Nuestras “periferias existenciales”
Mientras caminaba por las orillas del Jerte, como suelo hacer a primera hora de la mañana, siempre que puedo, tuve no hace mucho la oportunidad de mantener una conversación con uno de los muchos hombres en edad laboral que hacen la misma ruta. Tengo que deciros que cuando nos cruzamos con uno de ellos, sobre todo si lo vemos por primera vez, mi secretario me dice: “está parado”. Lo hace porque sabe que me duele el drama de quienes cada día se están quedando sin trabajo y de quienes en el hogar familiar comparten con ellos las consecuencias. Con el compañero de camino de ese día, aunque ya no recuerde bien cómo y por qué, nos cruzamos algunas palabras: nos dijo que salía a caminar desde que estaba en paro.
La conversación derivó con toda naturalidad hacia algunos detalles de sus circunstancias: los 400 euros como único ingreso - menos mal que aún los tiene -, que su hijo también estaba parado, y hablamos de los gastos de la casa y de ese resto, escasísimo que les quedaba para comer y cubrir otras necesidades. Entre otros detalles, salió el tema de la luz, del terrible problema que está suponiendo para tantas familias la alta factura que les llega de la compañía eléctrica, y nos contó cómo en su casa han tenido durante el invierno que apagar el brasero y liarse en una manta, para así poder ahorrar. Como veis, un ejemplo vale más que mil palabras.
Si tiramos del hilo, nos encontramos con familias sin ninguna renta, con niños que sufren, con jóvenes en paro, con inmigrantes de sueños frustrados, con alquileres imposibles de pagar, con hipotecas y desahucios, con problemas tras problemas, y con la deriva que todo esto tiene en el estado emocional de las personas y en la convivencia familiar. Todo sucede, como sabemos, en nuestros barrios más periféricos, pero también en familias que antes vivían sin agobios; sucede en nuestras ciudades y en nuestros pueblos. Estos problemas tienen orígenes muy diversos: la crisis inmobiliaria, la situación de la agricultura en el mundo rural, el cierre de muchas de nuestras empresas y negocios, la reducción del empleo público, los recortes económicos que se producen en sectores que antes generaban empleo, etc. Y no deberíamos olvidarnos de las consecuencias sociales, morales, psicológicas y espirituales que se derivan de todas estas situaciones. No estamos viviendo, en efecto, en el mejor de los mundos; al contrario, vivimos en unos pueblos y ciudades en los que hay muchos problemas, por los que sufren muchos hombres y mujeres, y a los que tenemos que acompañar, para que no les falte nunca nuestra fraternidad.
Como es lógico, al menos por mi parte, no puedo ignorar los problemas que los hombres y mujeres de nuestra tierra llevan en el corazón por su falta de sentido o por su pérdida de esperanza. Duele el olvido de Dios en el que han caído muchos de los que recibieron el don de ser sus hijos; duele el alejamiento de Cristo de tantos como le han conocido y ahora viven como si nada hubiera sucedido en sus vidas.¡Si supieran cómo cambia la vida cuando se tiene a Dios! ¡si supieran todo lo que se gana con el amor de Jesucristo! Y, por supuesto, duele el deterioro moral que está afectando a tantos modos de vida en comportamientos personales, familiares y sociales, y que está dañando gravemente a nuestra Región, a España y al mundo.
¿A que vienen, os preguntaréis, este elenco de problemas? Pues sencillamente porque en ellos se identifican las periferias existenciales de las que habla el Papa Francisco. En esas periferias - en las que se pudiera encontrar nuestro propio corazón -, están las miserias humanas, que unas veces son materiales, otras sociales y en muchas ocasiones son miserias espirituales. Pero, sobre todo, este elenco de problemas y el que deberíais hacer cada uno de vosotros, se han de convertir en nuestra preocupación como cristianos, discípulos del Señor. Ése es el mundo al que tenemos que ir a poner amor de Dios, al que hemos de acercar en fraternidad la misericordia divina. Es en esos ambientes, a los que llamamos periferias existencias, en los que cada uno tiene que ir descubriendo cada día dónde están las heridas y dónde están los que las sufren.
Si las heridas son materiales, nos acaba de decir el Papa Francisco: “las conciencias se han de convertir a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir”. Maravilloso programa. Si son heridas morales, es decir, las que están esclavizando y destruyendo a las personas en su sentido y en su dignidad, hemos de ponerles un bálsamo de misericordia y esperanza, que nunca será nuestra, que siempre será de Dios, y que siempre se encuentra en Cristo. Lo nuestro es vivir de la misericordia que recibimos y de la misericordia que ofrecemos. Para todas las heridas tenemos, además, la alegría del Evangelio. Como muy bien nos recuerda el Papa en su mensaje para la cuaresma: “Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor de la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor”.
Ahora que en nuestra Misión Diocesana Evangelizadora estamos en el Año del Discipulado, recordemos que discípulo es quien conforma su corazón con el de Jesucristo. La cuaresma nos ayudará a buscar su cercanía en la oración, en la escucha de su Palabra, en su perdón misericordioso y en el encuentro amoroso con su gracia en la celebración de la Eucaristía. Busquemos también a Cristo, acercándonos a él “en aquellos en los que se ve su rostro: amando y ayudando a los pobres, servimos a Cristo”.
Feliz y fraterno camino hacia la Pascua.
Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia