"Sin libros no hay 'días' ni civiles ni litúrgicos" Antonio Aradillas: "Que todos los días del año sea el 'Día del Libro'"
"Podría y debería imponerse la santa costumbre de leer una vez al año, al menos el Nuevo Testamento, en asambleas y comunidades parroquiales. ¡Que así sea!"
El grande entre los grandes bibliógrafos, historiadores y escritores, don Marcelino Menéndez y Pelayo, uno de los temores que manifestaba tenerle a la muerte y a sus consecuencias, y al que le confería primacía y capital importancia, era el hecho de que “con tantos libros cuya lectura ya tengo programada, no me será posible atender”…
Los libros, y las posibilidades de su lectura, proporcionan elementos más que suficientes para redactar reflexiones y sugerencias como estas, aprovechando con gozo y agradecimiento, celebraciones y recuerdos cervantinamente conmemorativos.
La Biblia, libro por excelencia –“Antiguo y Nuevo Testamento”- merece consideración especial, lugares de privilegio doméstico y tiempos consagrados a su lectura. Desdichadamente, y pese a que en todos los hogares cristianos hay lugar donde colocar en sus anaqueles alguno de sus ejemplares, encuadernado con todos los lujos posibles, en la mayoría de ellos se descubre con facilidad que el uso que de ellos se hace es nulo o irremisiblemente menguado.
El libro-libro, en su probable etimología latina de “liber” –“libertad: facultad natural para obrar o no obrar, o para elegir la forma de hacerlo”-, es, hace y rehace a las personas-personas, como hijos de Dios y como ciudadanos. La libertad –el “libro”- es padre y madre, a la vez. Sin libertad, es decir, sin libros -formación e información-, la condición de personas se aja y se pudre. La historia proporciona argumentos que lo testifican con dramatismo, en todos los ámbitos en los que se escenifica, con inclusión, por igual, de sus protagonistas, activos o pasivos.
En el sapientísimo lenguaje popular, recogido y amparado por los diccionarios, académicos o no, el libro se hace presente con la rica pluralidad de sus acepciones. Algunos ejemplos ayudarán a profundizar y ampliar su realidad y certeza. “No hay un libro malo, que no tenga algo bueno”. Tal sentencia la destaca un par de veces Miguel de Cervantes en la Segunda Parte de su Don Quijote, traducida de la expresión de Plinio “El Viejo”, popularizada por don Diego de Mendoza en el prólogo del “Lazarillo de Tormes”, al igual que lo harían después Agustín de Rojas en su “Viaje Entretenido” y en “El Guzmán de Alfarache”, en el latín macarrónico, fácil de traducir, del “Nullus est liber tan malus ut non aliqua parte prosit”.
El “Día –los “días- del libro” – de los libros- debieran ser todos los de los años tanto civiles como litúrgicos. Sin libros no hay “días”, por mucho que puedan suplirlos otras formas y fórmulas comunicativas, más o menos técnicas, en su sorprendente y agotadora riqueza de versiones.
“De libro” significará siempre y para todos, que tal o cual cosa o persona cuenta siempre y para todos, con las características que se consideren típicas, proporcionadas y adecuadas a su propia condición y razón de ser. “De cabecera” se aplicará al “libro, guía intelectual o moral, además de hacer referencia al que tiene prestamente abiertas sus hojas para hacer pensar, repensar y hasta soñar. “El libro abierto”, expone y explica “las virtudes de claridad, corrección y honradez”, inherentes al comportamiento cívico o religioso. “El Libro de Horas” aporta ideas, ceremonias y ritos propios de devociones y tiempos litúrgicos, con importantes secciones todavía redactadas “en cristiano”, es decir, “en latín”.
“El Libro Blanco” contiene multitud de formas relacionadas en gran parte con comportamientos diplomáticos, de los que la Iglesia es –tiene que ser- experta por su definición de Iglesia- institución, a la vez que por la de “Estados Pontificios”. En los “Libros de inventarios” se conservan detalladamente no pocas cuentas y cantidades, de algunas de las cuales, con IVA o sin IVA, es preferible que no se conozcan públicamente y permanezcan ocultas bajo las siete -¡siete!- llaves de la discreción, de los sigilos y de los misterios.
Al “Hablar como un libro” lo definen los diccionarios al hacerlo “con corrección, elegancia y autoridad”, con olvido de que en los últimos tiempos, a la palabra oral y a la escrita la definen la incorrección, la inelegancia y la falsa autoridad, basada en el interés y en el egoísmo, con mitra o sin ella.
“En el “Día del Libro-libro”, por lo que respecta a la Biblia, y de modo similar a como ya se hace con “Don Quijote de La Mancha”, podría y debería imponerse la santa costumbre de leer una vez al año, al menos el Nuevo Testamento, en asambleas y comunidades parroquiales. ¡Que así sea!