Antonio Aradillas Francisco, el Papa reformador
(Antonio Aradillas).- El papa Francisco pasará a la historia con sobrenombres, apodos, títulos, tratamientos y patronímicos ciertamente caudalosos y multicolores. Sus actividades pastorales, intenciones, concepción, ideas y proyectos de Iglesia ofertan sobradas oportunidades y argumentos para que fieles, y en su día, historiadores, justifiquen con la mayor exactitud posible la verdad del tratamiento o mote elegido.
Tema tan amplio y sugerente merece y reclama la atención bibliográfica por mi parte, entre otras, con las reflexiones siguientes:
Los sobrenombres aplicados a persona y personalidades suelen ser obra del pueblo- pueblo, aunque en ocasiones la labor difusora y educativa sea de sus dirigentes, y los medios de comunicación los "canonice" y les confieran ciertas dosis de reconocimiento también oficial. Tanto positiva como negativamente -para bien o para mal- , el pueblo es el titular y rebautizador del sujeto al que le aplica el nombre nuevo, y aún sus apellidos. Los ejemplos que brinda la historia de la Iglesia en concreta relación con los papas, son objetivos y espectaculares.. Dicen, confieren y confirman la verdad de sus vidas y comportamientos, con igual, o superior, firmeza a la que teóricamente ellos mismos pretendieron acceder, al elegir sus denominaciones pontificias con sus respectivos números y adjetivos cardinales.
La historia de los sobrenombres de los papas, las motivaciones que inspiraron la selección de los mismos,, y el ajuste, concierto y acomodo de sus vidas a sus nuevas exigencias semánticas, constituye capítulo importante en sus respectivas biografías , con inevitables sorpresas para propios y extraños. Pero las circunstancias son las que son y estas, a veces, y en las más devotas parcelas de la religiosidad y aún, por lo demás, de la intrincada política terrenal por eso de los "Estados Pontificios", antiguos y modernos, han de hacerse presentes, aún a pesar de los buenos y decididos propósitos que alentaran la renovación del compromiso con la fe, conferida por el santo bautismo y en las claves y preceptos referidos en su ritual.
Entre los innúmeros y elocuentes "apodos" que distingue, y distinguirán, al papa Francisco, el de "reformador" parece ganar la carrera de la aceptación, lo mismo dentro que fuera de la propia Iglesia. Solo el nombre del homónimo de Asís, con mención ociosa para sus posibles adjetivos numerales, es programa pastoral y de entrega a las exigencias eclesiales con todo el rigor y postulados del santo evangelio. Al santo de Asís ni siquiera fue la pobreza su principal vocación y su capital "religioso". Lo fue su llamada divina a la reforma-renovación de la Iglesia , deteriorada, y a punto de derrumbamiento, en las ensoñaciones en las que Dios les abría y facilitaba los caminos de su conversión y nueva vocación como cristiano laico, y como responsable del grupo de seguidores y seguidoras comprometidas con sus ideas y proyecto de vida.
El reconocimiento oficial de grupo tan original, y poco o nada ortodoxo por parte del papa a quien le correspondía su aprobación o reprobación, se debió fundamentalmente a la interpretación que del sueño -"palabra de Dios"- realizó el Sumo Pontífice, convencido de que "el loco de Asís" se hallaba a la cabeza de quienes impedían el derrumbe de su basílica de san Juan de Letrán, signo, "santo y seña" de la pervivencia de la Iglesia en Roma, corazón de la cristiandad. "Francisco" y "reforma" son conceptos, idearios, programas y testimonios, gracias a los que fue posible el movimiento del franciscanismo y la selección de su nombre por el papa actual, llegado a Roma "allende los mares", y de los confines del mundo.
"Francisco, el papa reformador" encaja a la perfección entre los títulos que lo distinguen, y lo distinguirán, en la historia eclesiástica. Con el convencimiento y aceptación consiguiente, de que toda reforma, si pretende serlo de verdad, ha de ser martirial, invita a "alabar al Señor" comprobar que el nuevo Francisco se halla en plenitud de deseos e intenciones de afrontar tan sacrosanta tarea con seguridad, con fe, con misericordia, audacia y capacidad de perdón, sin cejar en su empeño, pese a las dificultades que surjan aún en los estamentos, teóricamente al menos, celadores oficiales de conservar y alentar la puridad y vigencia del evangelio como motivo principal, y fin y destino de la Iglesia.
Son tantas, tan desproporcionadas y hasta poco o nada lógicas y racionales las reacciones que se registran y manifiestan en los sectores aludidos, en las cumbres, sobre todo, curiales, que a no pocos cristianos de a pié, a la vista y comprobación de toda clase de documentos y de testimonios, les da la impresión de que el papa habrá de acelerar aún más del ritmo de la reforma de la Iglesia con mayor, más honda y extensa prontitud y presura. Y es que hay cosas- cosas muy importante que a grito limpio demandan reforma- refundación en la Iglesia, si se pretende que deje de ser "cueva de ladrones" y sea de verdad testimonio de Cristo y respuesta de salvación y de vida para propios y extraños, tal y como interpreta, vive y evangeliza el papa Francisco.
Convencimientos tan sustantivos como estos llegan a explicar que en algunos estamentos se echen de menos medidas más audaces y extraordinarias que las hasta ahora promovidas por el papa, para cercenar los movimientos que siguen añorando tiempos pasados en los que "en el nombre de Dios actuaban de sátrapas y jerarcas al servicio de intereses propios o de grupos, por muy "espirituales" que se presentaran y para los que algunos no rechazan la purificadora intención y práctica de su correspondiente excomunión y anatemas, de los que ellos mismos, hasta el presente, y sin posibilidad alguna de recursos ni humanos ni divinos, hicieron uso y aplicaron con frivolidad e impudicicia "canónicas".