A veces llegan cartas... ®

Era una bonita canción de Julio Iglesias: «A veces llegan cartas…» Y, de entre ellas, desde que Francisco, Papa, nos pastorea a gusto de sus filias son docenas las que recibo preguntando lo que no puedo contestar o juzgando lo que no sé sancionar. Porque, ¿quién soy yo para juzgarle...? El resto de temas son de tipo banal o político, de este último muchas proceden de Hispanoamérica.

« (...) el Concilio Vaticano II ha sido una ventana abierta a la primavera en una institución, la Iglesia, que parecía una procesión de fantasmas hacia una escombrera».

(…) le advierto que en la Historia de la Iglesia hubo fieles que por su inusitado celo en combatir la heterodoxia cayeron en la ultra-ortodoxia. Piénseselo, D. Pedro».


Ojalá que estas opiniones fueran señal de que mis artículos despiertan inquietudes por esta fe católica, hoy de tan escasa expresión y casi ayer civilizadora del mundo. Créanme que sólo pretendo opinar en cuanto que hijo de la Iglesia y combatir las mentiras acomodaticias que crecen y se enquistan por la actual pérdida de formación. No me veo por eso ‘ultra-ortodoxo’. Es más verdad que ni en las más afamadas obras pías apenas hay vida de fe y sí mero preceptualismo amarranado, carencia de amor de Dios disimulada con barnices de instrucción. Todo se ha deteriorado tanto que un católico interesado en su religión parece hoy un doctor de la Iglesia, al tiempo que de algunos sacerdotes, teologones y obispos nadie diría que son católicos.

Las paradojas de la historia son muy variadas y en ellas caemos todos de alguna u otra manera. Con respecto a las primaveras conciliares, así como ahora las bergogliares, la paradoja está en los resultados. De la del Concilio Vaticano II se llegó a decir, por quienes tenían protagonismo para decirlo, que fue muy parecida a la Revolución de octubre, de los bolcheviques; o a la toma de la Bastilla. Desde luego fue primavera para los que llamaban invierno a la fidelidad al Evangelio, que no hay otro que el que nos conservó la Iglesia Católica. Pero al concilio de Juan y Pablo los ciegos a la realidad se empeñan en colmarlo de elogios, como si quienes ven sus errores y sus fáciles manipulaciones fuesen demonios de intransigencia. Suelen ser argumentos de estupenda apariencia, pero dolosos, de quienes se asientan en el Concilio para respaldo de actuaciones que llevan a la Iglesia a su desaparición. ¿Qué hacer entonces? Creo que atarse al palo mayor de la nave de Pedro, que en la Iglesia es la tradición, y vendarnos lo ojos y los oídos al modernismo que, como toda moda, más pronto o más tarde pasará... aunque como las pestes del Medievo, para nuestra desgracia y, probablemente, merecido castigo.

Y respecto a eso de ser ultra... Pues, miren ustedes, yo creo que no ser "ultra" en bastantes casos es la peor de las pobrezas. Es un estado muy a ras de tierra y bastante aburrido. El tibio, que es un tipo de vago espiritual, cría enseguida las tenias de la indiferencia y el egoísmo. No vale para el bien ni para el mal; en ambos casos es simple carne de cañón. Se engaña con una pasotería anclada en lo que se lleva. Nada emprende con arrojo y aventura.

Por el contrario, cuando se dice de alguien que es “integrista” o “fundamentalista” no se cita a un fanático descerebrado. Mucho menos si hablamos de religión. El diccionario lo desmiente distinguiendo a un fiel que guarda su credo sin falsearlo o a un creyente que busca los fundamentos de su fe, pues si de ello no se preocupa cae en la dependencia supersticiosa del brujo o del falsario.

Y es que hay cosas que debería ser obligatorio sentirlas apasionadamente, pues la pasión es la sal del vivir, aunque, por supuesto, con medida para no taparles el sabor. No es verdad que en el término medio esté la virtud pues, como enseñaba Aristóteles —y el defenestrado de Santo Tomás—, el término medio es virtud entre dos exageraciones viciosas. Por ejemplo, entre la temeridad y la cobardía, la virtud es la valentía. Pero en el Amor, el Bien o la Verdad no puede haber extremismo. Amar no tiene límites, el Bien es una sucesión de cumbres en la escalada hacia Dios, la Verdad es el faro que nos salva del naufragio.

Así que, por favor, subamos nuestros listones de exigencia para no renegar de la ortodoxia, de la integridad de las cosas y del fundamento de la vida. No pongamos topes al Amor, al Bien y a la Verdad para que vivir haya merecido la pena.
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