A los 150 años de la proclamación del dogma de la infalibilidad papal La infalibilidad del papa: mito y realidad (I)
"El dogma de la infalibilidad papal ha de ser recibido como una especie de “bomba atómica” para cuando peligre la unidad de la fe o la comunión eclesial en situaciones excepcionales"
"El Vaticano II, no parte, como se hizo en 1870, del magisterio extraordinario del sucesor de Pedro, sino de la colegialidad episcopal y de la responsabilidad docente, propia y habitual, de todos y de cada uno de los obispos en comunión con el Papa"
"La extensión de esta concepción infalibilista del papado y la concentración de la capacidad magisterial y gubernativa en la curia vaticana llegarán a su máxima expresión en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI"
"La extensión de esta concepción infalibilista del papado y la concentración de la capacidad magisterial y gubernativa en la curia vaticana llegarán a su máxima expresión en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI"
| Jesús Martínez Gordo, teólogo
El 18 de julio de 1870 el Concilio Vaticano I aprueba la Constitución Dogmática “Pastor Aeternus” sobre la infalibilidad “ex cathedra” del papa. Han pasado, por tanto, 150 años de una proclamación que ha marcado, y sigue marcando, como pocas, la historia de la Iglesia y la de nuestros días.
Me interesa indicar -más allá de los debates, tensiones y abandonos entonces habidos- que lo aprobado en aquel momento ha de ser leído e interpretado a la luz de la recepción realizada por el Vaticano II (1962-1965).
Y que lo hago, teniendo muy presente, por un lado, la paradoja que se puede escuchar cuando se dialoga con algunos ortodoxos y luteranos: el mayor problema que tenemos con vosotros, los católicos -nos dicen- es que contáis con la institución del papado y, desde 1870, con el dogma de la infalibilidad. Se trata, por tanto, de escollos que, sin dejar de ser casi insalvables, son, a la vez, dos de nuestras mayores fortalezas: gracias a ellas, reconocen seguidamente, no padecéis la división que se apodera de nosotros con demasiada -y, al parecer- casi inevitable frecuencia.
Pero también sin descuidar, por otro lado, que, siendo cierto que el dogma de la infalibilidad papal ha de ser recibido como una especie de “bomba atómica” para cuando peligre la unidad de la fe o la comunión eclesial en situaciones excepcionales, no es menos cierto que semejante instrumento ha venido propiciando -hasta el Vaticano II e igualmente durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI- una especie de insoportable “papolatría” o, cuando menos, un improcedente infalibilismo teológico y un inaceptable autoritarismo gubernativo.
Ya en el siglo XIX se podía leer en la “Civiltà Cattolica”, la revista de los jesuitas romanos, que “cuando meditaba el papa, era Dios quien pensaba en él”. Y también alguna otra exageración, todavía de más calibre y osada: el papa -llegó a sostener mons. Bertaud de Tulle- era la persona en la que se prolongaba “el Verbo encarnado”. Y, por si eso pareciera poco o no quedara suficientemente claro, mons. Mermillod no tuvo empacho alguno en sostener que era una de las tres encarnaciones del Hijo de Dios: éstas se habían dado “en el seno de una Virgen, en la eucaristía y en el anciano del Vaticano”.
Más recientemente hemos podido escuchar, en boca de muchos miembros de una buena parte de los llamados nuevos movimientos, cómo se ponían a disposición de Juan Pablo II recurriendo al famoso “Totus tuus”. Y aunque era evidente que el papa Wojtyla recurrió a esa expresión en su escudo episcopal y pontificio para mostrar la relación que mantenía con Dios, no estaba suficientemente claro que quienes la proferían en su presencia, y dirigida a él, no le confundieran con Dios mismo.
El punto de partida
La defensa y proclamación de la autoridad magisterial del sucesor de Pedro “por sí mismo” (“ex sese”) y de su poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia (“plenitudo potestatis”) son dos de las aportaciones más importantes del Vaticano I. Pero no sólo por el derrumbamiento del poder político del papado (como resultado de la reunificación italiana), sino también, y, sobre todo, porque son muchos los padres conciliares que, teniendo presente la gravedad de los problemas provocados por las injerencias del poder político en el gobierno de la Iglesia (el galicanismo) y los traumáticos intentos de solucionar “democráticamente” el cisma de Avignon (el conciliarismo), entienden que hay que arbitrar algunas medidas que permitan afrontar crisis como éstas -u otras posibles- con garantías suficientes para salvaguardar la unidad de fe y la comunión eclesial, además, por supuesto, de su libertad1.
El interés por preservar la unidad de fe, la comunión y la libertad de la Iglesia son, por tanto, las urgencias que presiden la proclamación del magisterio “ex cathedra” del papa con el mismo alcance que el impartido hasta entonces por los obispos (dispersos por el mundo o reunidos) con el de Roma. Y es el que, igualmente, fundamenta la proclamación de su primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia.
Sin embargo, otra dramática urgencia (la guerra franco-prusiana) impide articular, como estaba previsto, la rotunda y clara proclamación de la infalibilidad papal y del primado del sucesor de Pedro con la autoridad propia de los obispos, individual y colegialmente considerados. El Concilio Vaticano I es precipitadamente clausurado en 1870, sin fijarse fecha de reanudación.
La recepción colegial y sinodal
La tarea pendiente se culmina en el Vaticano II, sobre todo, aunque no exclusivamente, en la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” (1964).
Los padres conciliares, a la vez que reconocen que el magisterio eclesial es, ante todo, una responsabilidad (oficio) “ejercida en nombre de Jesucristo” que tiene como misión “interpretar autorizadamente (“authentice”) la Palabra de Dios escrita o transmitida” para servicio de la comunidad cristiana, proclaman una verdad de enorme importancia dogmática y jurídica y que va a marcar la recepción del primado y del dogma de la infalibilidad papal “ex sese” o “ex cathedra”: Cristo “instituyó” a los Apóstoles “a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos” (LG 19). Ésta es una verdad en la que abundan más adelante cuando sostienen que “la potestad suprema sobre la Iglesia universal” la posee el colegio episcopal con el papa y, como tal, es decir, colegialmente, ha de ser desempeñada, por supuesto, bajo el primado del obispo de Roma ((LG 22).
A la luz de esta fundamental y determinante verdad se comprende la indudable continuidad y complementariedad entre las Constituciones Dogmáticas “Pastor Aeternus (1870) y “Lumen Gentium” (1964): se asume el primado y la infalibilidad “ex sese” del sucesor de Pedro y se las ubica (y articula) en la colegialidad episcopal.
Precisamente, por esto, no es correcto sostener, como defendió A. Carrasco Rouco en su día, que el Vaticano II se limitó “a reafirmar plena y cuidadosamente la definición dogmática (del) primado de jurisdicción”. Nada más lejano a la realidad.
Es cierto que el primado del papa no fue un tema que suscitara muchos debates en el concilio Vaticano II. Se aceptaba (así lo recoge K. Rahner) como una verdad incuestionada e incuestionable. Sin embargo, ello no impidió que, aparcando algunas expresiones recibidas del primero de los concilios, se introdujeran determinadas matizaciones que buscaban encontrar el deseado equilibrio entre las potestades del papa y de los obispos: éstas son coincidentes y reguladas en ultimo termino (“ultimatim”) por la “potestad suprema”, es decir, por el obispo de Roma.
Según G. Philips, el relator principal de la “Lumen Gentium”, cuando los padres conciliares se decantan “por la expresión ‘en último término’ (‘ultimatim’) se recoge una práctica secular que tiene su punto de partida en el reconocimiento de la potestad propia del obispo en la “cura pastoral habitual y cotidiana” (LG 27) y en el sucesor de Pedro la instancia última, particularmente, cuando están en juego la libertad de la Iglesia, la verdad de la fe y la unidad o comunión eclesial.
Por tanto, el Vaticano II, no parte, como se hizo en 1870, del magisterio extraordinario del sucesor de Pedro, sino de la colegialidad episcopal y de la responsabilidad docente, propia y habitual, de todos y de cada uno de los obispos en comunión con el Papa.
1.- El magisterio “auténtico”
El Vaticano II, una vez asentada la colegialidad episcopal y la “potestad colegial”, así como su singular articulación con el primado de Pedro, ordena y tipifica, en conformidad con dicha verdad, las diferentes clases de magisterio partiendo del más habitual: el denominado “auténtico”, es decir, aquel que es propio y usual de quienes tienen encomendado, como sucesores que son de los apóstoles, además de los oficios de santificar y gobernar, el de enseñar o autentificar las doctrinas y disposiciones por las que se identifica y se rige la comunidad cristiana diariamente (LG 25.1). Y lo hace pidiendo para esta clase de magisterio obediencia, pero no asentimiento de fe porque no es infalible. Ello quiere decir que es posible la discrepancia razonada al no estar en juego la pertenencia eclesial.
La expresión de “magisterio auténtico” acabará siendo normal en el postconcilio, aunque todavía siga constatándose un inadecuado empleo de la misma, incluso, en documentos oficiales. En todo caso, se la puede encontrar acertadamente empleada en el Código de Derecho Canónico, en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, así como en la fórmula de “profesión de fe”.
2.- El magisterio “ordinario y universal”
Los padres conciliares afrontan, en un momento posterior, el magisterio extraordinario e infalible, teniendo muy presente, una vez más, la colegialidad (y corresponsabilidad) magisterial de todos los obispos con el papa: “aunque cada uno de los Prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo” (LG. 25.2).
Esta modalidad de magisterio es ejercitada por el papa con todos los obispos dispersos con la intención de proclamar una verdad de fe, es decir, colegialmente. Se trata, probablemente, del tipo de magisterio más desconocido. Sin embargo, no deja de ser, por ello, menos importante ya que es el que explica, por ejemplo, que la mayor parte de los artículos del Credo no fueran durante tiempo objeto de una declaración infalible, a pesar de ser, incuestionablemente, verdades de fe.
Como es evidente, el magisterio “ordinario y universal” presenta importantes problemas prácticos. Es cierto que para las grandes verdades ya adquiridas ha sido muy importante la regla de la universalidad en el tiempo y en el espacio. Pero también lo es que ha necesitado expresarse, más tarde o más temprano, a través de los símbolos de la fe, de las diferentes liturgias, de la enseñanza de los Padres, de los concilios y de los papas con los obispos. El ejemplo más reciente es la promulgación del dogma de la Asunción de María (1950). Cuando la Iglesia se percata de la oportunidad de explicitar las implicaciones marianas de su fe, ve necesario que la cabeza del colegio episcopal intervenga para manifestar la unanimidad alcanzada. El magisterio “ex sese” o “ex cathedra” acaba prestando su voz al “magisterio ordinario y universal”, pero no sin antes haber verificado (hasta donde es posible) la fe de la Iglesia. Todo un ejemplo de colegialidad y sinodalidad.
A diferencia de este tipo de magisterio “ordinario y universal”, prosiguen los padres conciliares en el Vaticano II, cuando los obispos enseñan una verdad de fe “reunidos” en concilio ecuménico, entonces también nos encontramos con un magisterio extraordinario e infalible. Es un magisterio más conocido.
El riesgo de la apropiación unipersonal
Ahora bien, tanto el Vaticano I como el II, cuando se refieren al “magisterio ordinario y universal”, lo entienden como un todo, es decir, como un magisterio que, fundado en la colegialidad y sacramentalidad episcopal, es incompatible con su atribución a sujetos singulares (el papa o los obispos por separado). Dicho negativamente: no existe ni es posible un “magisterio ordinario y universal” del papa sólo o de un obispo en particular o de los obispos sin el papa.
Como es evidente, el riesgo de que un obispo diocesano se atribuya o apropie unipersonalmente del magisterio “ordinario y universal” del colegio episcopal es una extrapolación que se presenta como prácticamente imposible. Sin embargo, es un peligro muy real cuando se trata del magisterio del obispo de Roma; sobre todo, si, como es el caso, se asiste, después del Vaticano I, a una “inflación infalibilista” y primacial, cierto que larvada antes de la aprobación de la Constitución “Pastor Aeternus” en 1870.
Concretamente, J. M. A. Vacant sostiene, en 1887, que el soberano pontífice es infalible no sólo en sus juicios solemnes, sino también en su magisterio “ordinario”, es decir, cotidiano y habitual. En coherencia con tan sorprendente tesis, defiende que cuando Pio IX condena en el “Syllabus” (1864) un error, está impidiendo la adhesión al mismo y lo hace “en virtud de su suprema autoridad”, es decir, “infaliblemente, sea cual sea la forma con que queda presentado semejante pronunciamiento”. Por tanto, si es incuestionable que “Pio IX no ha emitido formalmente un juicio solemne”, también lo es que “al ejercer su magisterio ordinario, ha manifestado que su voluntad era la de servir de regla en la enseñanza cotidiana”.
Argumentando de esta manera, J. M. A. Vacant supone la existencia de un “magisterio ordinario” del papa (por tanto, unipersonal) y lo dota de infalibilidad, algo que el Vaticano I no sostiene nunca ni de ninguna manera. Para los padres conciliares el “magisterio ordinario” es siempre “universal”, es decir, resultado de la unanimidad moral del papa y de los obispos (dispersos por el mundo o reunidos en concilio) y, por eso, infalible.
En el Vaticano I se puso como ejemplo de esta clase de “magisterio ordinario y universal” la fe en la divinidad de Cristo antes de que se procediera a su confesión y definición formal en los grandes concilios cristológicos (Nicea, Calcedonia y Constantinopla). Pero también se podrían poner el de la doctrina de la salvación o la de la redención que no han sido nunca objeto de una definición formal y que, sin embargo, forman parte del mismo corazón de la fe cristiana.
Abundando en la colegialidad de este magisterio “ordinario y universal”, monseñor Martin precisa en dos ocasiones -en nombre de la Deputación de la Fe- que la expresión “magisterium ordinarium” ha sido pensada como el equivalente de “magisterio común” y la palabra “universal” ha sido añadida precisamente para evitar que se piense en el magisterio de una sola persona. No es posible apoyarse en este texto para concluir la infalibilidad del magisterio “ordinario” del papa. Un magisterio ordinario, unipersonal e infalible nos lleva al magisterio extraordinario, “ex sese” o “ex cathedra”.
Así pues, la interpretación de J. M. A. Vacant es formalmente contraria a la definición del Vaticano I que, no sólo desconoce semejante tipificación y atribución unipersonal, sino que, además, multiplica las condiciones para el ejercicio de la infalibilidad pontificia.
El centralismo vaticano
Sin embargo, y a pesar de estas críticas consideraciones, la tesis de J. M. A. Vacant va a tener una enorme acogida, sobre todo, entre algunos teólogos romanos.
Como consecuencia de ello, no sólo se asiste a la divulgación de que las encíclicas papales han de ser recibidas como infalibles o a dar por buena una intervención generalizada de la Santa Sede en el gobierno de la Iglesia, sino, sobre todo, a la magnificación del obispo de Roma de quien se espera que sea –con la ayuda de los medios de comunicación social- “el titular del oficio supremo” y “la suprema figura carismática de la Iglesia”, encarnando “la credibilidad, la apertura y el mensaje de la Iglesia en nuestros tiempos; lo cual, evidentemente, supone una exigencia gigantesca” (K. Schatz). Y lo supone porque acaba confundiendo al papa u obispo de Roma con una especie de “super-obispo” del mundo.
Esta concentración de todas las expectativas eclesiales en la persona del papa y la aureola infalibilista con que se le rodea es acompañada por un aparato administrativo que, además de tener una creciente conciencia de ser la mano derecha del sucesor de Pedro y de estar por encima del colegio de los obispos, constata cómo se amplían y consolidan sus competencias. El resultado es el asentamiento de un primado marcadamente infalibilista y de una curia mucho mayor de cuanto lo había sido hasta 1870.
La extensión de esta concepción infalibilista del papado y la concentración de la capacidad magisterial y gubernativa en la curia vaticana llegarán a su máxima expresión en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Mucho ha tenido que ver en ello la improcedencia teológica de calificar el magisterio unipersonal del papa como “magisterio ordinario”, al margen del colegio episcopal, además de dar por buena –en contra del Vaticano I- la interpretación maximalista del primado de jurisdicción universal sobre toda la Iglesia.
Contrariamente a lo que sostuvo J. M. A. Vacant, el magisterio cotidiano o habitual del obispo de Roma sigue siendo “autentico”; nunca “ordinario y universal”.
1 Cf. Quien desee adentrarse en este asunto puede consultar mi libro: J. MARTINEZ GORDO “La conversión del papado y la reforma de la curia vaticana. Cambio de rumbo”, PPC, Madrid, 2014