Quién devuelve la paz de espíritu al sacerdote denunciado injustamente Otras víctimas del abuso olvidadas por todos

Otras víctimas del abuso olvidadas por todos
Otras víctimas del abuso olvidadas por todos

"Me refiero a los sacerdotes denunciados no sometidos a proceso penal alguno ni al discernimiento de la CDF. Detrás de la aparente normalidad, se oculta el maltrato otorgado al sacerdote denunciado, que lo convertía en otra víctima más"

"Estos procedimientos reclaman una muy especial sensibilidad para el trato con el sacerdote y, a la vez, una cierta experiencia en el manejo de este tipo de asuntos"

"No obstante la buena voluntad de todos, se corre el riesgo de consolidar, como ha ocurrido a veces, una actuación, calificable de kafkiana"

"El problema se centra en quién devuelve la paz de espíritu a ese sacerdote, una vez sobreseídas las actuaciones. Y, no sólo eso: ¿Cómo se restituye la buena relación del sacerdote con su obispo? ¿Cómo se le compensa del daño experimentado en su posición y credibilidad en la parroquia y en otros ámbitos en los que, por ejemplo, estuviera prestando servicios pastorales?"

"Muy complicada respuesta, siempre difícil, pero necesaria. Por desgracia, se sabe que la Iglesia nunca se ha distinguido por la sensibilidad ante estas cuestiones. ¡Marginación del evangelio!"

Me refiero a los sacerdotes denunciados no sometidos a proceso penal alguno ni al discernimiento de la CDF. Detrás de la aparente normalidad, se oculta, a veces, una realidad vergonzosa: el maltrato otorgado al sacerdote denunciado, que lo convertía en otra víctima más.

Estos procedimientos reclaman una muy especial sensibilidad para el trato con el sacerdote y, a la vez, una cierta experiencia en el manejo de este tipo de asuntos. El obispo, en concreto, corre el riesgo, al implicarse abiertamente en los vericuetos procedimentales, de perder para siempre la posibilidad de ejercer con el sacerdote denunciado como padre y hermano. Función, a la larga, esencial y de una gran trascendencia.

No obstante la buena voluntad de todos, se corre el riesgo de consolidar, como ha ocurrido a veces, una actuación, calificable de kafkiana. Esto es, de absurda, angustiosa e incomprensible, que siempre acaba convirtiendo al sacerdote denunciado en una víctima más del denominado ‘culto sacrílego’ (Francisco).

Sobre todo en diócesis, relativamente pequeñas, se asiste a un verdadero terremoto cuyas hondas expansivas llegan a todos los órdenes y ámbitos. Cunde el desánimo, se eleva a cuotas máximas la capacidad acreditada para el ‘chismorreo’ en el ámbito religioso, todo el mundo se pone nervioso e, incluso, como se ha comprobado en ciertas ocasiones, el propio obispo da la impresión de empeñarse en perder la serenidad.

Al sacerdote denunciado le asalta obsesivamente una duda que no puede disipar: ¿Será imparcial el obispo, le juzgará con objetividad y le defenderá frente a la denuncia, que él estima falsa? Es explicable, atendidas las circunstancias y los protagonistas concurrentes, que todo lo vea en un mar de confusión, que dominen los miedos que paralizan, y que aparezcan la angustia y hasta el terror.

Era muy corriente informar al sacerdote denunciado de un itinerario procedimental en una exclusiva dirección: la Congregación para la Doctrina de la fe indicaría el ulterior procedimiento penal, judicial o administrativo, a seguir. Información objetivamente errónea.

Caso sobreseído
Caso sobreseído

El abogado se debe siempre a la confianza puesta en él por el sacerdote denunciado para realizar la legítima defensa de sus intereses. No se debe nunca al obispo, a quien no ha de informar sobre aspectos o circunstancias presentes en el procedimiento o diligencias penales estatales.

No siempre, desde mi experiencia, se resiste a la tentación episcopal de recabar información sensible respecto del sacerdote denunciado a través de la mediación del abogado en la causa penal estatal. Si esto sucede, y llega a conocimiento del sacerdote denunciado, tendrá un efecto altamente demoledor en el sentido de retirar a todos su confianza y destruir la imparcialidad episcopal.

Esto ocurrirá cuando el nuevo abogado de su confianza le descubre que la información que manejaba era errónea. Esta nueva perspectiva que se le abre, y que ni siquiera le había sido insinuada, acrecentará su indignación, se sentirá engañado y manipulado, no verá más que fantasmas y, totalmente desconcertado, no creará ya, nunca más, en la imparcialidad ni del instructor ni del obispo.

La indignación del sacerdote denunciado, así como sus dudas acerca de la imparcialidad del obispo e instructor, cobrarán su expresión más alta al conocer las dificultades que se alegan para el nombramiento del abogado elegido por él. Aparecen concepciones restrictivas del derecho de defensa, mezcladas con cuestiones personales que afectan al abogado elegido.

Párrocos inocentes
Párrocos inocentes

Todo se complicará aún más si cabe si, a la hora de elaborar el escrito formal de su defensa, aparece, para coronar el pastel, el fantasma del secreto pontificio y, en un tiempo en extremo breve para conocer el contenido probatorio real de las actas, ha de articular su defensa. ¡’Cosas veredes, amigo Sancho’!

Por fin, el sacerdote recibe una primera noticia esperanzadora. El Juzgado de instrucción correspondiente decreta el sobreseimiento y archivo de las actuaciones así como el levantamiento de las medidas cautelares acordadas en su día. Y lo hace, entre otras razones, en base ‘a las versiones contradictorias que el menor ha dado durante el procedimiento’ y por que ‘es más que probable que se hubiesen tergiversado o incluso sobredimensionado por dicho menor’ los supuestos episodios alegados.

Posteriormente, en la jurisdicción canónica, el obispo, en el Decreto correspondiente, reconoce que no se encuentran indicios suficientes para considerar verosímil (c. 1717) la comisión de delito alguno y, por tanto, se decreta que no se ha de promover proceso penal alguno ni tampoco someter la cuestión al discernimiento de la Congregación para la Doctrina de la fe.

El problema se centra en quién devuelve la paz de espíritu a ese sacerdote. Y, no sólo eso: ¿Cómo se restituye la buena relación del sacerdote con su obispo? ¿Cómo se le compensa del daño experimentado en su posición y credibilidad en la parroquia y en otros ámbitos en los que, por ejemplo, estuviera prestando servicios pastorales? ¿Quién ha de satisfacer el coste del necesario apoyo psicológico para salir del atolladero en que se pueda encontrar? ¿Quién ha de correr con el gasto generado en la defensa del sacerdote?

Muy complicada respuesta, siempre difícil, pero necesaria. Por desgracia, se sabe que la Iglesia nunca se ha distinguido por la sensibilidad ante estas cuestiones. ¡Marginación del evangelio!

Aunque ahora parece que algunos no quieren hablar de víctimas, hoy voy a llamar la atención, una vez más, sobre las víctimas olvidadas del abuso sexual del clero. En concreto, sobre los sacerdotes denunciados, sometidos a investigación preliminar (c. 1717), resultado de la cual se estimó que no debían ser sometidos a un proceso penal ni siquiera al discernimiento de la Congregación para la Doctrina de la fe. Archivo (c. 1719) y punto final. Y, si te he visto, no me acuerdo.

Detrás de esta aparente normalidad, o de esta supuesta liberación, se ocultaba, en más ocasiones de lo que hubiera sido deseable, otra realidad vergonzosa:  el maltrato otorgado  al sacerdote denunciado, que lo convertía en otra víctima más. Esta situación victimaria  era provocada precisamente por quienes, sin que hubiese mediado un mandato previo, debidamente informado, pretendían  arrogarse el control absoluto de la situación puesta en marcha con la denuncia. En concreto, por el obispo y el instructor del procedimiento. Un procedimiento de esta naturaleza reclama, a la vez de dosis altas de experiencia, una especial sensibilidad para el trato con el sacerdote denunciado, que no siempre se atesoran. El obispo, en concreto, corre el riesgo, al implicarse abiertamente en los vericuetos procedimentales, de perder para siempre la posibilidad de ejercer con el sacerdote denunciado como padre y hermano. Función, a la larga, esencial y de una gran trascendencia.

Es una obviedad. La mera noticia en los medios de un posible abuso sexual contra un menor, cometido presuntamente por un sacerdote, causa, además del consabido escándalo y la pérdida de credibilidad y fiabilidad de la Iglesia, la aniquilación personal del sacerdote denunciado, máxime si él se sabe inocente. En diócesis, relativamente pequeñas, se asiste a un verdadero terremoto cuyas hondas expansivas llegan a todos los órdenes y ámbitos. Cunde el desánimo, se eleva a cuotas máximas la capacidad acreditada para el ‘chismorreo’ en el ámbito religioso, todo el mundo se pone nervioso e, incluso, como se ha comprobado en ciertas ocasiones, el propio obispo da la impresión de empeñarse en perder la serenidad. Todo ello propicia, en definitiva, que se pueda consolidar, como ha ocurrido a veces, una actuación, calificable de kafkiana. Esto es, de absurda, angustiosa e incomprensible, que siempre acaba convirtiendo al sacerdote denunciado en una víctima más del denominado ‘culto sacrílego’ (Francisco).

Es entendible que un sacerdote, que se encuentra inmerso en esta situación, experimente todo tipo de temores, se sienta muy confuso y vea todos los caminos bloqueados. Su estado anímico y  psicológico no parece el más idóneo para confiar en quienes también aparecen ante él como informantes y defensores del denunciante y, a la larga, como juzgadores de la grave situación planteada. Le asalta obsesivamente una duda que no puede disipar: ¿Será imparcial  el obispo, le juzgará con  objetividad y le defenderá frente a la denuncia, que él estima falsa? Es explicable, atendidas las circunstancias y los protagonistas concurrentes, que todo lo vea  en un mar de confusión, que dominen los miedos que paralizan, y que aparezcan la angustia y hasta el terror. Tampoco ha de extrañar que se pregunte, ante las evidentes contradicciones, ¿por qué el obispo no aprecia la situación que se ha creado? Por supuesto, no hallará la respuesta liberadora, que necesita. Todo le parecerá incomprensible, pero, al mismo tiempo, cierto.

Era muy corriente, quizás  propiciado por el tenor literal de la legislación canónica y por la que era práctica habitual en la Administración eclesiástica, dar al sacerdote denunciado una información, orientada en una exclusiva dirección: Como la denuncia era claramente verosímil, los resultados de la investigación que se practicase se comunicarían a la Congregación para la Doctrina de la fe y ésta indicaría el ulterior procedimiento penal, judicial o administrativo, a seguir. Este itinerario procesal, aunque constituyese un error de información, se le imponía al sacerdote denunciado con claridad meridiana. 

También ha sido práctica frecuente en la Administración eclesiástica el ofrecer al sacerdote denunciado  los servicios profesionales de algún abogado adscrito a la Curia diocesana. Éste podía asumir la defensa del sacerdote en el procedimiento penal estatal. El riesgo, nunca desechable, podría originarse si se cometía, aunque fuese con buena voluntad, un mal entendimiento de la función del abogado, sobre todo en sus relaciones con el obispo. El abogado se debe siempre a la confianza puesta en él por el sacerdote denunciado para realizar la legítima defensa de sus intereses. No se debe nunca al obispo, a quien no ha de informar sobre aspectos o circunstancias presentes en el procedimiento o diligencias penales estatales. No siempre, desde mi experiencia, se resiste a la tentación episcopal de recabar información sensible  respecto del sacerdote denunciado a través de la mediación del abogado. Lo cual, si llega a conocimiento del sacerdote denunciado, tendrá un efecto altamente demoledor en el sentido de retirar a todos su confianza y  destruir la imparcialidad episcopal.

Como he dicho anteriormente, la situación originada por una denuncia de esta naturaleza puede afectar, a veces, a la serenidad y buen temple del mismo obispo, molesto porque se ha alterado la tranquilidad de su vida. No es descartable, ni mucho menos, que, en ese contexto, el obispo, en el trato con el sacerdote denunciado, cometa el despiste o el error de manejar información que sólo ha podido obtener a través del abogado en la vía penal estatal. En tal caso, el desastre  se hará realidad. Saltarán todas las alarmas. El sacerdote denunciado, profundamente indignado, romperá la baraja, cortará por lo sano y decidirá nombrar nuevos Letrados que le defiendan en las respectivas jurisdicciones.

Pues bien, es muy posible y lógico que el sacerdote denunciado, en la primera entrevista con quien ha pensado como su abogado del futuro, caiga en la cuenta, con auténtica indignación, que había sido mal informado por el obispo y el instructor. Ahora descubrirá que, a tenor del criterio de la doctrina canónica, la investigación previa podía arrojar unos resultados que llevasen al Obispo diocesano responsable a decretar su archivo y sin tan siquiera someterla al discernimiento de la CDF. La razones podrían ser múltiples: porque aparezca plenamente acreditada la inocencia del sacerdote investigado, porque aparezca claro que la denuncia inicial no es digna de crédito y carece de fundamento, porque se esté ante una manipulación o una denuncia falsa. En todo caso, esta nueva perspectiva que se le abre, y que ni siquiera le había sido insinuada, acrecentará su indignación, se sentirá engañado y manipulado, no verá más que fantasmas y, totalmente desconcertado, no creará ya, nunca más, en la imparcialidad de quienes le vayan a juzgar en el futuro.

Si todo lo anterior no fuese mareante y absurdo para cualquiera, hay que subrayar que, a veces, el nombramiento de abogado defensor del sacerdote denunciado para la investigación preliminar, elegido por él, puede complicarse sobre manera. Ha habido casos en que se ha tenido que llegar a Roma. Todo eran dificultades en base a cuestiones estrictamente personales y en base a concepciones restrictivas del derecho defensa. En definitiva, al sacerdote denunciado e investigado se le obliga a permanecer con el alma en vilo  ante la demora de la respuesta y ante la incertidumbre del fin de la investigación. Todo ello se complicará aún más si cabe  si, a la hora de elaborar el escrito formal de su defensa, aparece, para coronar el pastel, el fantasma del secreto pontificio y, en un tiempo en extremo breve para conocer el contenido probatorio real de las actas, ha de articular su defensa. ¡’Cosas veredes, amigo Sancho’! 

Como ha ocurrido en varias ocasiones, tampoco se ha de excluir que, por fin, el sacerdote denunciado recibe una primera noticia satisfactoria para su posición personal y procesal. En efecto, el Juzgado de instrucción correspondiente decreta el  sobreseimiento y archivo de las  actuaciones así como el levantamiento de las medidas cautelares acordadas en su día. Y lo hace, entre otras razones, en base ‘a las versiones contradictorias que el menor ha dado durante el procedimiento’ y  por que ‘es más que probable que se hubiesen tergiversado o incluso sobredimensionado por dicho menor’ los supuestos episodios alegados. Es imaginable el estupor que este hecho, dada la increíble seguridad manifestada por el obispo e instructor de estar, sin duda alguna, ante una denuncia verosímil y que, por tanto, tendría el itinerario procesal ya relatado, causaría en los ámbitos eclesiásticos, próximos al obispo. Me temo que barruntarían el peligro.

Posteriormente, en la jurisdicción canónica, el obispo, en el Decreto correspondiente, reconoce que no se encuentran indicios suficientes para  considerar verosímil (c. 1717) la comisión de delito alguno y, por tanto, se decreta que no se ha de promover proceso penal alguno ni tampoco someter la cuestión al discernimiento de la CDF. ¡Se hizo justicia! 

Archivado el asunto (c. 1719), el problema se centra en quién devuelve la paz de espíritu a ese sacerdote. Y, no sólo eso: ¿Cómo se restituye la buena relación del sacerdote con su obispo? ¿Cómo se le compensa del daño experimentado en su posición y credibilidad en la parroquia y en otros ámbitos en los que, por ejemplo, estuviera prestando servicios pastorales? ¿Quién ha de satisfacer el coste del necesario apoyo psicológico para salir del atolladero en que se pueda encontrar? Es evidente, por otra parte, que el sacerdote sufrió un importante coste económico, no buscado ni querido por él. Tuvo que hacer frente al pago de los dos letrados, que ejercieron su defensa. ¿No les parece que la diócesis en cuestión debió asumir este coste, al menos en una parte muy significativa?

Muy complicada respuesta, siempre difícil, pero necesaria.  Por desgracia, se sabe que la Iglesia nunca se ha distinguido por la sensibilidad ante estas cuestiones. ¡Marginación del evangelio!

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