"El grande es el pequeño, el que gobierna es el esclavo, las jerarquías pierden su significado" "Si se domina se oprime, y punto. Y esto en la Iglesia nunca debe ser"
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Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús. Son dos de los que comparten todo con Jesús. Pero nosotros los conocemos: los dos habían sido apodados por el Maestro «hijos del trueno», a causa de su carácter impetuoso. Los vemos acercarse a él con entusiasmo, para compartir algo de la misión o por afecto.
Pero no. Oímos sus palabras: 'Maestro, queremos que hagas por nosotros lo que te pedimos'. Traducido sin matices: 'Queremos. Debes hacer según nuestra voluntad'. El tono y las palabras chocan la sensibilidad. En cada uno de los dos discípulos fieles vemos de repente una escisión: Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Jesús mantiene la calma con los «hijos del trueno». No dice ni sí ni no. Quiere que manifiesten sus deseos. Responde a su pregunta con otra pregunta: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». Y he aquí que ellos le responden: «Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Quieren la gloria. Jesús va a la cruz, y ellos quieren gloria. Han comprendido (erróneamente) que habrá un reino glorioso (terrenal) del Mesías, y quieren ser los primeros ministros de este nuevo reino. Después de todo, ¿son o no son los «hijos del trueno»?
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Marcos (10:35-45) muestra a Jesús sin rodeos: 'No sabéis lo que pedís'. Dentro de unas líneas les confirmará en la misión, pero ahora les dice que no han entendido nada. La paradoja de los llamados por Jesús: son necios y elegidos. El Maestro les hace otra pregunta: «¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o ser bautizados en el bautismo en que yo soy bautizado?». Y los apóstoles le responden eléctricamente y a coro: «¡Podemos!». Pueden, voz del verbo «poder». Estamos en el delirio. En realidad no saben de qué están hablando. Jesús está hablando de la copa de su pasión y muerte -una copa bebida hasta las heces-, y ellos están pensando quizá en un banquete o quizá en una prueba, sí, pero una prueba pasajera, fácilmente superable por su Goldrake.
Pero Jesús los ama. Y sabe que al final, aunque ahora sean tontos, comprenderán y seguirán sus pasos y beberán su copa: Santiago sufrirá el martirio y Juan tendrá sus tribulaciones. Los otros diez apóstoles, sin embargo, lo habían oído todo y empezaron a indignarse con aquellos dos. Los otros diez -reconozcámoslo- no eran mejores que estos dos: mientras caminaban habían discutido (a escondidas de Jesús) sobre quién de ellos era «el mayor» (Mc 9,34). En resumen: estallan las peleas internas.
Jesús, sin embargo, mantiene siempre unidos a todos, no se escandaliza por la insipiencia de los suyos, no pretende haberlos catequizado debidamente. Sabe que los que le siguen lo hacen por atracción de lo alto, por un instinto profundo, y no porque lo hayan comprendido todo ni porque sean perfectos en sus opciones y comportamientos.
En un momento dado, llama a los doce y les dirige un discurso que condensa la esencia del Evangelio: «Sabéis que los que son considerados los jefes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus dirigentes las oprimen», les dice, planteando la sólida ecuación entre dominación y opresión. Si se domina se oprime, y punto. Y esto en la Iglesia nunca debe ser: 'el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos'. El grande es el pequeño, el que gobierna es el esclavo, las jerarquías pierden su propio significado. Dios, de hecho, «no vino para ser servido», para ser adorado y alabado. Vino «a servir y a dar su vida», dice Jesús. A Dios no le gratifican en absoluto nuestras postraciones o actuaciones. Dios no es Narciso.
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