Una pequeña oración para quien se agache a cogerla

Por muy agitados, conmovidos, que nos tenga la actualidad, los muchos males que hieren, matan o ahogan de angustia a nuestros hermanos del éxodo sirio, acudimos a Él. Está en todas partes como padre, atento su corazón, sus oídos a la súplica. Nos sentimos seguros en Él. Su amor y su cobijo nos llevarán a socorrer a quienes, en la desesperación, aporrean nuestras fronteras, nuestras puertas.

La siguiente plegaria, vivida y escrita en otro momento, se centra directa, confiadamente, en el Dios que siempre acoge. Y el abrazo de Dios es inseparable de nuestro abrazo al hermano.

LO MÁS SEGURO DE MI ORACIÓN ERES TÚ

Para hablar contigo, Señor, no necesito decirte nada brillante. Lo más brillante de este encuentro lo pone tu presencia. Lo más seguro y hermoso de mi oración eres Tú. Tú, que nunca faltas a la cita. Los hombres nos vemos precisados a administrar y limitar nuestro tiempo. Pero Tú siempre estás disponible. Citas humanas hay que llevan complicadas gestiones y acaso largos viajes. Pero para hablar contigo no necesito más que respirar y abrirte el alma. ¿A tanto llega tu amor que no te apartas ni un instante de mi lado? Nada tan mío como Tú. Nada tan de los hombres, tan del mundo como Tú, que amas todo lo que has creado.

Hoy no tengo nada extraordinario que decirte, fuera de agradecerte tu segura presencia. Te quiero tanto, oh Dios, que siempre vas conmigo. Me quieres tanto tú que me has hecho a tu modo y no sabría vivir sin tenerte tan cerca. Te hablo tan a menudo porque Tú mismo me fuerzas a ello y tu amor es costumbre. En todas partes, a todas horas: Tú. En mi niñez y juventud, en mis años maduros: Tú. Sin ti no podría entender el espacio ni el tiempo, la razón de mi vida. A veces, cuando estoy enfrascado en los inevitables quehaceres, me acuerdo de pronto de ti y me pueden el afán y la nostalgia.

Estoy aquí contigo y esto es tan natural, tan obvio, que, aunque sea asombroso, ni se me ocurre llamarlo milagro. Estoy aquí contigo, como todos los días, sin requisito alguno, sin haberte pedido ni una primera audiencia.

¡Qué grande eres, Señor! ¡Qué mío y qué cercano! ¡Qué bien contigo aquí, y allí, y en todas partes, cuando para sentirte a mi lado me basta con respirar y abrirte el alma!

(De Cien oraciones para respirar, Madrid, San Pablo 1994).
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