Belén

Cuando los Reyes Magos, inspirados por el Espíritu van a buscar al nuevo Rey de Israel, por lógica llegan a Jerusalén y al palacio del Rey Herodes. Se imponía la costumbre: un Rey nacía en un palacio real y se suponía que era descendiente del Rey de turno. Ellos se encontrarán con la gran sorpresa de que no era así. Orientados por el mismo Herodes, quien había consultado, se dirigen a Belén, el lugar profetizado para que naciera el Rey Mesías. Así lo hizo saber el profeta Miqueas: Esto dice el Señor: “De ti, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a tiempos pasados, a los días más antiguos.

Belén ni siquiera era una ciudad. Una pequeña aldea. Y agudiza más la sorpresa para quienes creían que el Mesías nacería, al menos en una casa de familia, el hecho espectacular de un nacimiento en una cueva donde se solían guardar animales. No había para el Mesías un puesto ni siquiera en el Mesón de la población. Allí, en una pequeña cueva, con el frío de la noche y sin mayores reparos que un pesebre, nace el Mesías. Misteriosamente incomprensible, se hace realidad lo que Pablo explicará posteriormente en la carta a los Filipenses: el Señor se despojó de su condición divina para hacerse hombre; se hizo pequeño y pobre para engrandecer y enriquecer a la humanidad. Es la radicalidad del amor salvífico de Dios hecho hombre.

Para nosotros, los cristianos, Belén tiene todo un significado y una enseñanza teológica. No es un simple lugar geográfico. Es mucho más que eso: es el sitio donde se hizo presente el Dios humanado. Belén habla de la “pobreza radical” de Dios. En primer lugar porque hace referencia, como ya indicáramos, al misterio del “anonadamiento” o empequeñecimiento de Dios, al hacerse hombre. Esa realidad es fruto del amor extremo de Dios Padre quien envió a su hijo para salvar a los seres humanos. Y la salvación se comenzó a realizar desde la condición más pequeña que se podría uno imaginar: la encarnación. A la vez, Belén muestra esa “pobreza radical” desde donde Dios mismo iba a dar la mayor riqueza a la humanidad: al permitirle con su vida y acción salvífica que todos los hombres pudieran llegar a ser hijos de Dios. Belén es la aldea, con su cueva, donde comenzó a brillar la “luz del mundo”. Fue allí donde se escuchó por primera vez el canto de los ángeles: “Gloria a Dios en el cielo”…Fue allí mismo donde se dio a conocer por parte de María y José a los pastores y a los Reyes magos.

Belén se va a convertir en el “símbolo” de la presencia de Dios en medio de la historia humana. El Mesías, Jesús, a medida que va creciendo y, en especial durante su vida pública, nos va a mostrar que es desde la pequeñez desde donde Él va a cumplir la voluntad del Padre Dios. No elegirá a un grupo de letrados como discípulos; tampoco se rodeará de gente de alto calibre para predicarles los misterios del Reino; se enfrentará a los poderes del mundo y al “pecado del mundo” no con un ejército sino con las armas de su humildad. Morirá como un malhechor, abandonado y en la dolorosa experiencia de una cruz. Será sepultado y sus discípulos sentirán miedo y abandono. Pero resucitará y manifestará su gloria, con una fuerza inesperada por muchos pero aceptada por quienes se atreven a creer en Él. El signo de Belén se hace sentir en todo momento, incluso en el primer encuentro con los suyos luego de la Resurrección: en la pequeñez del cenáculo, brilla la nueva Luz del Mundo: la de su Resurrección.

Al preparar la Navidad, al celebrarla y disfrutar de su riqueza espiritual, el símbolo de Belén debe estar presente en medio de cada uno de nosotros. Generalmente en todas las culturas, el misterio de la Navidad ha producido grandes manifestaciones. La mayoría nace de la fe sencilla de la gente de pueblo. Pero no falta quien quiera hacer de ésta, una fiesta mundana, llena de candilejas, ruido, licor y materialismos disonantes. No es una fiesta mundana… es más bien la fiesta de la pobreza enriquecedora del Dios de la vida. De allí, la necesaria actitud con la que debemos prepararnos para celebrar la Natividad del Señor. El símbolo de Belén es, para nosotros, marcante: lo debemos reflejar en cada uno de nuestros corazones, donde ha de renacer el amor del Niño Dios; lo hemos de hacer patente en cada uno de nuestros hogares, donde solemos hacer representaciones del Nacimiento: allí ha de seguir manifestándose el amor liberador de Dios. Y en nuestras comunidades e instituciones, también. No se trata de ver cuál es el “nacimiento” más bonito u original. Lo que se debe hacer sentir es que, al representarlo, estamos decididos a hacernos pequeños como el Mesías para llenarnos de su grandeza amorosa que nos salva.

No se debe convertir el Belén de nuestro hoy en expresiones de una grandeza innecesaria, sino en la figuración de lo que verdaderamente significa. Por eso, las palabras del profeta, que repetimos, salen a nuestro encuentro y que han de guiar parte de nuestra preparación a la festividad de la Navidad: Esto dice el Señor: “De ti, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel, cuyos orígenes se remontan a tiempos pasados, a los días más antiguos.
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