Cardenales Nepotistas
Aunque sólo sea por motivos fonéticos, el adjetivo “nepotista” suena mal. Rematadamente mal. Rechina, abochorna y confunde. Es insolente y procaz. Además, y de por sí, entreabre las puertas del inicio de procedimientos legales que pueden terminar en descalificaciones- declaraciones de culpabilidad, multas e indemnizaciones severas.
El diccionario deletrea el concepto de “nepotismo” con estos términos concisos: “Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos”.
“Preferencia”, esto es, “primacía o ventaja ya en el valor o en el merecimiento”, además “desproporcionada y disparatada”. Algunos acentúan la descalificación personalizada y al margen de comportamientos legales generalizados. “Dar”, “conferir a alguien un empleo u oficio y traspasar graciosamente algo a otra persona”. Al vocablo “pariente” lo definen los “vínculos familiares, ascendientes, descendientes o colaterales, ya sean por consanguinidad o afinidad” y aún ideología. “Concesión” refuerza la idea de “privilegio, gracia, merced o asignación”. “Empleo” incluye el “servicio público, con la significación en el lenguaje popular inherente a los términos “prebenda, canonjía, beneficio, ganga y jerarquía”. Lo de “común del pueblo o de la ciudad” se empotra y correlaciona con palabras tales como “usurpación y apropiamiento”.
Cuando estos bienes, o beneficios, así administrados pertenecen al pueblo- pueblo, y cuando además ellos conforman la parte principal del legado de la religiosidad, el nepotismo que pueda regirlos rebasa todo enajenamiento físico y mental.
Nepotismos hubo siempre y con toda clase de adjetivaciones y hasta de “justificaciones”. La política, y la sociedad en general, son sus espacios. Es desdichadamente fácil encontrar sin-razones nepotistas a la hora de valorar con exactitud y honradez la elección- selección del personal para determinados cargos u oficios. Los procedimientos democráticos contribuyen en buena parte a su liquidación o limitación, aunque siempre, o casi siempre, se dejan libres algunos coladeros por los que los nepotistas se infiltran con gallardía y comodidad. En las organizaciones e instituciones como las eclesiásticas, en las que las prácticas democráticas están todavía exiliadas o excomulgadas, las posibilidades de los aspirantes a devotos del nepotismo son más frecuentes y hasta con connotaciones “santas”. La revisión de los métodos que se siguen en el nombramiento de los obispos en España es tarea urgente.
En la historia de la Iglesia son escandalosamente tristes los capítulos dedicados a los nepotismos. Muchos de ellos, entintados de sangre y no precisamente martirial. Por supuesto, que sus protagonistas pertenecen a todos sus niveles, aunque en la narración de los episcopales “et supra”, aparezcan con titulares más alucinantes. Los apellidos arzobispales, renacentistas y universitarios de “Fonseca”, sobre todo en Santiago de Compostela, Salamanca y Sevilla, por citar un ejemplo, siguen siendo famosos, con ínclitas referencias románticas y para- eclesiásticas al castillo salmantino del “Buen Amor”, y en el dicho popular de que “quien fue a Sevilla perdió su silla”, con alusiones jerárquicas a su sede arzobispal
Aunque no sea ni la única ni la más sustantiva justificación de esta reflexión el hecho de la remoción del Cardenal de Madrid, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, para nadie es un secreto redescubrir que en el episcopologio actual de Lugo, una de las diócesis de Galicia, el ejercicio del nepotismo ha sido ejercido con el báculo y la mitra y el resto de adminículos y tratamientos episcopales, con toda naturalidad –que no sobrenaturalidad- , “en beneficio del Pueblo de Dios”.
Tan solo se trata de “higienizar” comportamientos jerárquicos, sin necesidad de tener que estudiar y destacar aquí y ahora méritos o deméritos de posibles aspirantes al “empleo público”, al que también en este caso apunta la definición académica de nepotismo. Esta clase de higiene en teología es y se llama “penitencia” y “reforma”, obsesiones preclaras del Papa Francisco.
El diccionario deletrea el concepto de “nepotismo” con estos términos concisos: “Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos”.
“Preferencia”, esto es, “primacía o ventaja ya en el valor o en el merecimiento”, además “desproporcionada y disparatada”. Algunos acentúan la descalificación personalizada y al margen de comportamientos legales generalizados. “Dar”, “conferir a alguien un empleo u oficio y traspasar graciosamente algo a otra persona”. Al vocablo “pariente” lo definen los “vínculos familiares, ascendientes, descendientes o colaterales, ya sean por consanguinidad o afinidad” y aún ideología. “Concesión” refuerza la idea de “privilegio, gracia, merced o asignación”. “Empleo” incluye el “servicio público, con la significación en el lenguaje popular inherente a los términos “prebenda, canonjía, beneficio, ganga y jerarquía”. Lo de “común del pueblo o de la ciudad” se empotra y correlaciona con palabras tales como “usurpación y apropiamiento”.
Cuando estos bienes, o beneficios, así administrados pertenecen al pueblo- pueblo, y cuando además ellos conforman la parte principal del legado de la religiosidad, el nepotismo que pueda regirlos rebasa todo enajenamiento físico y mental.
Nepotismos hubo siempre y con toda clase de adjetivaciones y hasta de “justificaciones”. La política, y la sociedad en general, son sus espacios. Es desdichadamente fácil encontrar sin-razones nepotistas a la hora de valorar con exactitud y honradez la elección- selección del personal para determinados cargos u oficios. Los procedimientos democráticos contribuyen en buena parte a su liquidación o limitación, aunque siempre, o casi siempre, se dejan libres algunos coladeros por los que los nepotistas se infiltran con gallardía y comodidad. En las organizaciones e instituciones como las eclesiásticas, en las que las prácticas democráticas están todavía exiliadas o excomulgadas, las posibilidades de los aspirantes a devotos del nepotismo son más frecuentes y hasta con connotaciones “santas”. La revisión de los métodos que se siguen en el nombramiento de los obispos en España es tarea urgente.
En la historia de la Iglesia son escandalosamente tristes los capítulos dedicados a los nepotismos. Muchos de ellos, entintados de sangre y no precisamente martirial. Por supuesto, que sus protagonistas pertenecen a todos sus niveles, aunque en la narración de los episcopales “et supra”, aparezcan con titulares más alucinantes. Los apellidos arzobispales, renacentistas y universitarios de “Fonseca”, sobre todo en Santiago de Compostela, Salamanca y Sevilla, por citar un ejemplo, siguen siendo famosos, con ínclitas referencias románticas y para- eclesiásticas al castillo salmantino del “Buen Amor”, y en el dicho popular de que “quien fue a Sevilla perdió su silla”, con alusiones jerárquicas a su sede arzobispal
Aunque no sea ni la única ni la más sustantiva justificación de esta reflexión el hecho de la remoción del Cardenal de Madrid, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, para nadie es un secreto redescubrir que en el episcopologio actual de Lugo, una de las diócesis de Galicia, el ejercicio del nepotismo ha sido ejercido con el báculo y la mitra y el resto de adminículos y tratamientos episcopales, con toda naturalidad –que no sobrenaturalidad- , “en beneficio del Pueblo de Dios”.
Tan solo se trata de “higienizar” comportamientos jerárquicos, sin necesidad de tener que estudiar y destacar aquí y ahora méritos o deméritos de posibles aspirantes al “empleo público”, al que también en este caso apunta la definición académica de nepotismo. Esta clase de higiene en teología es y se llama “penitencia” y “reforma”, obsesiones preclaras del Papa Francisco.