Amor de donación
Dichos dones –si son tales– proceden del Espíritu Santo y, por tanto, su origen común significa también un fin común: el bien comunitario, la edificación eclesial.
Estos dones resaltan dos principios inseparables, la unidad y la pluralidad: la primera a la que debe tender toda la acción comunitaria, la segunda como correctivo para no confundir unidad con uniformidad. La diversidad se fundamenta en la unidad.
El símil del cuerpo, que utiliza el Apóstol, es clarificador: cada miembro es diferente de otro miembro, pero todos y cada uno son necesarios para que actúe el único cuerpo. Los miembros más débiles, o incluso los más viles, –también de la comunidad– son tratados con mayor esmero. El bien (o el mal) que se haga a cualquiera de los miembros repercute en el resto, en todo el cuerpo.
La comunidad se identifica con el cuerpo de Cristo, y en ella hay diversos carismas, desde los de gobierno de la comunidad, a los de sabiduría o profecía o, incluso, dones de curación o de milagros. Todos han de estar al servicio de la comunidad. Pero el don más excelente no es ninguno de los anteriores, sino el del amor de donación. A este carisma todos pueden acceder aunque, paradójicamente, es el más difícil de vivir. Pablo no define el amor, lo describe: se identifica con la forma de vivir y de morir de Jesús, y es una llamada a vivirlo todos sus seguidores. Es un don que no terminará nunca.
Javier Velasco-Arias