Reflexion sobre 'Amoris laetitia' "No todos los divorciados vueltos a casar están en pecado grave"

(Joanne M. Rodríguez Veve, Canonista).- La reciente Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Francisco, Amoris Laetitia, ha causado, entre algunos preclaros pensadores católicos, intensas y complejas discusiones en torno al significado y alcance del párrafo 305 y la nota 351 del referido documento.

Más allá de las opiniones personales e interpretaciones peligrosas sobre si el Papa Francisco está o no está rompiendo con la Doctrina Católica respecto a la recepción de los sacramentos por parte de los divorciados vueltos a casar, conviene subrayar, lo que a mi entender es el punto neurálgico y la puerta que se abre ante la cuestión planteada por el Papa:

¿Qué hace y debe hacer la Iglesia ante las contradicciones que se dan, dentro del seno de la propia Iglesia, respecto a cómo juzgar la condición de pecado de un fiel en particular? Por ejemplo, ¿qué se debe hacer con aquellos fieles que están en una condición objetiva y externa (dato o realidad externa) de pecado, pero no lo están según la verdad objetiva e interna (lo que existe realmente)?

No sólo es razonable y responsable, sino además, justo, que la Iglesia se pregunte qué debe hacer ante estas contradicciones. La respuesta no puede ser ignorar el asunto, pues ello sería una grave falta de caridad y claridad por parte de la Iglesia.

A propósito de esta reflexión, planteo un ejemplo concreto para ilustrar, con mayor nitidez, lo que aquí pretendo exponer.

Precisamente, la contradicción señalada, no pocas veces se observa en los procesos de nulidad matrimonial. En estos, los Tribunales Eclesiásticos determinan, a la luz de la prueba presentada y que se haya podido conseguir (obsérvese que muchas veces, y por múltiples razones, no se puede conseguir toda la prueba necesaria), si el matrimonio impugnado es válido o no. La decisión de los Tribunales depende, principalmente, de los siguientes elementos: la prueba presentada y el criterio judicial del Juez. Es decir, la declaración externa sobre la validez o invalidez de un matrimonio depende de dos factores que no son criterios infalibles o inmutables. Es decir, en el proceso de nulidad matrimonial puede haber, y en efecto lo hay, espacio para el error humano.

Por esto, es necesario que la Iglesia se pregunte: ¿Qué sucede cuando no es posible conseguir la prueba necesaria para probar la nulidad de un matrimonio que verdaderamente es nulo? ¿Qué sucede cuando, por error o incompetencia, un Juez declara la validez de un matrimonio realmente nulo, y viceversa? ¿Qué debe hacer la Iglesia cuando la realidad objetiva y externa dice que un matrimonio es válido, pero la verdad objetiva e interna asegura que dicho matrimonio es nulo? ¿Qué se debe hacer? ¿Nada?, imposible.

Me gustaría compartir el siguiente silogismo que tal vez ayude a entender la complejidad de la cuestión planteada y la necesidad de que se siga abriendo brecha el pensamiento y la acción de la Iglesia:

Premisa 1. Existen matrimonios nulos que no son declarados como tales en el fuero externo.

Premisa 2. El matrimonio nulo lo es, independientemente de la declaración externa de nulidad.

Conclusión: Por lo tanto, aquéllos cuyo primer matrimonio es nulo, no están en pecado grave como consecuencia de la celebración de un segundo casamiento, independientemente de la existencia de una declaración de nulidad.

Explicación de la conclusión: No todos los divorciados vueltos a casar están en pecado grave como consecuencia de la celebración de un segundo casamiento, porque aquéllos cuyo primer matrimonio es nulo, son libres, al menos ad intra, para contraer matrimonio. Esto es fácil de entender cuando existe una declaración externa de nulidad matrimonial. Pero, ¿qué pasa cuando no existe una declaración externa de nulidad matrimonial o si existe, la misma es errada a favor del primer matrimonio?

Exactamente lo mismo. Quienes contraen nuevamente matrimonio no están en pecado grave como consecuencia de la celebración de un segundo casamiento (podrían estarlo por otras razones, ej. celebración de matrimonio exclusivamente civil entre bautizados), porque lo que es nulo es nulo, con independencia de una declaración externa de nulidad matrimonial. De igual forma, el matrimonio sacramental válido lo es y lo seguirá siendo, a pesar de una declaración externa a favor de la nulidad matrimonial. Así pues, tanto los divorciados vueltos a casar que obtuvieron una declaración cierta de nulidad matrimonial, como aquéllos que no la obtuvieron, pero cuyos matrimonios son objetiva y ciertamente nulos en el fuero interno, no están en pecado grave como consecuencia de la celebración de un segundo casamiento, el cual vendría siendo, verdaderamente, el primer matrimonio.

Por esto, sobre este asunto, no debe haber espacio para las generalizaciones.

Entonces, ¿cómo es posible que algunos en la Iglesia pretendan juzgar de la misma forma todos los casos? ¿Acaso no es evidente que en ocasiones -y no en pocas- la realidad objetiva externa (ej. Declaración de nulidad negativa) es incompatible con la verdad objetiva interna (ej. hecho cierto de la nulidad)? Entonces, ¿qué se debe hacer para que no se prive injustamente de la recepción de los sacramentos a los que se hayan atascado y a los que se atascarán en el atolladero de esta contradicción? A mi mejor entender, el Papa Francisco está abriendo brecha para, precisamente, encontrarle una solución pastoral a esta situación contradictoria en la que viven muchos fieles católicos.

Ciertamente, la discusión que ha generado la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa es un hálito de esperanza en el camino, a veces pedregoso, por el cual recorre la Iglesia. Esta discusión sirve, a mi entender, para salir de la comodidad de la rigurosidad plástica y obligarnos a pensar en las situaciones excepcionales -tal vez ya no sean tan excepcionales- que, aunque incómodas, constituyen una realidad insoslayable y necesaria de ser atendida. Sé que queda mucho camino por recorrer, pero, gracias a Dios, la Iglesia camina de la mano de la Misericordia.

305. Por ello, un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones «irregulares», como si fueran piedras que se lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de los corazones cerrados, que suelen esconderse aun detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas»[349]. En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica Internacional: «La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión»[350]. A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado -que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno- se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia[351]. El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios. Recordemos que «un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades»[352]. La pastoral concreta de los ministros y de las comunidades no puede dejar de incorporar esta realidad.

[351] En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» ( ibíd, 47: 1039).


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