Demagogos
Me encuentro con una famosa sentencia del mundo clásico, atribuida por algunos al trágico griego Eurípides (s. V a. C.), repetida en todo caso en textos de otros autores helénicos con distinta literalidad: “A quien los dioses quieren destruir lo enloquecen”. Instintivamente se me va la atención al panorama de nuestros políticos y nuestros partidos.
La afirmación contiene toda la carga del fatalismo que trataba de explicar la conducta errada de los seres humanos, empujados al mal, como juguetes, por el destino y los propios dioses. El cristianismo modificó muy considerablemente esta visión del hombre y lo considera libre frente a cualquier fuerza ciega superior. Pero ¿no es verdad que, en determinados comportamientos y expresiones de arrogancia y desmesura (“Hybris”), nuestros personajes públicos aparecen con frecuencia como enloquecidos y a punto de hundirse, ellos con sus proyectos?
No por casualidad doy con otra célebre frase, en este caso del poeta, historiador y político británico del s. XIX, Thomas B. Macaulay (1800 – 1859): “En cualquier época, los ejemplares más viles del género humano se dan entre los demagogos”. La demagogia, etimológicamente, tiene todo que ver con el arte de conducir, de dirigir a los pueblos. Ahora bien, cuando degenera en el arte de halagar los sentimientos elementales de los ciudadanos para conseguir o mantener el poder, la historia enseña que un hábil y apasionado hombre público, no especialmente dotado de racionalidad, puede seducir y arrastrar a un considerable número de partidarios. ¿Se entenderá así por qué, también en nuestros días, los más extraños experimentos políticos cuentan a veces con un cierto rebaño de seguidores?
El mundo está inventado hace muchos siglos. Algunos, recién nacidos a la vida pública, parecen tener la pretensión de estar estrenándolo. Les falta la memoria. ¿Admitirán un consejo? Recurran a la de sus mayores. Y, si la cultura no les ofende, acudan a las hemerotecas y a los libros.
La afirmación contiene toda la carga del fatalismo que trataba de explicar la conducta errada de los seres humanos, empujados al mal, como juguetes, por el destino y los propios dioses. El cristianismo modificó muy considerablemente esta visión del hombre y lo considera libre frente a cualquier fuerza ciega superior. Pero ¿no es verdad que, en determinados comportamientos y expresiones de arrogancia y desmesura (“Hybris”), nuestros personajes públicos aparecen con frecuencia como enloquecidos y a punto de hundirse, ellos con sus proyectos?
No por casualidad doy con otra célebre frase, en este caso del poeta, historiador y político británico del s. XIX, Thomas B. Macaulay (1800 – 1859): “En cualquier época, los ejemplares más viles del género humano se dan entre los demagogos”. La demagogia, etimológicamente, tiene todo que ver con el arte de conducir, de dirigir a los pueblos. Ahora bien, cuando degenera en el arte de halagar los sentimientos elementales de los ciudadanos para conseguir o mantener el poder, la historia enseña que un hábil y apasionado hombre público, no especialmente dotado de racionalidad, puede seducir y arrastrar a un considerable número de partidarios. ¿Se entenderá así por qué, también en nuestros días, los más extraños experimentos políticos cuentan a veces con un cierto rebaño de seguidores?
El mundo está inventado hace muchos siglos. Algunos, recién nacidos a la vida pública, parecen tener la pretensión de estar estrenándolo. Les falta la memoria. ¿Admitirán un consejo? Recurran a la de sus mayores. Y, si la cultura no les ofende, acudan a las hemerotecas y a los libros.