"Empieza a echar a los que vendían y a los que compraban. El relato es incremental en su furia" "La fe hace violencia a la inercia de las obviedades"
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Jesús entra en Jerusalén, en el templo. Afuera ya está oscuro. Su mirada no tiene un objeto: mira «todo lo que le rodea». ¿Qué hay en esa mirada? ¿Qué pregunta, qué propósito? No lo sabemos. Como ya es tarde, sale y con los Doce se dirige a Betania: unos 5 km de camino. Es de noche y es de día. He aquí el despertar, y ya Marcos (11, 11-25) nos muestra al grupo saliendo de la ciudad. Nuestra mirada no ve más que movimientos externos: las miradas, los pasos. Parece que no pasa nada.
Y he aquí que Jesús tiene hambre. ¿Qué hay más normal que un retortijón de estómago, que un languidecimiento? ¿Qué puede comer? Observa, pero desde lejos, una higuera llena de hojas. Hojas, no frutos, no higos. Jesús la señala. La mirada es el fuego del relato: antes sobre los objetos del templo, ahora sobre la higuera. Es una mirada inquisitiva. Jesús se acerca. Intenta ver si por casualidad hay algo. Así lo dice Marcos: algo. Se refiere a las higos, claro. Pero, dicho así, es extraño: resalta la mirada inquisitiva. No encuentra más que hojas. De hecho, no era la temporada de los higos. Claro: ¿por qué buscar los frutos cuando no es el momento? La acción de Jesús es sin sentido o contra natura, si queremos. Y él se queda con languidez.
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Entonces se vuelve hacia el árbol. Le habla. Y dice: «¡Que nadie coma jamás tus frutos!». Estamos en el absurdo. Jesús está claramente fuera de sí por la ira. Marcos señala que sus discípulos lo oyeron, como para aclarar que no se trataba de un mal humor silencioso, como si Jesús simplemente se hubiera enfadado. Sus palabras son claras, fuertes y audibles. El relato sugiere que había cierta distancia entre Jesús y los suyos, como si el Maestro se hubiera adelantado a ellos para comprobar si ese árbol tenía algo colgado entre las ramas además de hojas. Y ahí termina la historia. No hay más que decir. La escena es desconcertante.
Vemos a Jesús y a los suyos regresar a Jerusalén. El Maestro vuelve a entrar en el templo. ¿Y qué hace? Empieza a echar a los que vendían y a los que compraban. El relato es incremental en su furia. La noche anterior debió de haber visto «todo», y su ira debió de haber aumentado en esos momentos. Ahora vuelca las mesas de los cambistas y las sillas de los vendedores de palomas. Se interpone e impide que cualquiera transporte cosas por el templo. Hay una furiosa dinámica que domina la situación. Jesús grita: «¿No está escrito: «Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones»? En cambio, vosotros la habéis convertido en «una cueva de ladrones»». Los jefes de los sacerdotes y los escribas presentes se sentían avergonzados. Y la gente estaba asombrada, pero no asustada. Los jefes, en cambio, tenían miedo precisamente porque sus gestos eran apreciados y su furia era bien comprendida.
Anochece. Jesús y los suyos salen de la ciudad. Amanece. La noche se escapa rápidamente. Vuelven a pasar por delante de la higuera: se había secado desde la raíz. Pedro está conmocionado. Jesús reacciona: «Si alguien, con fe y sin dudar, le dijera a este monte: «levántate y tírate al mar», así sucederá».
¿Por qué este milagro negativo del higo? ¿Por qué esta ira en el templo? ¿Por qué las palabras sobre la fe que mueve montañas? Porque las acciones de Jesús son proféticas, su ira comunica un mensaje. El Maestro quiere hacer entender con su vehemencia que no hay tiempo que perder. El fe no se limita a lo probable, y no conoce estaciones ni tiempos fijos de ciclos y calendarios, de «ahora sí, ahora no». La potencia de la fe supera la imaginación. Y excluye la corrupción que transforma la oración en comercio. La fe hace violencia a la inercia de las obviedades.
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