12 de diciembre, "Virgen de Guadalupe" o "Coatlaxopeuh"

Confieso que las nuevas interpretaciones indigenistas del nombre de la Virgen de Guadalupe no me son de fiar. Novedades parecidas no cesan de proponerse por la intelectualidad, en su empeño por borrar de México cualquier lazo con la cultura española y la religión cristiana.

Inasequible al sentido común la pasión indigenista demanda como último fin que la Guadalupana proceda de fuentes aztecas. O, si en principio es demasiado para digerirlo, al menos colocarla alejada de España lo más que se pueda. Porque, si no es así, ¿cuál es el motivo de las esforzadas hipótesis lingüísticas, históricas, arqueológicas? Si la Virgen no se tituló a sí misma Guadalupe sino como "la que aplastó a la serpiente" ¿no está sentándose que es la misma anunciada en el libro del Génesis? No por eso la fe cristiana va a ser la autóctona de Moctezuma. ¿Qué más da si sabemos que la Madre del Salvador es la misma en todas sus advocaciones? ¿No habrá ahí también el deseo de quitar a la Virgen mexicana su reinado en América? Cuidado. Esto puede encizañar de venenoso indigenismo la santa fe del Evangelio. A ver si ahora va a resultar que a la Emperatriz de América la envió Huitzilopochtli.

Clérigos católicos (?) que parecen sensatos se suman a dudar de que la fe cristiana, y por tanto mariana, que llevaron los "perversos españoles", sea el fundamento de la maravilla vivida por el indio Juan Diego. Hasta se atreverían a "devolvérsela" al Sumo Sacerdote Tlacaelel, en cuyo caso sería gran milagro que no se la hubiera comido antes impidiendo su aparición en el Tepeyac.

Estas revisiones nacionalistas que siempre acaban dividiendo a la nación cristiana en multitud de naciones, las que sean, nadie sabe a dónde pueden llevar. Por ejemplo, muchos mexicanos ya perdieron la idea de su procedencia histórica como nación y como pueblo. Porque se les obliga a aborrecer el origen español, como así "les defienden" los mexicanos más mexicanos de todos los mexicanos. Mas la broma es que tampoco quieren ser gringos ni, aunque parezca increible, aún menos de la etnia azteca. Vamos, que sus ascendientes son un misterio...

Y es que, a veces, la propaganda es tan fuerte que nos patinan las neuronas y el resultado es que Guadalupe ya no es Guadalupe. Incluso, si exprimimos el indigenismo americano, Luján ya no es la Virgen de Guadix, Granada, ni la llevó a Argentina Don Pedro de Mendoza. Es argentina-uruguaya-paraguaya y la de Guadix sólo una burda copia.

A propósito de estas cosas voy a contarles una anécdota. En el año 1971 una empresa americana productora de estirpes avícolas me nombró encargado de sus operaciones en España y Portugal. Como recordarán, en abril de 1974 se produjo en Portugal el golpe de estado conocido por "Revolución de los claveles". En los primeros meses la nación vecina era un caos. Presos a la calle; pillajes y sus inevitables somatenes para reprimirlos; familias amenazadas que huían a España con lo puesto; Badajoz, Salamanca, Huelva o Vigo abarrotadas; expoliaciones; la Administración del Estado sin pulso.

Algunas industrias y fincas abandonadas por el “sálvese quien pueda” eran "expropiadas" por los obreros. A un ganadero de vacuno le sacrificaron sus sementales "por fascistas": «Sólo saben comer y montar a las vacas». A uno de mis clientes le arrasaron su explotación de gallinas reproductoras, las mías, que en su precio incluían una investigación genética de miles de millones de dólares.

En su desesperación, este industrial me visitó en Madrid para que le ayudase en un plan novelesco... Acepté, por su compromiso de que la venta se registraría debidamente y su entrega sería en territorio español. Mi cliente lo había preparado todo al detalle. Pasaría su lote de aves por un punto limítrofe con Badajoz, un lugar despoblado y sin tránsito con apenas un sendero por donde unos burros con buenas alforjas pasarían las cajas con tan valiosas pollitas. Por tanto, después de preparar la incubación y saber el día de eclosión, convine el sexaje y el transporte.

Eran las diez de un anochecer de junio, aún con luz en el cielo, cuando tres mil reproductoras, más sus correspondientes machos, empezaban a descargarse del furgón recién llegado. Centenares de pollitos atronaban el aire con su piar, que no dejó de oirse hasta bien pasada la medianoche... No importaba, pues las casas estaban muy aisladas y desperdigadas como solar de grandes fincas. En una de ellas pasé la noche.

Esa casa merece cierta atención. Se trataba de un casón solariego, del siglo XVIII, a unos quinientos metros del “teatro de operaciones”. Los dueños eran nobles campesinos extremeños venidos a menos, pero leales a su prosapia. Con ellos arregló el cliente mi hospedaje, del que la cordialidad de su servicio fue un extra fuera del precio. Recuerdo del recibidor un bargueño, un gran arcón y, creo, un tapiz. En el salón unos retratos antiguos, acompañados de la muestra naif de un nieto. Me enseñaron el dormitorio, amplia habitación de paredes blancas y unas ventanas que mostraban el enorme grosor de los muros.

Escenario de otro tiempo me parecieron aquel lavabo de madera con espejo desazogado, palangana de loza, seguramente de Portalegre y, a la derecha, en el suelo la jarra con agua. Recuerdo que había una silla de asiento y respaldo de cuero y una mesita donde dejé mi bolsón de viaje. La cama alta de gruesas maderas, con el embozo ya abierto

mostraba unas sábanas blanquísimas que olían a sol. No había armario pero lo sustituía con ventaja una robusta cómoda de nogal con encimera de mármol. Colgado en aquella pared todo lo presidía un gran cuadro, copia de firma, con la extremeña Virgen negra de Guadalupe y el Niño Jesús.

Abrí una ventana para no despreciar el aroma de tan buena noche de junio que después de larga jornada me prometía un descanso reparador. Sin embargo, no podía dormirme... Pensando en los trasiegos fronterizos recordé que los peones del lado español, los que descargaron el furgón, al hablar entre ellos tenían una musicalidad familiar. Hacía ya rato que estaba acostado y esta curiosidad no se me iba de la cabeza. Me di la vuelta. Por la ventana entraba un rayo de luna que poco a poco iba tiñendo de plata y azul el cuadro de la Virgen. Como la cara se me hundía en aquel almohadón de plumas me acomodé para mejor contemplarla y, quizás, llevarme al sueño su imagen.

De pronto me di cuenta: ¡Aquel habla de los mozos era mejicana! De marcados acento y musicalidad mejicanos. Y quedé convencido de que el acento mejicano no es azteca sino extremeño. De ese rincón de Extremadura -¡que Dios me proteja en esta audacia!- es de donde salieron a centenares aquellos españoles de aquella escondida comarca y de aquellos dorados siglos para llevar al imperio azteca, junto a tantas cosas, también el cantarín y delicioso acento que hoy distingue el habla de México. El mismo que todavía aquella noche aventurera sonaba en lo que sigue siendo feudo natural de esta Guadalupana nuestra, española y, por tanto, siempre universal.

De manera que, para mí, aunque a los eruditos les parezca una herejía, aquella experiencia me convenció de que el acento mejicano tiene un gen español; más ciertamente, un ADN guadalupano.

Y pensé que si la tilma de Juan Diego enseñó al abrirse unas rosas de Castilla que no se conocían en México; y si lo sumamos a la fe regeneradora de la indígena encontrada, creo que poco nos importará que ahora a la Virgen de Guadalupe la quieran llamar sus hijos mexicanos Cuatlatuple o Coatlaxopeuh.
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