La puerta estrecha

La semana pasada me quedé con las ganas de traer a nuestro punto de encuentro el evangelio del tiempo ordinario, popularmente conocido como el de la puerta estrecha (Lucas 13, 22-30). Es lo bueno que tiene la Palabra de Dios, que siempre está de actualidad aunque la liturgia vaya cambiando de textos a medida que pasan los domingos.

Es un texto desapacible para los tiempos que corremos pero lo es porque no lo contextualizamos en la realidad cotidiana de la vida. La puerta estrecha es un mensaje antes que cristiano, humano, en el sentido de que cualquier actividad o experiencia que merezca la pena, tiene su necesaria e ineludible puerta estrecha. Sin ir más lejos, los Juegos Olímpicos son un formidable escaparate de superación al límite, durante años de privaciones y sufrimientos que además no te garantizan la medalla; que digo la medalla, ni la clasificación previa para acudir a competir. Unas oposiciones, una bella vista tras la dura ascensión a la montaña, la amistad de tantos años a pesar de los avatares de la vida, o precisamente gracias a ellos...

Pero no asociamos el logro soñado con el esfuerzo de años plagados de puertas estrechas que nos autoimponemos en medio de muchos fracasos, con tal de lograr el éxito profesional, las medallas pero también la sonrisa del hijo que sigue peleando por salir de una larga enfermedad o crecer en el amor del matrimonio. La puerta estrecha es el camino para alejarnos de una vida anodina, superficial e inmadura.

Jesús viene a decirnos que en la vida religiosa pasa lo mismo, que es necesario entrar por la puerta estrecha para madurar nuestra fe, algrarnos en la esperanza y crecer en la caridad cristiana. La vida tiene sus caminos. Nos molesta la puerta estrecha evangélica pero aceptamos de buen grado las puertas estrechas para lograr otros fines loables o no tanto; nos preocupamos y afanamos por nuestros proyectos y sueños, nuestros estudios, el trabajo, etc. Damos por hecho que lo vale cuesta, pero siempre que exista en lontananza un bonito premio a nuestra querencia humana, como si la oferta de Jesús no fuese la plenitud en estado puro.

Este evangelio nos habla de esperanza, sí. Del valor que atesora el esfuerzo, la fidelidad y la constancia y de que hoy no es siempre. Que la esperanza que pone un gimnasta durante los cuatro años de olimpiadas con la meta fija de una medalla, va a estar cincelado por un esfuerzo brutal a diario; su puerta estrechísima es perfectamente comprensible, pero en cambio resulta decepcionante si el mensaje viene de parte de Jesús, cuando la diferencia es radical.

¿Dónde estriba esta diferencia tan radical? En lo esencial: un deportista no tiene garantizada la medalla, ni un estudio voraz presupone ganar unas oposiciones, ni tampoco la resultante de embarcarse en un empresa poniendo mucho dinero y recursos, garantiza el éxito soñado. Sin embargo, la puerta estrecha del evangelio nos garantiza el éxito que proclama la Buena Noticia; nuestras fuerzas siempre serán pequeñas pero donde no seamos capaces de llegar, allí estará el Espíritu para validar nuestra tarea y convertirla en fruto abundante según los planes de Dios.

La santidad no consiste en realizar empresas extraordinarias sino en abrirnos confiadamente al amor de Dios para que realice maravillas en nosotros. ¿Y cuál es el camino? La puerta estrecha, trabajarnos con esfuerzo como ocurre en cualquier empresa humana que de verdad quiere triunfar. Las privaciones y renuncias están aseguradas antes del éxito, en todos los casos. Eso sí, el éxito que nos anuncia Cristo es mucho mejor que el de sacar unas oposiciones o aparecer en el medallero de unos Juegos Olímpicos.
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