"La inminencia ulterior y amenazante de un encuentro inusitado y enojoso con el Papa en Roma" Los obispos y su particular cruzada contra los abusos
La verdad resplandece y precisa mostrarse para que se produzca la necesaria “reparación integral de las víctimas” de abuso sexual, en las que se incluirá la correspondiente indemnización “con sentencia judicial y sin ella”
También nosotros debemos voluntariamente y como Cuerpo sentirnos responsables con vistas a acompañar en el sufrimiento a aquellos inocentes que padecen el peso de las iniquidades morales
Cuando el hombre reconoce su mal y busca el perdón, la reconstrucción, el renacer y la regeneración se convierten en la tarea más apremiante a la que debemos apuntar, sin importar cuánto tiempo lleve realizarla
Cuando el hombre reconoce su mal y busca el perdón, la reconstrucción, el renacer y la regeneración se convierten en la tarea más apremiante a la que debemos apuntar, sin importar cuánto tiempo lleve realizarla
| Roberto Esteban Duque
No está la sociedad inspirada por nobles costumbres, ni la virtud acampa entre nosotros. Incluso el corazón inclinado al bien parece experimentar, aunque sea alguna vez, una propensión a disfrutar de la degradación. Si bien somos capaces de bondad, la crueldad, la mezquindad, el pecado, el capricho, lo vergonzoso y lo absurdo, constituyen también el corazón humano. Canallas ejemplares los encontramos en cualquier profesión.
La Iglesia, aunque el juicio de Dios no es lo mismo que el juicio de los hombres, continúa con su particular cruzada en un tormentoso ajuste de cuentas por el escándalo de los abusos, lavando sus ropas en la sangre del Cordero, abandonando al fin cualquier imagen cínica de solemnidad y aplomo, para someterse al castigo de la propia iniquidad.
Los obispos reconocen una vez más la gravedad de los delitos cometidos por el clero (Dios no soporta semejante hedor: “el que escandalice a uno de estos pequeños…”). Como en el velatorio del monje Zósima, quien, aunque en vida fue el hombre más virtuoso de la tierra, una vez muerto apesta, los deudos al inicio, la presión de los medios de comunicación después, la encrucijada entre dos informes desfavorables y la inminencia ulterior y amenazante de un encuentro inusitado y enojoso con el Papa el próximo martes en Roma, no permiten acallar el grito de los inocentes, la grieta abierta en el corazón por quienes estaban llamados a custodiar la belleza y se convirtieron en proclives a disfrutar con la propia degradación.
La verdad resplandece y precisa mostrarse para que se produzca la necesaria “reparación integral de las víctimas” de abuso sexual, en las que se incluirá la correspondiente indemnización “con sentencia judicial y sin ella”. Los obispos se comprometen a “ser transparentes y a rendir cuentas ante las víctimas, la Iglesia y Dios”. El padecimiento de las víctimas, maltratadas incluso en la forma de afrontar el abuso (“el sufrimiento lo han causado no sólo los abusos”, como reconoce el cardenal Omella, “sino también el modo en que a veces se han tratado”), también es padecimiento de Dios, en quienes está presente de una manera oculta.
Asumir cada acontecimiento, por pequeño que parezca, como una ocasión en que nos jugamos la eternidad, es la actitud justa del creyente ante Dios, ante la tentación de regresar a la esclavitud de Egipto. La exigencia de estar erguidos ante Dios es la paradoja de nuestra condición humana, aunque nuestra experiencia más inmediata sea experimentar la tribulación y los embates del maligno, incluso aunque tengamos la propensión a disfrutar del muladar de nuestra interioridad.
Cuando los obispos, de manera contumaz, afirman que “no es justo atribuir a todos el mal causado por algunos” se refieren naturalmente a que cualquier cura no es per se una criatura deforme y repugnante que incumple sus obligaciones cada día, que se complace y revuelca de manera arbitraria en la obscenidad de su abyección. Pero, al permanecer confinado en el nivel del pensamiento euclidiano, se ignora que todos somos concernidos por la solidaridad inscrita en la carne común de nuestra condición humana.
Si la Cruz del Justo cambia en dolor divino un dolor que permanecía en un estricto ámbito humano; si al ofrendar su propia carne, ha cargado con todo el sufrimiento, para liberar de él a la humanidad y compartir así las cargas que padece todo corazón lacerado y roto por la injusticia, la desolación y la miseria, lo decisivo entonces es que Dios mismo ha querido sufrir en carne propia las peores vejaciones y nos ha invitado con ello a reconocer que el sentido de nuestro sufrimiento reside en un co-padecer con Él y en un ofrendarnos por entero en un camino de reparación y solidaridad para con el dolor del corazón sangrante del mundo. También nosotros debemos voluntariamente y como Cuerpo sentirnos responsables con vistas a acompañar en el sufrimiento a aquellos inocentes que padecen el peso de las iniquidades morales.
En el libro de Sirácida se afirma que la miseria es condición básica, universal y neutral del existir humano en general: “Desde el que se sienta en un trono glorioso hasta el que se cubre con harapos; todos conocen la ira y la envidia, la turbación y la inquietud, el miedo a la muerte, el resentimiento y la discordia”. Esta condición común es honda y universal, permea a todos los seres humanos, desde los poderosos hasta los más humildes, desde los enfermos hasta los más sanos; ninguno puede evadirse de la falta de suelo sobre la que se asienta la existencia.
Sin embargo, incluso la angustia como consecuencia del pecado, el desvarío y locura en que deja postrado, puede abrirse a la gracia reparadora, convertirse en ocasión para el florecimiento de la fe, sabiendo que la noche es el único camino del día. El hombre se sabe interpelado, puesto contra las cuerdas: o elige a Dios absolutamente o vuelve a la crispación mundana. El proceso a través del cual el hombre alcanza el bien es a través del reconocimiento del mal. Cuando el hombre reconoce su mal y busca el perdón, la reconstrucción, el renacer y la regeneración se convierten en la tarea más apremiante a la que debemos apuntar, sin importar cuánto tiempo lleve realizarla.
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