elementos esenciales de la misma, la justicia, la alegría, la probidad, la solidaridad, la capacidad de ser generadores y transmisores de la paz, la pobreza, la humildad – humanidad, la sencillez y la co-responsabilidad y tantas otras virtudes y valores netamente cristianos, de los que Jesús fue testigo y testimonio de vida.
. A la Santísima Virgen, y a los santos y santas, ni solo ni fundamentalmente los define y los canoniza la pureza, tal y como de manera habitual muchos y muchas entienden y practican la religión dentro y fuera de la Iglesia, con inoperante olvido, por ejemplo, de que la expresión del amor en la intimidad matrimonial es signo sacramental del amor salvador de Dios a favor de la humanidad.
. En este mismo ámbito de apreciaciones y aplicaciones sagradas, no es ocioso destacar, con su correspondiente descalificación, que son absurdamente frecuentes los casos que protagonizan los “puros/as” por vocación y ministerio, hasta llegar a estimar que los verdaderos “religiosos” son ellos y ellas, y no los casados/as, aunque tal determinación conlleve nada menos que la recepción de todo un sacramento como es el santo matrimonio.
. El culto al oficio, al ministerio y, de alguna manera, a quienes fueran vocacionados para su ejercicio, es tentación que sigilosamente se infiltra por los entresijos del alma, y más si se inscriben en determinados grados jerárquicos, en los que el incienso, y tantos otros signos divinales, se hacen presentes y actúan mediante las ceremonias y ritos prescritos en los manuales de la sagrada liturgia.
. Sí, bendita sea la pureza, pero dentro del orden ético-moral que le corresponde a esta virtud, sin exclusivismos, con ponderación, humildad y mesura, con comprensión y con inteligencia, y con el frontal rechazo a la tentación de que solo a los puros/as y castos/as les reserva el Año Cristiano la festividad, el “oficio” y el color litúrgico de los disantos.
. La exclusiva, intensa y extensa, coincidencia, y la obstinada unificación de la Virgen con la pureza, y no con tantas otras virtudes proclamadas en el canto del “Magníficat”, hace menos cristiana y humana a la Madre de Dios