Isabel de España, «La Reina» - I ©

Respetando la ortografía de cuando fue traducido, les paso a continuación el prólogo que William Thomas Walsh escribió a su novelada biografía de Isabel la Católica, en su obra Isabella of Spain (1930) editada en España en 1931.
Antes, unas líneas.

Para facilitar su lectura lo he seleccionado en bloques, I y II, que cuelgo en Plano Picado para aproximarme a su 565 cumpleaños, el 22 de abril.

En esta biografía el historiador estadounidense empezó a pensar en la Iglesia Católica para pocos años después escribir sobre Santa Teresa en cuya investigación se convirtió al catolicismo y una hija profesó en el Carmelo. También, ya convertido en hispanista, nos regaló otro estudio sobre Felipe II y su tiempo. Aparte de otros trabajos más o menos afortunados, entre los que leí una estupenda biografía de San Pedro, que parece un tratado de teología y Personajes de la Inquisición donde Moisés es el inquisidor más terrible de la historia.


El prólogo que se transcribe fue publicado en la edición en inglés y se tradujo para la realizada en 1939 por Cultura Española. Un prólogo que no se incluye en posteriores ediciones, como la de Espasa Calpe, en Colección Austral, que se tituló Isabel, la Cruzada. En ella tampoco se incluyó el Epílogo de Martínez Almagro que denuncia y corrige gazapos, quizás atribuibles al propósito novelador de Walsh y sus obsesiones antijudías.

Mi elección del prólogo se avala por el crudo retrato del mundo en que apareció aquella mujer increíble que, hoy, aún, inspira apasionados amores... y odios. Amores, en sus hijos españoles y católicos y, odios, en aquellos que no son católicos ni españoles.


. . . PRÓLOGO DEL AUTOR

Este libro pretende contar la extraordinaria historia de Isabel, Reina de Castilla tal como apareció a sus contemporáneos destacando de entre el fondo sangriento de aquellos tiempos. Es un relato tan dramático y tan fantástico, que no necesita embellecerse ni ser dramatizado con la sabiduría –o la locura- de otros tiempos. Penetrar en el mundo interior de hombres y mujeres muertos hace muchos años, a la luz de un seudociencia, hacer jirones con despiadada ironía de toda apariencia noble y generosa; abrir, con aire de infalibilidad personal, los más profundos secretos del íntimo santuarios de la conciencia humana, que es inviolable aun para los confesores, es un oficio para el que no tengo ni talento ni afición: y si alguna vez he caído en él por descuido, tentado por los diablos de la megalomanía, pido anticipado perdón.

En la sencilla retórica de los cronistas del siglo décimo quinto hay amplio material de lo que Joseph Conrad decía que traía vibraciones de vida, y de lo que Michelet llamaba la resurrección de la carne, sin que en ello se mezcle una impresión subjetiva y personal. Y me ha parecido lo mejor seguir aquellos objetivamente, y dejarlos hablar a ellos mismos; porque, aunque parezca extraño, la vida de la protectora de Colón y madrina de América nunca fue narrada de una manera completa y coherente en nuestra lengua.

Durante casi un siglo la biografía oficial de Isabel ha sido la Historia de Fernando e Isabel, de Prescott. A este maestro paciente y cuidadoso debemos un trabajo de valor no pequeño. Pero, sin embargo, era incapaz de comprender el espíritu del siglo XV en España, porque, con toda su erudición, no sabía dejar de lado los prejuicios de un bostoniano del siglo XIX. Investigaciones modernas han abierto tesoros de documentación ignorados por él. Llorente, a quien él siguió ciegamente al narrar la historia de la Inquisición ha sido convicto, no solo de inexactitud histórica, sino de malicia deliberada, y los historiadores serios le han negado ya toda confianza.

Un gran número de los documentos originales descubiertos por Lea, y los de tanto valor que el Padre Fita publicó en el Boletín de la Real Academia de la Historia, no salieron a la luz sino más de cincuenta años después de que Prescott escribiera su obra. Las investigaciones colombianas de Harrisse, Thacher y de otros, han completado el retraso del historiador, resaltando sus trazos humanos que desvanecen los legendarios. Los estudios del señor de los Ríos, del doctor Meyer Kaiserling y de M. Isidoro Loeb han traído nuevas luces sobre la historia de los judíos españoles. Y Bergenroths, descifrando secretos papeles de Estado, muchos de ellos aún cifrados cuando Prescott escribió, trajo nuevos datos para estudiar las relaciones de Isabel con Francia, Inglaterra y el Sacro Romano Imperio.

Casi todos los biógrafos de Isabel en lengua inglesa, y algunos de los franceses, han seguido las conclusiones de Prescott, aun cuando hacían uso de material más moderno. Casi todos han hecho frente con cierto aire de condescendencia al siglo XV, y tal actitud es a peor para un historiador, porque la condescendencia no es una ventana, sino un muro… Para comprender a una persona, especialmente la representativa de una edad, es preciso imaginarse a uno mismo viviendo en aquellos tiempos, teniendo los mismos quereres, las mismas fuentes de información, sintiendo las mismas emociones. Saldrá una caricatura del que se pretende retratar, si desconocemos su época y las pasiones y las debilidades que nosotros suponemos que no sentiríamos. Lo comprenderemos mejor si decimos: «Veamos lo que él creía de sí mismo y del mundo, y, si tal creencia fuese verdad, ¿habríamos nosotros actuado de forma diferente?» La humildad es la madre de todas las virtudes y muy necesaria para escribir la historia.

Así, para comprender a una mujer con alma de cruzado, que cambió el curso de la civilización y el aspecto del mundo entero, como lo hiciera Isabel, es esencial comenzar con una visión de conjunto de la escena de Europa cuando ella apareció.

El mundo que se encontró Isabel

Cuando ella nació España no existía como una sola nación. Por su temperamento, Isabel fue más cristiana y europea que propiamente española. Todos los cronistas del tiempo –Bernáldez, Pulgar, Zurita- informan con detalle a sus lectores de todo lo que sucedía en todas las naciones de Europa, del mismo modo que un diario de los Estados Unidos trae información de todos los estados, no solamente de aquel en que se publica. Y, sin embargo, muchos de los modernos biógrafos de Isabel dan la impresión de que ella trataba de los asuntos de Italia y de Inglaterra del mismo modo que nosotros tratamos de los de Siam. La Cristiandad –todo el mundo de civilización europea- era para el europeo medio de aquel tiempo, una entidad de vida más real aun que la del propio país en que habitaba. Solamente esforzándonos para comprender la concepción que tenía la Reina Isabel de una civilización cristiana, podremos comprender el mundo en que nació.

Era un mundo que agonizaba. El Occidente era como un viejo navío consumido por un fuego interior, presto a naufragar bajo las olas de un mahometanismo triunfante. Porque apenas pudo sacudir de sí la Cristiandad a los bárbaros que hundieron Roma, cuando se vio obligada a emprender una lucha titánica para conservar su propia existencia; no una primera, ni una cuarta Cruzada, como cuenta la Historia, sino una supercruzada que mantuvo a Europa a la defensiva durante mil años, desde los comienzos del siglo VIII hasta el final del XVII. El fanatismo y el espíritu guerrero de nuestros antepasados medievales era una necesidad impuesta por la lucha inevitable que constantemente tenían que sostener con enemigos fanáticos y guerreros. Después de las invasiones de los bárbaros vinieron las devastaciones de magiares y vikingos, y por fin los temibles islamitas.

Cuando Isabel vino al mundo los turcos habían paseado sus cimitarras, incendiando la Europa oriental, asesinando hombres, mujeres y niños. Conquistada el Asia Menor, se habían lanzado hasta el Danubio, invadido la baja Hungría y dominado gran parte de los Balcanes. Cuando Isabel contaba tres años, en 1453, se apoderaron de Constantinopla, haciéndose dueños de Grecia. Los Papas exhortaron a los Príncipes cristianos a olvidar sus mutuas querellas y a unirse en defensa de la Cristiandad, que amenazaba ser destruida. Pero los príncipes cristianos prefirieron seguir luchando entre sí a seguir los consejos de los Pontífices. Francia e Inglaterra se hallaban exhaustas a causa de la guerra de los Cien Años; cuando nació Isabel sólo habían transcurrido unos veinte desde el martirio de Santa Juana de Arco. Y Luis XI se preparaba otra vez en Francia para combatir a los señores feudales, y en Inglaterra iba a prender presto el fuego de la guerra de las Dos Rosas que la desgarró interiormente durante más de una generación. Polonia se defendía de los saqueos de los barones germanos en la frontera occidental, y en la oriental, de los paganos de Lituania. Los supervivientes de los pueblos balcánicos, de Albania y de Hungría, se reunían para oponer una desesperada resistencia a los mahometanos invasores. Italia se hallaba dividida en estados rivales entre sí, de los que los principales eran Roma, Nápoles, Génova, Florencia y Venecia; todos envueltos siempre en querellas dinásticas y rivalidades comerciales, y corrompidos por su excesiva riqueza y por las costumbres paganas, que habían hecho su aparición bajo la sombra del Renacimiento. Solamente los pueblos que luchaban en vanguardia se hallaban dispuestos a escuchar la llamada de los Pontífices Romanos. El Emperador Federico III, dueño de toda la Europa Central, se hallaba muy ocupado proyectando jardines y cazando pájaros; y el Rey de Dinamarca, en despojar la sacristía de la Catedral de Roskilde de la plata donada para la Cruzada. Todo esto, mientras Mohamed II, el Gran Turco, amenazaba con sus feroces guerreros la costa oriental del Adriático, y parecía dispuesto a cumplir la amenaza de su predecesor Bayaceto, «El Rayo», y hacer pastar a sus caballos en el altar de San Pedro, en Roma.


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Continuará en el próximo post.
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