La ternura de Francisco para el papa Francisco
Francisco “fue un enamorado. Un enamorado de Dios, y también un enamorado de los hombres (cosa que encierra, probablemente, una vocación mística todavía más singular). Un enamorado de los hombres es casi lo contrario de un filántropo”[1], con estas palabras se refiere Chesterton al trovador de Asís. Fue un enamorado tanto de Dios como de los hombres y cabría decir que lo uno por lo otro y viceversa, pero lo que no fue de ninguna manera es un filántropo. Su amor por el hombre no es un amor genérico, a la humanidad. Como tampoco su amor a Dios es un amor a la divinidad. El amor siempre ha de ser concreto, a algo o alguien. Francisco ama a Dios en los seres creados y ama a los hombres por sí mismos, viendo en ellos un trasunto de Dios. Ese amor concreto a los seres creados es el fundamento de su fraternidad. Ser hermano de todo lo que existe es una constitución básica de Francisco, la fraternidad es su esencia.
La fraternidad sólo puede vivirse en comunidad. El hombre que quiere amar a sus hermanos debe hacerlo a partir de un ámbito compartido en el que los hombres puedan sentirse hermanos del mundo y entre ellos. Lo contrario sería caer en la famosa filantropía que no es sino un sentimiento burgués de pena por el ser humano que no ha tenido la misma fortuna en la vida. Filántropo puede ser un rico vendedor de telas que con las sobras alimenta a los hambrientos que produce el sistema económico que engorda sus arcas. Pero un enamorado como Francisco no puede ser filántropo, sino hermano con todas las consecuencias.
Todo lo existente es fruto del amor de Dios y todos los seres son sus hijos y por tanto hermanos. Para vivir esto es necesario crear los vínculos sociales adecuados. Sólo apartándose de los hombres, en primer lugar, podrá luego volver a ellos como el hermano universal. Así, podrá crear una comunidad fraterna que no reproduzca los vicios de la sociedad segregacionista que los vio nacer. Una comunidad unida por el vínculo del amor y de la renuncia. Sólo renunciando a todo se puede poseer lo verdadero. Esa renuncia le lleva a la posesión de lo más valioso: el ser hermano menor del mundo. Y aquí la minoridad no es menos importante que la hermandad, porque no es extraño que se creen comunidades fraternas donde los títulos se conviertan en nuevos estamentos sociales: fray, sor, padre. Es importante no olvidar las palabras del Evangelio: “a nadie llaméis padre ni jefe… el que se ensalce será humillado” (Mt 23, 9-11). La tendencia natural de los grupos humanos es crear estructuras que reproducen el pecado del mundo, introduciendo diferencias entre los miembros que no tienen que ver con la fraternidad que se propugna. Francisco era muy consciente de esto y nunca quiso que sus hermanos aceptaran distinciones, llamándose simplemente hermanos menores.
[1] Gilbert K. Chesterton, San Francisco de Asís, Juventud, Barcelona 2004, 11.
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