Juan y Francisco

En los tiempos de Juan XXIII, del que el próximo 25 de noviembre se cumple el aniversario de su nacimiento en 1881, la minoría ultraconservadora que había intentado impedir el Concilio, primero, sabotearlo después y por fin anularlo, no se escondía para afirmar su deseo de la desaparición del papa. Sólo vivió 5 años, pero fue un lustro de pura revolución del evangelio en la Iglesia. Su elección como papa, nos cuentan algunos expertos, se debió a la división en el colegio cardenalicio. Unos querían una apertura de la Iglesia, otros mantener la línea de los papas Píos. Al no llegar a un acuerdo se llegó a un compromiso: elegir un papa de consenso que fuera mayor para dar tiempo a buscar otro. Pero Roncalli supo recoger los signos de los tiempos e inició un ambicioso programa de reformas en la Iglesia: convocó un Concilio y un Sínodo de Roma con el fin de transformar las viejas y caducas estructuras. El Concilio se llevó todas las fuerzas del papa y el Sínodo hubo de esperar. Ahí fue donde se hizo fuerte la curia para oponerse a los cambios que trajo el Concilio. Esa curia y la vieja estructura eclesial romana se encargaron de frenar el Concilio y dar marcha atrás, hasta que pasados dos papas, uno de ellos efímero, pudo volver a "poner las cosas en su sitio".

Las instituciones tienden a defenderse de los cambios, son enemigas por definición del cambio y tras 20 años ya habían conseguido congelar la primera eclesial impulsada por Juan XXIII y que ni Pablo VI ni, por supuesto, Juan Pablo I pudieron llevar a cabo. La fuerza de oposición era sobrehumana. Es imposible hacer un cambio institucional con los mismos miembros que han forjado una forma de ser Iglesia clerical, jerarquizada, dogmática y a la defensiva. Para poder llevar a cabo un cambio efectivo en la Iglesia hay que eliminar todas las trabas de los que se oponen al cambio y transformar las estructuras cerradas y clericales en lugares de intercambio de ideas y toma de decisiones compartidas. Si Juan XXIII, con la autoridad que le da la infalibilidad que los ultraconservadores otorgaron a la figura del papa, hubiera cambiado de un plumazo a todos los miembros de la curia, sin pretender llegar a ningún tipo de acuerdo con ellos, otro gallo cantaría a la Iglesia. Pero los de siempre, aferrados al poder, rezaban cada día a Dios para que se llevara al papa a su lado; "el papa pasa, la curia queda", era su lema. Por eso, cualquier reforma en la Iglesia debe empezar por barrer esa curia y esas viejas estructuras tan acostumbradas a gobernar sin rendir cuentas a nadie.

Debería aprender Francisco de la historia reciente. Son muchos los que ya no se esconden para afirmar que al fin y al cabo, al papa le queda poco y que después todo volverá a la normalidad, a su normalidad. Creen que la Iglesia podría haber seguido existiendo si Francisco no hubiera generado este cambio tan radical en el papado, no se dan cuenta que la Iglesia iba de cabeza al suicidio social. Francisco ha hecho mucho en apenas año y medio, pero antes de que la edad venza sus fuerzas debe dar un golpe de timón radical y acabar con los restos de un pasado que nos amenaza con volver en cualquier momento. Son muchos los que no terminan de tomar en serio el programa de cambios de Francisco y que simplemente lo toman como uno más de los papas. Al fin y al cabo, se dicen, vendrá otro y también a él habrá que adaptarse. Flaco servicio al evangelio y a la Iglesia prestan estos tales. Por nuestra parte nos implicamos al máximo con este pontificado, lo cual implica que si hubiera un cambio en Roma tendríamos que enfrentar las consecuencias, pero no queremos ser como las iglesias del Apocalipsis, ni frías ni calientes. Nuestra posición es sobradamente conocida y así queremos que sea.
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