Los obispos y los evangelios,
Para su propia desgracia, y la de la humanidad entera, la Iglesia –toda la Iglesia- no es ”todo evangelio”. Pudo haberlo sido –y lo fue- algún tiempo y en determinadas personas, instituciones e intenciones. Pero hoy por hoy, y tal y como está el panorama, y así lo cantan los hechos, evangelio e Iglesia están “desmatrimonializados”, pasando olímpicamente de indisolubilidades y de otras preclaras aspiraciones piadosas.
El evangelio es asignatura pendiente en el organigrama del adoctrinamiento religioso. Lo es más en el de la coherente proyección en la vida de sus adeptos aún de los más enfervorizados. Los signos cristianos de verdad “pasan” de los santos evangelios, pese a que en determinadas ocasiones se citen se usen, se adoren y hasta se esté dispuesto a sacrificar la vida en su defensa.
A los sacramentalmente encargados, en su calidad de “ministros”, de compartir las enseñanzas y el contenido de los evangelios, con especialización doctoral algunos de ellos, les resulta mucho más fácil recurrir a las otras disciplinas “religiosas” como la liturgia, el Derecho Canónico, la moral tradicional, los concilios, los Santos Padres y muchos otros protagonistas del Santoral o Año Cristiano, para seguir nutriendo la fe que, por lo general, se concentra, especifica y testimonia entre nubes de incienso, preceptos, procesiones, estampas, indulgencias, letanías, jaculatorias y rezos.
De la vida- vida, profesional, economía, ocio, cultura, familia, instituciones, política… tanto personal como colectivamente, el evangelio es el gran ausente, con excepción de alguna que otra cita más o menos engañosa e interesada, interpretada además al gusto del consumidor, que hizo, o hace, posibles la celebración de las novenas, los triduos, las homilías …, previo el pago establecido en las tasas oficiales divulgadas y bendecidas en los Boletines Oficiales de las respectivas diócesis.
Obispos, evangelios y la predicación de los mismos, es tarea difícil. Así hay que reconocerlo, y se reconoce en la práctica. Desde sus respectivos palacios, o revestidos de los mal llamados “ornamentos sagrados”, con mitras y báculos litúrgicos de ascendencia y pedigrí reduplicativamente paganos, predicar el evangelio resulta inviable y casi avergüenza. Más que rito y “función” religiosa, se corre el inevitable riesgo de tener que interpretarse como pagana. Gracias sean dadas a Dios, una buena parte del auditorio discente está ya inicialmente instruido para interpretar lo que de santo evangelio poseen las “lecciones sagradas” y quienes se dicen ser oficialmente sus administradores y “dispensadores” por su adscripción al estamento clerical.
Teólogos y teólogas seglares, sempiternos destinatarios de las prédicas religiosas pueden ser, y estar, lo mismo, o mejor, preparados para hacerlo, que lo son y están los sacerdotes y los obispos, con la ventaja además de que ellos,-los seglares- viven de verdad los problemas para los que el evangelio resulta ser la verdadera, elocuente y salvadora “palabra de Dios”.
Recientemente sugerí en estas mismas páginas la conveniencia-necesidad de que la lectura de la Biblia -Antiguo y Nuevo Testamento- se estableciera y regulara en asambleas y actos parroquiales, al menos una vez al año, con la participación de quienes así lo quisieran, fueran o no feligreses y ni siquiera cristianos. La lectura colectiva de la Constitución del Estado Español que rige nuestra convivencia, y la de la obra cervantina de “Don Quijote de La Mancha”, podrían servirnos de ejemplos en la tarea-ministerio de la formación- educación cristiana, de la que los santos evangelios son manaderos de sabiduría y de gracia de Dios.
Resultaría ejemplar, evangelizador y generador de comunicación – comunión- y, por tanto, de religión y de Iglesia, poner en práctica la referida lectura de la Sagrada Escritura. Sin evangelios –conocimiento y práctica-, la Iglesia deja automáticamente de serlo. Sucedáneos de los evangelios ha habido, y hay, muchos. Diríase que en la mayoría de predicaciones, en la rica variedad de versiones, con inclusión de algunas encíclicas y de más Cartas Pastorales, se echan de menos los evangelios, tanto doctrinal como testimonialmente. Diríase también que sobran obispos expertos, doctorados y doctorandos en Derecho Canónico, y faltan pastoralistas, rigurosamente fieles intérpretes, seguidores de los evangelios.