"Crecer en paz, discrepar fielmente, aprender lo diferente" Vivir en la frontera
Quien lea este libro, verá que está más que atinado el título del mismo. "Vivir en la frontera" es ni más ni menos de lo que se trata y de lo que trata el autor. Es importante que el lector repare en esto, pues en mi opinión es lo que define el valor central del libro.
Nadie suele vivir en la frontera. Ella marca el límite de dos o más territorios, gente que se encuentra de lado de acá o del lado de allá, separados. Decidirse a "vivir en la frontera" resulta, para quien lo hace, una novedad y también para quienes le observan de una y otra parte. Situarse en la frontera es estar entre las dos partes, en trato y diálogo con unos y con otros, haciéndose morador y experto de un territorio distinto, que se caracteriza por el cruce, la mezcla y la superación del aislamiento recíproco. La mirada del que vive en frontera abarca las dos partes y el corazón borra muchas distancias de quienes transitan de una a otra parte.
Por ley de vida y formación, Juan Masiá desarrolló una parte de su vida dentro del territorio que le vió nacer. Ese territorio es España, su patria geográfica y espiritual, inscrita desde siglos en la historia milenaria del catolicismo. Y, como a todos, también a él le tocó fraguar sus personalidad desde las pautas dominantes en la cristiandad, que se entendía como un todo indivisible, bajo el lema de que la "religión católica es la única verdadera" y "fuera de ella no hay salvación". Un territorio definido, que marcaba a los de adentro y a los de afuera el comportamiento a seguir.
No es ese el mapa que figura en la enseñanza de Jesús de Nazaret. El habla de un Dios universal, Principio y Fin de todos, de amor omniabarcante, que no dejaba a nadie fuera, en territorio extraño o enemigo, y que pedía a todos "vivir como hermanos", aunque la existencia individual hubiera de transcurrir en los mil rincones, parajes y colores del cosmos y de la historia. La diversidad en expresar la existencia, el lenguaje, y la cultura era connatural con la primigenia unidad de todos. Por debajo de la diversidad, no menos que por debajo de la unidad, transcurría callada la presencia vivificante del Dios Amor: todos en Uno.
Esta unidad universal de territorio se eclipsó y emergió absolutizada la particularizada diversidad. La particularidad se encerraba en sí, se autoenaltecía como única, con el destino manifiesto de guiar, modelar y subordinar a todas las otras. En la Iglesia católica, y en todas las demás religiones, no fue esa la inspiración original, pero con el tiempo se hizo santo y seña en todas las religiones y en las naciones que a ellas unían su historia y destino.
El resultado es el que históricamente hemos conocido: separación, incomunicación, desconocimiento, exclusión, hostilidad, guerra. El mundo, criatura del UNICO Dios creador, se clasificó como criatura múltiple, enemistada y fragmentada, creyendo -¡oh paradoja! - tener que hacerlo así por seguir al Dios único y verdadero. Fueron las religiones que, autodivinizadas en sus propios territorios, disputaban y guerreaban por negar legitimidad de territorio a las otras.
Este es el mal histórico, heredado, pegado a la espalda de todos. Y, desde hace décadas, para algunos desde siempre, la miopía autoterritorial comenzó a desvanecerse, y creció hasta sobreponerse otra mirada limpia, más universal.
"Vivir en la frontera" no se puede hacer si uno no se embarca para salir del propio territorio, conocer los otros, admirarlos, escucharlos y aprender de ellos. Simplemente: en el mundo estamos todos, los unos junto a los otros, idénticos como seres humanos, diversos en el contorno geográfico y cultural que nos forma, pero todos unidos en un mismo comienzo y destino, con una misma dignidad y valores.
Pero este descubrimiento hay que probarlo y hoy, más menos, lo probamos casi todos: salimos del aislamiento y de la ignorancia mutuas, de la auotoexaltación infantil y boba y nos paramos a gozar del cosmos y de la humanidad entera.
Creíamos estar solos, y ser más que los demás. El espejismo se deshizo y abrimos los ojos y no pusimos a contemplar, revisar y reacomodar todo el cuadro vivencial de nuestra personalidad.
Ha sido la experiencia de Masiá: trascender por una parte el propio territorio, abrirse al de los demás, conocerlos y respetarlos y, por otra, cuestionar el propio, quitando barreras y trincheras y ensayando nuevos caminos.
¡Ay, el Vaticano II y todo lo que en su larga preparación le precedió! ¡Y ay lo que de programada y pertinaz restauración le siguió! Muchos sufrieron hasta que volvió la reacción y la plaudieron; otros apostamos por la renovación. Y entre unos y otros hacemos el momento presente, en contienda a veces dura y agresiva, nada fraternal. Con la particularidad de que los perdedores iniciales del Concilio son hoy los ganadores, y los ganadores de entonces son ahora los perdedores.
Leyendo a Masiá se avanza, casi insensiblemente, en esta tarea suave de pedir cuentas primero a sí mismo, de no autoengañarse ni enfatuarse, de relativizar y revisar lo propio, de valorar y atender los puntos de vista del otro.
Las religiones han cultivado el demonio del particularismo, del desprecio, del absolutismo y del autoengreimiento. Lo llevamos dentro y hay que descubrirlo, reconvertirlo y expulsarlo. Y, desde esa actitud, con humildad, pero con sinceridad y valentía, iremos señalando punto a punto las muchas cosas que, rayanas a veces en tonta vanidad, hemos -de buena fe por supuesto-defendido.
El libro de Masía es una herramienta teológica y pedagógica para recorrer primero de todo el territorio propio, tierra adentro. Es mucho el campo, la llanura y los montes y por ellos hay que volver a transitar para rectificar vías y anular recovecos sin salida. El lo hace, suavemente, sin herir, con recurso al Evangelio, a la Escritura, a la Tradición, el Magisterio, al Pueblo, a los Santos y, más hacia nosotros, a la Modernidad, al Vaticano II y al forzado retroceso de este último tiempo. Pero, comienza por aplicarlo - y se ve que lo ha vivido- a sí mismo. Nadie da lo que no tiene, nadie puede vivir en la frontera sino sale de la propia, nadie puede hablar de renovación si él no se ha renovado.
Es la premisa para ir releyendo, con nuevos ojos el Evangelio, no ilusoriamente, sino desde la ayuda preciosa de la nueva Exégesis bíblica, teológica, pastoral, testimonial e incluso martirial del pueblo de Dios.
Masiá no abdica de su identidad cristiana, ni erige en tesis lo de "todas las religiones son iguales", "todas valen lo mismo". Cada religión tiene raíces comunes con las demás y es distinta y, de ahí, la necesidad del diálogo para un mutuo aprender, en todas ellas alienta el espíritu de Dios, en todas hay caminos de realización y salvación y en todas encontramos las grandes causas humanas por las que trabajar y luchar juntos.
No es preciso que lo diga, pero a Masiá le ha resultado más fácil caminar, dialogar y progresar fuera, que en el territorio propio. Dentro se tiene mucho miedo a revisar, disentir y a hablar con libertad. La inseguridad activa los hilos de alarma y de la represión. El momento presente demuestra que, aun siendo mucho lo bueno y lo avanzado, reaparece fuerte el gregarismo y la sumisión.
El autor, en actitud serena y alegre de fraternidad, invita a compartir con él la frontera, a asomarse y comprender el mundo entero, a afrontar la incomprensión por presentar la verdad del Evangelio y hacer más idónea de ella a su Iglesia católica, a no pararse y a seguir mirando el futuro con esperanza. Quien así lo haga, quizás podrá saborear lo que es: convivir en paz, creer con sensatez, discrepar fielmente, aprender de lo diferente.
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