Hay que redescubrir que las religiones son también depósitos de compromiso y de esperanza Un cristianismo para la era secular y post- secular
La libertad individual, no está inicialmente frenada más que por la libertad de los otros y algunas reglas indispensables al vivir juntos. Pero es una libertad vacía, sin contenido, una libertad negativa, una libertad que nos expone a toda suerte de alineaciones y a dependencias
En Europa occidental las Iglesias católica y protestante han aprendido poco a poco a integrar su autocomprensión en el hecho de que no representan ya en la actualidad, ellas solas, las normas de lo religioso en la era secular y ya, aunque en germen en España, todavía, la era post - secular
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto que estarían en contra de ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran sido legalizadas
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto que estarían en contra de ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran sido legalizadas
| Javier Elzo
La 'ultra modernidad' (que otros denominan 'era postmoderna' y que, en el contexto de lo religioso, nosotros preferimos el termino de 'era post-secular'), es el resultado de todo un proceso que ha conducido al ser humano occidental a buscar emanciparse de numerosas coacciones colectivas, religiosas y otras, que limitaban su libertad individual. Hoy, esta última, no está inicialmente frenada más que por la libertad de los otros y algunas reglas indispensables al vivir juntos.
Pero esta libertad está vacía, no tiene contenido, es una libertad negativa, una libertad que nos expone a toda suerte de alineaciones y a dependencias, una libertad qué siendo objeto de manipulaciones exteriores nos lleva al fundamentalismo del mercado y al dictado de lo tenido por correcto. En una sociedad liberal la cuestión del sentido de la vida es reenviada a la esfera privada, a la intimidad de cada uno, pues la sociedad, en ella misma, no es portadora de sentido. La sociedad, aunque divinizada, está radicalmente secularizada.
En la sociedad occidental ultramoderna, (EEUU, Francia, Gran Bretaña, Alemania y centro Europa, los países nórdicos, y gran parte de España), la radicalización incluso de la secularización está conduciendo a lo religioso al corazón de la vida colectiva pública. Es un retorno activo, no siempre visible, de la participación de los actores e instituciones religiosas en la elaboración del bien común individual y colectivo, mientras que se ha creído poder encerrar lo religioso en la conciencia individual privada y en la práctica de ritos al interior de los edificios de culto. Es la exculturación sociocultural y política de lo religioso. Algo a lo que nunca el cristianismo ha querido reducirse. Un retorno que acepta inscribirse en el marco del debate público democrático y que no demanda nada de particular más que de participar, al lado y con los otros, en una discusión colectiva sin que la calificación religiosa de los contribuyentes sea un motivo de descalificación o de marginalización. Tampoco de supremacía.
¿Por qué hablamos de una radicalización de la secularización? Porque los ideales seculares que hemos tenido tendencia a presentarlos como alternativas a los ideales religiosos se encuentran ellos mismos desencantados. Ya no es la creencia en las promesas políticas la que viene a reemplazar la creencia en las promesas religiosas; tampoco la creencia en la autoridad de los “maîtres d'école” (grandes intelectuales) se sustituiría a la de los sacerdotes; el reconocimiento del profesionalismo de los asistentes sociales reemplazaría el compromiso existencial de las mujeres y hombres de caridad; la confianza acordada a los técnicos y sabios reemplazaría aquella acordada a los saberes y técnicas tradicionales. Pues todas estas autoridades seculares están ellas mismas quebrantadas, puestas en discusión.
Esta secularización de los ideales seculares es particularmente neta en el dominio de la política, con el aumento del desenganche e incredulidad de los ciudadanos hacia la política, hacia los políticos, como muestran Informes Internaciones, incluso con afán prospectivo. Pienso, por ejemplo, en el Informe de Tendencias Globales” que publicó en marzo pasado el Consejo Nacional de Inteligencia de EE UU. En tal coyuntura es llamativo constatar que, tanto en los filósofos y sociólogos agnósticos o ateos como André Comte-Sponville, Jürgen Habermas, Salvador Giner, Edgar Morin, como en los inscritos en una tradición religiosa como Paul Ricoeur, Pierre Manent, Jesús Martinez Gordo, Andrés Torres Queiruga, encontramos diversas formas de reconsiderar el ámbito y el papel de lo religioso, en el marco de las sociedades secularizadas y pluralistas de hoy, en el sentido de un reconocimiento de la legitimidad de su participación en los debates públicos a condición que no quieran imponer nada. Entiéndase bien.
No se trata de una vuelta de lo religioso en el sentido en el que se volvería a un estado anterior a la “era secular” que diría Charles Taylor, en las relaciones Iglesia-Estado, cómo si las religiones volvieran a recuperar el poder sobre la sociedad y los individuos. Este último planteamiento solamente es sostenido por los nostálgicos de la “era de cristiandad” que, afortunadamente, no ha de volver. En la actualidad, se trata de reconfigurar el espacio y el papel de lo religioso en las sociedades radicalmente secularizadas dónde las promesas seculares están, ellas mismas, desencantadas.
El cristianismo en medio de la modernidad desencantada
En tal coyuntura, tanto lo religioso como que lo secular evolucionan y reajustan sus relaciones: un cristianismo cada vez más desmitologizado y valorando, defendiendo y postulando su ética universal de la fraternidad, “el ethos del amor” universal e incondicional, como sostiene Hans Joas, este cristianismo encuentra positivamente una política o un político desescatologizado y desencantado en la búsqueda de fuerzas convincentes y motivantes para construir la sociedad de mañana. De ahí las sinergias positivas entre lo político y lo religioso, lo que no impide que haya conflictos y desacuerdos profundos como se ha visto en el caso del “matrimonio para todos” en Francia, y la ley de eutanasia, y de las uniones “trans”, en España. Pero, en eso consiste la democracia moderna.
Siendo el cristianismo una religión de la Encarnación de dimensión universalista, se inscribe sin problema en una configuración favorable a la participación de las religiones en la vida pública. En Europa occidental las Iglesias católica y protestante han aprendido poco a poco a integrar su autocomprensión en el hecho de que no representan ya en la actualidad, ellas solas, las normas de lo religioso en la era secular y ya, aunque en germen en España, todavía, la era post - secular. Estamos viviendo, en nuestros días, el paso del cristianismo heredado al cristianismo por elección, lo que no quiere decir que tengamos que hacer “tabla rasa” de la herencia de 20 siglos de cristianismo, en la actualidad más universal, geográficamente hablando, de los que nunca ha sido en la historia. Esta nueva condición social del cristianismo le permite hacer valer sin complejos sus posiciones y sus acciones en las sociedades pluralistas, en las que el Estado pena a regular una pluralidad acentuada de concepciones del hombre y del mundo y de las diferentes opciones éticas presentes en la sociedad.
La interpelación de lo religioso a lo político
La interpelación religiosa que impide a lo político dormitar si se encierra en el bienestar de sus votantes, es una evocación del papel de los cristianos respecto de lo político (en otras latitudes hablaría de los budistas, musulmanes, judíos etc., siempre que propugnen el universalismo ético) que no está tan lejos de las posturas actuales de algunas iglesias cristianas respecto del poder. Frente al riesgo de no tratar humanamente a los refugiados, los extranjeros y los autóctonos en situación de extrema precariedad (por ejemplo, las personas de edad avanzada con pocos recursos, y las personas incapacitadas), y frente a los riesgos de la estigmatización de ciertas poblaciones como los gitanos, los migrantes pobres, etc., las autoridades religiosas y los que se dicen cristianos, deben movilizar la ética de la fraternidad cristiana, el “ethos del amor”. Que sea Caritas católica, la Acción Social Protestante, numerosos benévolos sacan recursos movilizadores, de carácter ético, del cristianismo para comprometerse en las acciones de solidaridad e interpelar a los poderes públicos sobre su deber de humanidad.
Pero también sobre otros temas las religiones quieren hacer patente su voz: sobre la sexualidad, género, filiación, la gestación por otra persona o la procreación médicamente asistida, la legalización de la eutanasia etcétera. En estos temas, especialmente ciertas voces laicas, tienen tendencia a querer reenviar las iglesias a su sacristía y les solicitan que se limiten a lo que, supuestamente les concierne únicamente, esto es, a las cuestiones espirituales y de culto. Como si las religiones se limitarán al fuero interno y a las prácticas en los edificios del culto.
Cabe preguntarse si, finalmente, no habría tendencia a seleccionar el papel de la religión en el espacio público, en forma positiva en ciertos ámbitos, especialmente en el de la ética social y de forma negativa en otros, particularmente en los de la ética sexual y familiar. Pero la participación de grupos religiosos al debate público no es de geometría variable según los temas, y su legitimidad no depende de su grado de conformidad con las tendencias seculares del momento. Lo esencial es respetar las leyes del país, inscribir su acción en el marco democrático de una sociedad laica donde, incluso, si las voces cristianas son rigurosamente opuestas a una evolución, esta evolución debe ser aceptada y desembocar en una ley que pueda devenir una ley de todos y para todos. Entre tanto, aquí también, habrá conflictos, como los ha tenido el cristianismo, en su interior (como en la actualidad, valorando la acción del papa Francisco), como en sus relaciones con la sociedad y el poder de cada momento, a lo largo de su historia.
Una laicidad democrática y no autoritaria no debe descalificar y deslegitimar los interlocutores religiosos bajo el pretexto que estarían en contra de ciertas evoluciones, incluso en el caso de que hubieran sido legalizadas. Así, por ejemplo, en cuanto a la condición de género del ser humano, la igualdad de los hombres y de las mujeres, hay diferentes formas de concebirlas y no hay ninguna razón para que un Estado secular excomulgue, esto es, impide y castigue, la expresión pública, pacifica, de ciertas concepciones en provecho de otras. Lo que no quiere decir que no legisle de acuerdo a la mayoría, aunque, si es responsable, procurará hacerlo con el mayor acuerdo posible.
En ciertos temas no vale la mayoría del 51 %. Las tensiones son inevitables entre las religiones y las evoluciones dominantes en la sociedad. Estás tensiones no son solamente inevitables, sino que son estructurales y testimonian una buena salud de la laicidad. En efecto el deber de la democracia es el de permitir lealmente la expresión de estas tensiones más que de querer aniquilarlas con el único provecho de uno de los polos del debate. Es lo que Paul Ricard llamaba una “laicidad positiva de confrontaciones” que hace justicia a la diversidad de la sociedad civil.
Hay que redescubrir que las religiones alimentan también compromisos solidarios y profundamente altruistas, que son depósitos de compromiso y de esperanza que pueden socializar a las personas, en particular los jóvenes, en una normatividad estructurada y estructurante, prevenirlos contra el pesimismo e incitarlos a actuar, sean las que sean las dificultades del presente.
Los riesgos de las lecturas políticas del cristianismo
Reconocer este depósito de convicciones y de acciones que representa el cristianismo, como otras religiones, no significa por otra parte que, como toda realidad militante y de convicción, el cristianismo pueda generar, y de hecho ha generado en ciertas circunstancias, actividades intolerantes e incluso fanatismos y violencias. Así, por ejemplo, las religiones pueden conducir a encerrar a sus miembros en su red, cortándoles lo más posible de la sociedad en la que se desarrollan, incluso hacerles percibir la sociedad global como una realidad diabólica de la que es preciso huir y combatir.
Es el caso de Rod Dreher con lo que denomina “la opción benedictina”. En efecto, el cristianismo no está indemne de estas tendencias, así en el catolicismo tradicionalista conservador que manifiesta simpatías por la extrema derecha y en las franjas fundamentalistas del protestantismo que quisieran reconquistar la sociedad. Aunque la utilización partidista de lo religioso no se limita a la extrema derecha y al mundo tradicional. También en la extrema izquierda, como vemos ahora, por ejemplo, en Nicaragua, con la lectura que se hace en España, atribuyendo la responsabilidad de su mala situación, casi en exclusiva, al maligno poder estadounidense.
Superar el individualismo reinante
Por otra parte, si el humanismo democrático se ha construido a veces en oposición a las religiones, estas últimas pueden, en un mundo secular desencantado, devenir preciosos garantes de una superación de un individualismo que se cruza con una mundialización, rasgos de la sociedad de nuestros días. El cristianismo, en la diversidad de sus expresiones confesionales, se encuentra cada vez más tranquilo para esta defensa del humanismo democrático pues no son extranjeras a su propia emergencia.
En las incertidumbres y en las inseguridades identitarias del régimen ultramoderno, el cristianismo reencuentra no el poder, sino la influencia. Es, incluso, esta pérdida de poder sobre la sociedad y en su aceptación del marco laico de la sociedad del cristianismo posmoderno y post-secular (aunque no todos los cristianos comulgan, todavía con esta idea), lo que le permite ser apreciado, también como proveedor de sentido y de esperanza en una sociedad bastante desbrujulada. Un cristianismo incubador y propulsor de acciones solidarias en un entorno en el que “el cada uno para si” tiende a desarrollarse con fuerza.
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