"El triunfo se da en lo invisible y es de orden infinitamente superior porque es eterno" Raniero Cantalamessa: ¿Un viernes santo de resurrección?

Raniero Cantalamessa
Raniero Cantalamessa

"El Viernes Santo, en una de las celebraciones más importantes de la liturgia católica, la celebración de la pasión del Señor, me volvió a sorprender y me cogió con el paso del pie cambiado porque no habló de la pasión y muerte de Cristo, sino que lo enfocó desde la Resurrección"

"El dolor y el sufrimiento de la cruz como la omnipotencia de Dios tiene que trascender la cruz y ahí entra la Resurrección porque su poder lo vemos en cómo se presenta habiendo vencido a la muerte"

"Hasta las rodillas del Viernes Santo se postran ante la gloria del Domingo de Resurrección. Así es Cristo, profundo y transformador, paciente y sigiloso. FELIZ PASCUA DE LA RESURRECCIÓN"

El Viernes Santo estaba algo apesadumbrado. Ver a un mundo herido, en un callejón sin salida, duele, y te preguntas el por qué de tanto mal, de tanta miseria institucionalizada y no sabes realmente qué pinta el Dios crucificado en todo esto. Todos los años, una y otra vez, queremos que cada Semana Santa marque un punto de inflexión para que nos convirtamos en verdaderos cristos, no sólo de boquilla y de buenas intenciones, sino en acciones y compromisos claros, con una determinación que perfore la base de la injusticia en el mundo.

Observar al Papa Francisco encorvado, débil, nos deja más huérfanos ante tamaña situación. Su voz entrecortada es de las pocas que nos quedan que se asienta en la verdad más profunda del hombre, de su historia y de sus miserias. Sin embargo, y ese es el poder de la Iglesia, podemos hallar otras voces, otros testimonios que inspiran a vivir de otra forma, que nos animen a continuar en la brecha de los afligidos del mundo, de los heridos sin retorno.

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Pasión

Y ahí, como todos los años, apareció la figura de una persona mayor, apacible, sabia y tranquila como es la de Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia desde 1980 en los pontificados tan distintos y variopintos como los de un Wojtyla, un Ratzinger o un Bergoglio. Cuando habla se produce en el auditorio una atención casi mística. El año pasado sorprendió a propios y extraños al introducir a Nietzsche, el filósofo del ateísmo, del Dios ha muerto entre los pilares del Vaticano. Siempre me he preguntado qué vida de estudio y oración llevará en su día a día, qué nivel de compromiso y solidaridad se aplicará para hablar de esa forma, con tanta seguridad y humildad.

El Viernes Santo, en una de las celebraciones más importantes de la liturgia católica, la celebración de la pasión del Señor, me volvió a sorprender y me cogió con el paso del pie cambiado porque no habló de la pasión y muerte de Cristo, sino que lo enfocó desde la Resurrección. A medida que iba hablando creía que estábamos celebrando el Domingo de Resurrección, que nos habíamos adelantado a la Pascua como si tuviésemos prisa de que el mundo recibiera de una vez lo único que se resiste en asumir y es que la vida es más fuerte que la muerte, que el mal siempre será vencido desde la humildad, la misericordia y la paz.

Toda su exégesis comenzó con la siguiente cita del evangelio de Juan: “Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que YO SOY” (8,28). ¿Cómo y cuándo será levantado? El hecho es claro, ese YO SOY adquirirá efectividad y realización plena en la cruz. La omnipotencia de Dios, porque Jesús es Dios, será mostrada a partir de la carga que la humanidad, los hombres harán sobre Él. Dios podría pararlo porque puede hacerlo, llevarlo a cabo, que la humanidad pasara por el redil que Dios quiere, pero no elige imponer su voluntad, sino más bien mostrarse respetando la verdadera lógica y carta de presentación de la libertad humana.

Aquí tenemos la primera contradicción, lo que nos conmueve. Las palmas del Domingo de Ramos bendicen a un Mesías que tiene que mostrarse a partir de la imposición y la violencia. Al no hacerlo, al no defenderse, al dejar hacer al hombre, es llevado al calvario. De ahí se deriva la consecuencia última y subsiguiente que nos deja, a juicio de Cantalamessa, perplejos: “La verdadera omnipotencia de Dios es la impotencia total del Calvario”. Todo el trazado hasta el monte Gólgota vendrá impregnado desde un absoluto silencio, un asumir la voluntad de Dios hasta sus últimas consecuencias. Isaías, en los textos de toda la Semana Santa, lo describe y lo intuye a la perfección: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron”. Y apostilla la descripción en el silencio de Dios: “Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero” (Isaías, 52, 13-25). 

Viernes santo

El dolor y el sufrimiento de la cruz como la omnipotencia de Dios tiene que trascender la cruz y ahí entra la Resurrección porque su poder lo vemos en cómo se presenta habiendo vencido a la muerte. He aquí el punto central del cardenal. En la misma cruz refleja el poder de diluirse, disolverse, pasar desapercibido, “porque se deja de lado”, se borra para ser juzgado, siendo inocente, como el peor de los malhechores, sin mover un dedo. Ahora bien, la Resurrección, el triunfo de Dios, de Cristo sobre la muerte, va a seguir el mismo camino y es en la Pascua donde entendemos realmente el significado último de la cruz. Aquí alcanza la interpretación su punto de excepcionalidad: “Una vez resucitado, Jesús se aparece sólo a unos pocos discípulos, fuera del foco de atención.

Con esto quería decirnos que después de haber sufrido no debemos esperar un triunfo externo, visible, como la gloria terrenal. El triunfo se da en lo invisible y es de orden infinitamente superior porque es eterno. Los mártires de ayer y hoy son testigos de ello”. Pensemos por un momento desde una lógica humana y mundana. El reverso estaría dado. Jesús se mostraría iracundo, se burlaría de sus acusadores y jueces, con ignominias públicas, los sometería a un juicio a la vista de todos, sin importarle su situación y su historia. Actuaría, aplastaría sin contemplación alguna, señalando y condenando sin contemplar las vicisitudes de los corazones ajenos. Todo lo contrario.

Aquel que muere en la cruz, callado y violado, escupido e insultado, resucita con una humildad absoluta, con sigilo, desde el silencio y el respeto, para que las cosas cotidianas sigan su curso, pero siendo el espíritu, nuestras entrañas las que se transformen. La resurrección, pues, no es una revancha que humilla a sus oponentes, dado que “no aparece entre ellos para demostrarles que están equivocados ni para burlarse de su ira impotente, sino que la preocupación de Jesús resucitado no es confundir a sus enemigos, sino ir inmediatamente a tranquilizar a sus discípulos desmayados y, antes que ellos, a las mujeres que nunca habían dejado de creer en él”. 

Es aquí cuando Jesús demuestra que es Dios, su plenitud, su verdadera esencia, su definición y desarrollo hecho uno de nosotros y, por tanto, su escándalo, su carácter ilógico. De su boca no sale en ningún momento una palabra de venganza, de ajuste de cuentas. Por el contrario, sale al reencuentro con sus discípulos, que lo abandonaron, huyendo producto del miedo y del temor. Cuando los ve, los acoge y tranquiliza, incluso a Tomás no le recrimina nada, simplemente coloca sus dedos en sus llagas, y por sus llagas renacen, resucitan en el amor eterno de Dios a los hombres a través del sacrificio de la cruz. Dicho sacrificio sólo es completado y entendible desde el horizonte de la Resurrección. ¿Dónde se da la victoria final sobre la muerte?

En un punto: si transformamos el sufrimiento en vida, en plenitud, en un confiarse absolutamente de Dios, como dice Francisco, cogiéndole la mano, fiándote del Señor, transitando tus miserias y cruces con alegría y esperanza. Frente al mal, bien, frente al pecado, virtud, frente a la antipatía, una sonrisa, frente una puñalada por la espalda, comprensión y diálogo. Puede parece inhumano, puesto que, en parte, lo es. Sin embargo, de la mano de Jesús se transforma y se transciende a todas esas situaciones que nos clavan en la realidad sin posibilidad de levantarnos, al conseguirlo, estamos resucitando. Sólo Jesús tiene respuestas para lo más profundo que anida en nosotros: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y os aliviaré” (Mateo, 11,28). Jesús se nos presenta abriéndose en canal y nos dice, dejaos de vuestra omnipotencia, y probad mi omnipotencia del amor.

Con ella se transforman todas las realidades humanas, mis acciones, mis hábitos, mis proyectos, mis palabras, mis presencias… Ahora sólo falta que despertemos y que no nos quedemos dormidos, que nos creamos este acontecimiento que es, sin lugar a dudas, el mayor de la historia. El Papa Francisco, de su puño y letra, nos lo recordaba en su Vía Crucis, desde el silencio, desde la enfermedad, desde sus cruces, desde sus debilidades, pero con claridad y amor fraterno de padre, nos advertía: “Cuántas veces, como los discípulos, en lugar de velar, me dormí, cuántas veces no tuve tiempo o ganas de rezar, porque estaba cansado, anestesiado por la comodidad o con el alma adormecida”. Que la Resurrección del Señor nos llame a transformar nuestras miradas clamando justicia, dándonos a los que se hunden en el abismo de su existencia, para que seamos luz, luciérnagas en las diversas tinieblas de nuestro mundo. 

Papa en viernes santo

Acabo estas líneas con el tañido al fondo de las campanas de la vigilia pascual, la fiesta de la luz, la fiesta que proclama la victoria de la vida definitiva sobre la muerte pasajera y temporal. Hasta las rodillas del Viernes Santo se postran ante la gloria del Domingo de Resurrección. Así es Cristo, profundo y transformador, paciente y sigiloso. FELIZ PASCUA DE LA RESURRECCIÓN

José Miguel Martínez Castelló

Doctor en Filosofía y profesor de Filosofía, Religión y Psicología del Patronato de la Juventud Obrera (PJO) de Valencia

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