Un gesto bien recibido de Benedicto XVI

En todo el mundo se está comentando la inesperada noticia de la renuncia del Papa Benedicto XVI. Lo primero que salta a la vista es precisamente el carácter de inesperada. Incluso de excepcional. Es un hecho absolutamente nuevo, casi único en la larga vida de la Iglesia.

Tres precedentes engañosos

Ha habido en la historia, según se recuerda ahora, tres papas anteriores que renunciaron. Pero las circunstancias son totalmente distintas. El primero, Benedicto IX, fue expulsado por los romanos en 1044 por la indignidad de su vida y sustituido por Silvestre III. Benedicto IX volvió, echó del solio a su sucesor y vendió el papado por una buena suma de dinero a Gregorio VI (en 1045). Los sínodos de Sutri y Roma depusieron a los tres papas y con Clemente II se inició una etapa de fructuosa reforma.

Muy distinta fue la historia de San Celestino V, elegido en 1294. Tras veintisiete meses de sede vacante, los cardenales se pusieron de acuerdo en su elección. Era la decisión de un cónclave dominado y dirigido por Carlos II de Anjou, rey de Nápoles, que consideraba al anciano de 80 años un papa manejable y a su medida. Pietro Angeleri –así se llamaba- era un monje con fama de santo que lo sabía casi todo de Dios, pero no sabía nada de derecho, ni de poderes enfrentados, ni de una iglesia situada en el centro de los poderes. Tampoco tenía idea alguna de administración ni de finanzas, ni de los resortes por los que se movían quienes a su alrededor aspiraban a los más altos cargos, ni de las intrigas ocultas más allá de los hilos visibles que mueven la política internacional y la vida de la propia Iglesia. Apenas entendía el latín. Su mentor político le va a hacer residir en Nápoles. Los errores y desaciertos se suceden cada día. Los conflictos se le agravan por momentos.A los cinco meses de ser elegido va a dimitir para volverse a su retiro. Un cardenal listo y ambicioso, con fama de experto canonista, hallará las razones jurídicas para allanarle el camino de la dimisión. Casualmente, el mismo que le sucederá en el pontificado, tras el cónclave relámpago de un solo día, con el nombre de Bonifacio VIII. Por evitar a los muchos partidarios del dimisionario, el recién elegido decide recluirlo en un castillo de Agnani, donde vivirá y morirá santamente dos años después. Diez y siete años más tarde será canonizado por Clemente V.

El otro papa dimisionario ( 1415) se llama Gregorio XII. Lo hace en circunstancias muy especiales y duras para la Iglesia, en el contexto del Cisma de Occidente (con el aragonés Papa Luna de por medio), para buscar una solución al famoso conflicto.


Benedicto XVI, un caso diferente

El caso de Benedicto XVI no admite comparación con los tres anteriores. Aceptado por la inmensa mayoría, anuncia su abdicación sorprendiendo al mundo y aun a los más cercanos. Afirma que lo hace con plena libertad, y no hay ninguna razón para dudarlo. Aduce como motivo su avanzada edad y la falta de fuerzas para atender debidamente a las obligaciones de su cargo. No hay precedentes de una renuncia similar, digamos en circunstancias normales. Los papas han perdurado, en la vejez y en la enfermedad, hasta la muerte. Bien es cierto que tampoco han sido nunca tantos ni tan obligados los compromisos de presencia en la vida de la comunidad universal como en los tiempos actuales. Según él mismo explica, “en el mundo de hoy” es necesario el vigor físico y, dada su edad –casi 86 años-, no se encuentra con fuerzas para su servicio a la cabeza de la Iglesia.

Un gesto recibido con respeto.

Predominan con mucho los comentarios respetuosos a la decisión del papa alemán. Su explicación es más que razonable. Lo llamativo es que una retirada tan razonable constituya una verdadera excepción. En este sentido, el adiós de Benedicto XVI nos parece un gesto ejemplar que podría marcar el futuro. Joseph Ratzinger, el brillante teólogo ya en los años sesenta en la facultad de Teología de Munich, asesor en el Concilio, elevado luego al arzobispado de su diócesis, llamado más tarde al Vaticano donde presidió la Congregación para la Doctrina de la Fe en estrecha colaboración con Juan Pablo II, ha pasado por etapas bien diversas. El que en otro tiempo contaba como teólogo rompedor y abierto a los nuevos tiempos ocupó un dicasterio heredero del antiguo Santo Oficio, que para muchos llevaba consigo una cierta connotación inquisitorial en su cometido y en algunos de sus procedimientos. Aun así pocos habrá que no reconozcan a Ratzinger su privilegiada inteligencia –de ello dan fe sus constantes y recientes publicaciones-, su amplia cultura y un carácter dulce y contenido en sus continuas apariciones en público. Muy distinto personalmente de Juan Pablo II, ha proseguido su labor de presencia y su constante magisterio en los más variados foros. Y ahora su dimisión añade un regalo que ojalá tenga continuidad en sus sucesores e incluso en obispos y otros cargos que prolongan sus servicios en edades ajenas a lo que la sociedad civil entiende en términos de eficacia. Ahí está la avanzada edad de los electores del próximo cónclave, con los 80 años de límite. Con todo el amor y el respeto debido, entendemos que sería muy urgente un rejuvenecimiento de los altos servicios de la institución eclesial. Y añadimos algo que viene siendo pedido por no pocos cristianos que aman a la Iglesia: la participación del pueblo de Dios y del clero en la elección de sus obispos. Pero éste es un tema de largo recorrido que necesitaría un tratamiento más sosegado. De momento, el gesto del anciano Benedicto XVI, renunciando al papado en plenas facultades mentales, es muy positivo.Quiera Dios que los cardenales elijan un buen Papa y, dentro de lo posible, en buena edad.
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