Ha fallecido en Villagarcía a los 94 años de edad Adiós al gran poeta jesuita Emilio del Río
Si hay dos constantes evidentes en la poesía de Del Río son su conciencia de fugacidad misteriosa y ese incendio respirado en lo hondo de la naturaleza que se le presenta, más que como consuelo, como auténtico estallido de luz, como revelación mística casi sin solución de continuidad entre materia y espíritu.
A la actual fugacidad del libro se añade al triste fenómeno de la marginación de los poetas, el ostracismo de la llamada poesía religiosa. Y digo “llamada”, porque siempre he coincidido con aquella afirmación de Dámaso Alonso de que toda poesía, hable o no de Dios, es religiosa.
En la vida de Del Río confluyen pues afluentes decisivos que marcarán su obra: desde la soledad creativa del huérfano al deslumbramiento de la contemplación que viene de la fe; desde paisajes austeros como el de su tierra natal a viajes y exóticas piedras lejanas empapadas de evocación.
En la vida de Del Río confluyen pues afluentes decisivos que marcarán su obra: desde la soledad creativa del huérfano al deslumbramiento de la contemplación que viene de la fe; desde paisajes austeros como el de su tierra natal a viajes y exóticas piedras lejanas empapadas de evocación.
| Pedro Miguel Lamet
Decía el gran poeta y clásico de la literatura inglesa Gerald Manley Hopkins: “que la naturaleza es un fuego heraclitiano y del consuelo de la resurrección”. Palabras que creo pueden servir como despedida al poeta jesuita Emilio de Río Maeso, que acaba de fallecer en Villagaríca de Campos a los 94 años de edad. Pues, si hay dos constantes evidentes en la poesía de Del Río en mi entender, es esa conciencia de fugacidad misteriosa y ese incendio respirado en lo hondo de la naturaleza que se le presenta, más propiamente que como consuelo, como auténtico estallido de luz, como revelación mística casi sin solución de continuidad entre materia y espíritu.
Poesía esencialista
Aunque nunca fue un poeta muy conocido ni jaleado por la crítica -dedicado desde muy joven a la enseñanza de la Literatura sobre todo en Comillas y Valladolid- creo que a raíz de su fallecimiento merece que la originalidad y el poder sugerente de este poeta lleguen a ser más conocidos y saboreados por mayor número de degustadores de la buena poesía. En el panorama de una subcultura mediática como la que vivimos, donde también el libro se ha convertido por norma general en un producto de efímero consumo, es un privilegio sentarse junto al río, junto a “este Río” proceloso que conduce al mar del Todo y retornar al gozo gratuito de lo contemplativo.
Se añade al triste fenómeno de la marginación de los poetas, el ostracismo de la llamada poesía religiosa. Y digo “llamada”, porque siempre he coincidido con aquella afirmación de Dámaso Alonso de que toda poesía, hable o no de Dios, es implícitamente religiosa, o, como de forma más popular y ocurrente decía Eugenio D’Ors: “la estatua o es un dios o un cachivache”. Y es que participo de una tendencia inmanentista que cree en el hombre como algo bien hecho, o ve a Dios respirando en el interior de la creación. Es la línea representada en cierta medida por Teilhard de Chardin.
En esta línea y dentro y del pensamiento claramente teológico se encuentra Karl Rahner, para quien el ser humano puede experimentar lo infinito sólo en virtud de la precomprensión del Absoluto implícita en la percepción previa. El hombre, por tanto, es espíritu, es decir, vive su vida en continua tensión hacia el Absoluto, en una apertura a Dios: "Él es hombre sólo porque está en camino hacia Dios, lo sepa o no expresamente, lo quiera o no. Él es siempre el infinito totalmente abierto a Dios. En este sentido, sin prejuicios dogmáticos, de estudio de cada autor desde si mismo, hay que inscribir los magníficos análisis entre otros de Charles Moeller, buscando la encarnación de Dios “en toda carne”.
El hálito trascendente de toda poesía me lo confirmaron personalmente incluso algunos poetas que se confesaban agnósticos como Vicente Aleixandre y José Hierro cuando me hablaban de Tierra y Mundo, así con mayúsculas, como objetos de su cosmovisión o posicionamiento ante el misterio.
Si a esto se suma la condición de sacerdote o religioso a la del poeta, que parece que como oficio ha de hablar de Dios y que le sustrae de los círculos endogámicos en que se desenvuelven los creadores actuales, la ignorancia y el olvido son las notas dominantes. Es cierto, como dice Ángel L. Prieto de Paula, que la generación de los años cincuenta, a la que pertenece cronológicamente Emilio del Río, se distinguió sobre todo a causa de condicionamientos históricos y políticos por un menor interés hacia temas tradicionales de la poesía y una marcada dedicación a lo que se llamó “poesía social”.
Sin embargo es curioso que este autor cita a Emilio del Río como uno de los dos representantes para él reseñables de lo que considera escasa presencia de la poesía religiosa: “La poetización del amor –escribe- admite modos muy diversos, aunque se resuelve generalmente de manera poco convencional, sin desdeñar en ocasiones la impudencia erótica. Lo religioso, por el contrario, no abunda demasiado, a pesar de la inflación devocional de la etapa anterior o acaso precisamente por ella, si no es como referencia a la fe perdida o al Dios de la infancia. A veces la religión se entrevera con la preocupación social (María Elvira Lacaci), para lo que resulta útil la actualización y la manipulación argumental de determinadas escenas evangélicas (Valverde, Mantero). Existe, en fin, una poesía religiosa de la experiencia (Martín Descalzo), o más decididamente esencialista y reflexiva (Emilio del Río). Sobre su poesía escribí un prólogo-estudio a la antología de sus poemas, último libro que publicó, “Tu nombre ha florecido”, (Ed. Vitruvio, Madrid, 2008). A él me remito para más detalles. Aquí solo unas líneas en su recuerdo.
“Padre, amor de amor perdido”
En Castilla, la de Machado y en su Soria “pura entre montes de violeta”, nació Emilio del Río. Un pequeño pueblo, Valdanzo, le vio aparecer a este mundo un luminoso 5 de abril de 1928. Apenas tenía siete años cuando falleció su padre, que era secretario del Ayuntamiento y del que heredó nombre, apellido y hombría de bien: “Padre / este nombre sólo sobre mis labios suena / a mar de amor /perdido / niño / y / lentamente llorado en la memoria / mía” canta años después desde Lovaina en una “Oración desconcertada”.
La orfandad, engendradora mil veces de santos y poetas, hizo madurar en el niño al mismo tiempo los sueños de la poesía y la llamada de la fe. Sin duda esta nostalgia trascendente le mueve, gracias a los buenos oficios de un tío sacerdote, cura de Peñalba de San Esteban, a entrar en el seminario de Burgo de Osma (1940) y luego, por medio del director espiritual del mismo a ingresar en la Compañía de Jesús en el mismo valle donde Íñigo de Loyola comenzó a saborear y discernir espíritus (1946). Allí hace su noviciado, se encuentra por primera vez con los poetas latinos y se inicia su segunda vocación, la literaria, que debería verse bien clara en el muchacho, puesto que los superiores le destinan a enseñar a Virgilio en el mismo Loyola, y luego en el monasterio de Veruela, el que hizo volar el astro de Gustavo Adolfo Bequer.
No es raro por tanto que aquí (1956-1957) comenzara a escribir sus primeros versos y a cartearse con poetas como Rosales, Vivanco, Leopoldo Panero y Souvirón. “Mi encuentro personal con la poesía – me confiesa Del Río en una carta- sucedió en el verano de 1950, en Veruela. Había terminado Humanidades en Loyola el año anterior y había ido a Veruela para el curso de Ciencias para los venidos de seminarios. Encontré un clima muy acogedor. Leía literatura, a Unamuno, y con santa Teresa. Al llegar el verano leí Hombre interior de José Mª Valverde, con prólogo entusiasta de Dámaso Alonso. Leía los poemas paseando por el pinar, dentro de la muralla, de un kilómetro de larga, seis metros de alta, en torno del monasterio. Al leer me sorprendí pensando: Si esto es poesía, yo también puedo hacer poesía”.
La hizo, e incluso con esa osadía definitoria del que estrena sus primeras armas literarias, llegó a quintaesenciarla: “Poesía es la tierra de las nuevas palabras” . Después de estudios de teología en Oña es destinado a completarlos en Lovaina. “En septiembre fui ya a Oña a Filosofía; un mes delicado –con úlcera de estómago-; era otoño. Una tarde me fui al fondo de la huerta, bajo el monte, grandes árboles, a los lagos que hicieron los benedictinos. A la izquierda estaba alto; subí y me senté, mirando el lago grande, donde brotaban fuentes. Casi sin querer, comencé a escribir: “Oh lago, bello lago, / lago sereno, terso, transparente, / encuadrado en tu vieja barbacana / como en un marco un lienzo, / o un espejo mejor, en que se miran / las estrellas, el sol, la luna, el hombre... / Vengo a darte mis versos homopétalos... Y tú ¿qué me darás en torno, lago? / ¿Cuál será tu palabra...?” Siguen tres páginas y termina: “estoy sintiendo a Dios y no le entiendo”. Con razón mi primer poema va dedicado: “A José Mª Valverde”. Continuó su trayectoria de profesor, ensayista, y traductor. Destacable su recopilación de la obra poética y las cartas del gran poeta navarro, también jesuita y maestro de poetas nicaragüenses Ángel Martínez Baigorri.
En la vida de Del Río confluyen pues afluentes decisivos que marcarán su obra: desde la soledad creativa del huérfano al deslumbramiento de la contemplación que viene de la fe; desde paisajes austeros como el de su tierra natal a viajes y exóticas piedras lejanas empapadas de evocación. Emilio tiene algo de monje zurbaranesco y arriesgado peregrino de lo imposible, facetas ambas que abrieron su alma y su pluma a la seducción del misterio.
En la obra de Emilio del Río nos queda un denominador común, un regusto a presencia de lo invisible que hace a este poeta, como decíamos al principio, un metafísico de la palabra incendiada, un escanciador del misterio del cosmos. Taal planteamiento le sitúa quizás lejos de la temática de sus contemporáneos, pero no en la expresión que, siendo muy personal, se inscribe en las búsquedas de su tiempo, aunque personalmente prefiera al Del Río más clásico y contenido que al que flota con dominio sobre las olas del verso blanco. A la hora de su muerte, después de años de vida oculta -cuando lo visité en la residencia de ancianos de Vllagarcía me dijo “sabía que me iba a quedar mudo” poéticamente, se entiende- puede estar satisfecho de haber oficiado de “pontífice”, fabricante de puentes líricos, entre el corazón del mundo y su apariencia, que no entre la tierra y el cielo, pues ese cielo está aquí cerca, dentro de todo, si sabemos mirar con los ojos del poeta:
Cómo te llamaré, claro Sonido?
Tú mismo, Tu Palabra, tu alto cielo
descielándose en carne y sangre rotas,
para decirnos -piedra blanca- al cielo:
Tú te nos das, un nombre nuestro y nuevo.
Te llamaré silencio de mis voces,
el sonido del mar de cuanto vive,
la llaga en Dios por donde nace el mundo.
Desde esa llaga nos asomamos al gozo de la contemplación tras ascender el último escalón que el ser humano tiene en su haber antes de dar el gran salto de la mística, cual es la poesía. Y es que Emilio del Río coincide con San Ireneo en que “el hombre es la gloria de Dios”, y sabe con San Juan de la Cruz “do mana y corre” la fonte, “aunque es de noche”. Sin olvidar que al fin del camino ni siquiera la poesía puede parangonarse al elocuente silencio de la contemplación. Ya que después de haber hablado, después del haber cantado a la creación y al fuego que la alienta y la redime, aun con la fuerza y la inspiración de este gran poeta, dispensador del gran sacramento cósmico, nada hay más elocuente que el silencio, como parece sugerir ese verso de su buen amigo y colega Giuseppe de Genaro:
Debe restare dentro il piu bel verso
(Dentro debe quedarse el mejor verso)
He aquí uno de sus mejores sonetos.
Tierra de mi raíz
Ser de Rosa que siempre llevo dentro,
desde más dentro aún que el centro mío.
Tierra de mi raíz y de mi río
y tierra de la tierra y de su centro.
Porque rebosa todo lo que adentro
guardo de Ti, yo mismo desvarío
si no te busco, término del río,
latido fiel del mundo que concentro.
Porque todo mi ser está en el tuyo
y flota y siente el mundo tuyo suyo.
Porque el más hondo corazón señala
tu mar y mi raíz tu tierra cala.
Porque eres Dios y yo soy hombre solo,
mi ser de rosa te pronuncia en todo.