¡Qué manía tenemos los mortales por objetivar a Dios! Navidad: Dios con nosotros
Cuando la lógica implacable del mercado ha invadido y está corrompiendo la organización de la economía, la gestión política e incluso ese cálido espacio de gratuidad que es la familia, urge salvaguardar y fomentar la ternura que brota en nosotros mirando a un recién nacido y se hace compasión ante los ojos tristes de tantos niños que, tal vez por nuestra culpa, sobreviven entre la basura con sus pobres padres emigrantes
En el fondo los seres humanos estamos hechos para amar. Como nuestros afanes en una sociedad ajetreada frecuentemente silencian o sofocan ese reclamo de amar y ser amados, si no hubiera Navidad o fiesta de la ternura, habría que inventarla. Necesitamos ese respiro para no deshumanizarnos en la fiebre posesiva y en juegos de política inspirados en esa fiebre. Cuando la lógica implacable del mercado ha invadido y está corrompiendo la organización de la economía, la gestión política e incluso ese cálido espacio de gratuidad que es la familia, urge salvaguardar y fomentar la ternura que brota en nosotros mirando a un recién nacido y se hace compasión ante los ojos tristes de tantos niños que, tal vez por nuestra culpa, sobreviven entre la basura con sus pobres padres emigrantes.
En Navidad los cristianos celebramos una Presencia de amor encarnada en la condición e historia humanas. Dios con nosotros, más íntimo a nosotros mismos; dando vida y aliento a tofos y a todo. En la excelente obra de teatro escrita por Bertolt Brecht sobre la vida de Galileo, hay una escena elocuente. Alguien pregunta: y ahora si no hay cielo ¿ dónde está Dios? El científico responde: o dentro de nosotros o en ningún sitio. ¡Qué manía tenemos los mortales por objetivar a Dios, meterlo en nuestros conceptos y sentarlo como juez insobornable detrás de las nubes! Intentamos fabricarlo a nuestra medida en vez de abrirnos a esa Presencia de amor y de ternura que Jesús de Nazaret respiró y transmitió en sus parábolas, expresión de lo divino en la trama de lo humano. No hizo sublimes teorías sobre la divinidad. Sencillamente pasó por el mundo haciendo el bien, curando heridas y combatiendo las fuerzas del mal. Movido por una experiencia única del “Abba”, expresión simbólica de Alguien que es amor y no sabe más que amar, fue el hombre totalmente para los demás. En su encuentro con Jesucristo, Evangelio viviente, los primeros cristianos le confesaron Palabra e Hijo de Dios, humanidad nueva y realizada, camino para todos los seres humanos.
Así lo expresaron las primeras comunidades cristianas en los relatos evangélicos sobre el nacimiento e infancia de Jesús. Vivían y celebraban una experiencia singular imposible de definir. Por eso el lenguaje de esos relatos, partiendo de un acontecimiento histórico que es el nacimiento de Jesús, es simbólico, el único adecuado para comunicar una experiencia intensa pero indefinible. Es el lenguaje que durante siglos , en distintas versiones culturales, viene empleando la comunidad cristiana con villancicos y con belenes.
Quizás porque esta experiencia o fe cristiana despierta la semilla de bondad y al brote de ternura que todos llevamos dentro, la fiesta de Navidad ha tenido tanta garra en los pueblos. A pesar de la secularización o emancipación de nuestra sociedad laica respecto a la religión cristiana, los belenes siguen no sólo en los templos sino también en las calles iluminadas, en edificios públicos y en los grandes centros comerciales. Esas manifestaciones evocan una dimensión afectiva de gratuidad irreductible a la racionalidad instrumental y a la codicia insaciable que atentan contra la salud de nuestra convivencia social.
Aunque cada vez más al margen de la religión cristiana, la sociedad sigue celebrando la Navidad o fiesta de la ternura sirviéndose todavía de símbolos procedentes de esa religión. Sin duda esas celebraciones responden al anhelo de amor y fraternidad que bulle dentro de todos los humanos. Pero es una pena que, por lo que sea, se pierda la gozosa noticia de la fe o experiencia cristiana para ese anhelo que nos constituye. El misterio que llamamos Dios es Presencia de amor gratuito en que todos habitamos; todos somos amados y este amor garantiza la dignidad de todas las personas cuyos derechos humanos tienen algo de divino. Es posible construir una sociedad fraterna.