Jesús y la Iglesia: la complejidad del problema
La dificultad, que he planteado al hablar de la relación entre Jesús y aquello que tanta gente rechaza de la Iglesia, entraña una complejidad mayor de lo que algunos quizá imaginan. Porque, en este contraste que mucha gente percibe como una contradicción entre Jesús y la Iglesia, se percibe además una especie de misteriosa resistencia a la solución. Una resistencia que, por otra parte, no resulta fácil de explicar.
Esta dificultad o, si se prefiere, esta complejidad radica en el hecho de que, desde hace mucho tiempo (bastantes siglos), ha sido, y sigue siendo, notable la cantidad de personas creyentes y gente de Iglesia que se han dado cuenta perfectamente del problema que acabo de presentar. Además, han sido muchos los cristianos que han tomado conciencia de este problema con verdadera preocupación. Una preocupación que nacía (y nace) de la lógica inquietud de tantas buenas personas que, como creyentes honrados, quieren ser fieles a Jesús, pero al mismo tiempo quieren ser fieles también a la Iglesia. Ya que es a la Iglesia a quien le deben que el Evangelio de Jesús se haya conservado y se haya vivido durante tantos siglos hasta el día de hoy. Y sin embargo, no es exagerado asegurar que, desde muy pronto, se empezó a sentir, entre no pocos creyentes, conscientes de las exigencias de su fe, una misteriosa tensión entre su fidelidad al Evangelio de Jesús, por una parte, y su fidelidad a la Iglesia, por otra.
Esta experiencia de tensión entre Evangelio e Iglesia viene de lejos. Ya en el s. III, bastante antes de Constantino, en los orígenes mismos del monacato, en el norte de Egipto, es éste precisamente el fenómeno que se percibe. Fue en aquel tiempo cuando hombres como Antonio, el llamado “padre de los monjes”, se sintieron impulsados a abandonar la vida fácil e instalada de los cristianos urbanos y huyeron al desierto. La Vita Antonii, escrita por san Atanasio, indica que fue justamente la lectura del Evangelio lo que motivo a Antonio (el hoy llamado “san Antón”) a vender la buena herencia que había recibido de sus padres y, después de darlo todo a los pobres, tomó la decisión de retirarse al desierto (Vita Antonii, 2, 3. Ed. Sources Chrétiennes, nº 400, Paris 1994, p. 133). Como ya he dicho, esta tensión se mantuvo siglos después. Otro ejemplo elocuente, en este mismo sentido, es el extraordinario fenómeno social que tanto inquietó a buena parte de la Europa cristiana en los siglos XI al XIII. Me refiero a los movimientos espirituales anti-eclesiásticos de aquellos tiempos: cátaros, valdenses, pobres de Lyón y tantos otros grupos de los que Y. Congar ha dicho con razón que “no querían otra cosa sino ser cristianos según la literalidad del Evangelio” (L’Eglise de saint Augustin à l’époque moderne, Paris, Cerf, 1970, 209). Que es exactamente la misma tensión y la misma respuesta que encontró Francisco de Asís en el pontificado de Inocencio III. Como lo vio claro H. Grundmann, Francisco tuvo siempre “confianza creyente en la Iglesia y en sus sacramentos”, como siempre tuvo una “inquebrantable veneración del ministerio sacerdotal” (Ketzergeschichte des Mittelalters, Göttingen 1963, p. 37). Pero esto no le impidió ver la necesidad de una “reconstrucción de la Iglesia derruida”. Reconstrucción que sólo se podía hacer mediante la recuperación de la pobreza, la humildad y la sencillez de Jesús crucificado (cf. H. Küng, El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 1997, p. 418-419). Y conste que ejemplos parecidos a éste se podrían poner tantos y tantos hasta nuestros días.
Pues bien, si es cierto que esta tensión entre la fidelidad a Jesús y la fidelidad a la Iglesia ha existido durante siglos, y sigue viva en este momento, es evidente que, en la raíz de esta tensión, se oculta un problema capital para el cristianismo. La complejidad del problema se advierte enseguida si tenemos en cuenta que, en el fondo, la persistencia resistente de este problema, vivido por tantas personas de buena voluntad durante tantos siglos, nos está diciendo que Jesús significa y nos evoca algo que la generosidad y la tenacidad de generaciones y generaciones de creyentes no han encontrado en la imagen que la Iglesia proyecta de sí misma. De tal manera que han sido muchas las personas que han buscado mantenerse fieles a Jesús, no por lo que ven en la Iglesia, sino a pesar de lo que ven en ella.
Es verdad que son muchos los cristianos que ven, en su fidelidad al papa y a la jerarquía, su propia fidelidad a Jesús y al Evangelio. Pero no es menos cierto que son también muchos - seguramente muchos más - los que ven, en las diatribas y conflictos de Jesús con los sumos sacerdotes del templo, las mismas diatribas y conflictos que hoy se viven y se propalan contra los dirigentes de nuestra Iglesia. Por no hablar de la inmensa cantidad de ciudadanos que ya no quieren saber nada de todo este embrollado asunto. Porque están demasiado desencantados y hartos del solemne y anacrónico tinglado eclesiástico, que no les dice nada evocador y humano, que no les resuelve nada para su vida, y en el que encuentran incontables contradicciones religiosas y humanas.
Así las cosas, nos preguntamos honestamente: ¿es que no entendemos a Jesús? ¿es que no entendemos a la Iglesia? ¿o es que en todo esto se oculta un problema que nunca acabamos de ver precisamente porque intentamos armonizar ambas fidelidades, la fidelidad a Jesús y la fidelidad a esta Iglesia, una Iglesia a la que respetamos y queremos, pero a la que nunca acabamos de entender?
Esta dificultad o, si se prefiere, esta complejidad radica en el hecho de que, desde hace mucho tiempo (bastantes siglos), ha sido, y sigue siendo, notable la cantidad de personas creyentes y gente de Iglesia que se han dado cuenta perfectamente del problema que acabo de presentar. Además, han sido muchos los cristianos que han tomado conciencia de este problema con verdadera preocupación. Una preocupación que nacía (y nace) de la lógica inquietud de tantas buenas personas que, como creyentes honrados, quieren ser fieles a Jesús, pero al mismo tiempo quieren ser fieles también a la Iglesia. Ya que es a la Iglesia a quien le deben que el Evangelio de Jesús se haya conservado y se haya vivido durante tantos siglos hasta el día de hoy. Y sin embargo, no es exagerado asegurar que, desde muy pronto, se empezó a sentir, entre no pocos creyentes, conscientes de las exigencias de su fe, una misteriosa tensión entre su fidelidad al Evangelio de Jesús, por una parte, y su fidelidad a la Iglesia, por otra.
Esta experiencia de tensión entre Evangelio e Iglesia viene de lejos. Ya en el s. III, bastante antes de Constantino, en los orígenes mismos del monacato, en el norte de Egipto, es éste precisamente el fenómeno que se percibe. Fue en aquel tiempo cuando hombres como Antonio, el llamado “padre de los monjes”, se sintieron impulsados a abandonar la vida fácil e instalada de los cristianos urbanos y huyeron al desierto. La Vita Antonii, escrita por san Atanasio, indica que fue justamente la lectura del Evangelio lo que motivo a Antonio (el hoy llamado “san Antón”) a vender la buena herencia que había recibido de sus padres y, después de darlo todo a los pobres, tomó la decisión de retirarse al desierto (Vita Antonii, 2, 3. Ed. Sources Chrétiennes, nº 400, Paris 1994, p. 133). Como ya he dicho, esta tensión se mantuvo siglos después. Otro ejemplo elocuente, en este mismo sentido, es el extraordinario fenómeno social que tanto inquietó a buena parte de la Europa cristiana en los siglos XI al XIII. Me refiero a los movimientos espirituales anti-eclesiásticos de aquellos tiempos: cátaros, valdenses, pobres de Lyón y tantos otros grupos de los que Y. Congar ha dicho con razón que “no querían otra cosa sino ser cristianos según la literalidad del Evangelio” (L’Eglise de saint Augustin à l’époque moderne, Paris, Cerf, 1970, 209). Que es exactamente la misma tensión y la misma respuesta que encontró Francisco de Asís en el pontificado de Inocencio III. Como lo vio claro H. Grundmann, Francisco tuvo siempre “confianza creyente en la Iglesia y en sus sacramentos”, como siempre tuvo una “inquebrantable veneración del ministerio sacerdotal” (Ketzergeschichte des Mittelalters, Göttingen 1963, p. 37). Pero esto no le impidió ver la necesidad de una “reconstrucción de la Iglesia derruida”. Reconstrucción que sólo se podía hacer mediante la recuperación de la pobreza, la humildad y la sencillez de Jesús crucificado (cf. H. Küng, El Cristianismo. Esencia e Historia, Madrid, Trotta, 1997, p. 418-419). Y conste que ejemplos parecidos a éste se podrían poner tantos y tantos hasta nuestros días.
Pues bien, si es cierto que esta tensión entre la fidelidad a Jesús y la fidelidad a la Iglesia ha existido durante siglos, y sigue viva en este momento, es evidente que, en la raíz de esta tensión, se oculta un problema capital para el cristianismo. La complejidad del problema se advierte enseguida si tenemos en cuenta que, en el fondo, la persistencia resistente de este problema, vivido por tantas personas de buena voluntad durante tantos siglos, nos está diciendo que Jesús significa y nos evoca algo que la generosidad y la tenacidad de generaciones y generaciones de creyentes no han encontrado en la imagen que la Iglesia proyecta de sí misma. De tal manera que han sido muchas las personas que han buscado mantenerse fieles a Jesús, no por lo que ven en la Iglesia, sino a pesar de lo que ven en ella.
Es verdad que son muchos los cristianos que ven, en su fidelidad al papa y a la jerarquía, su propia fidelidad a Jesús y al Evangelio. Pero no es menos cierto que son también muchos - seguramente muchos más - los que ven, en las diatribas y conflictos de Jesús con los sumos sacerdotes del templo, las mismas diatribas y conflictos que hoy se viven y se propalan contra los dirigentes de nuestra Iglesia. Por no hablar de la inmensa cantidad de ciudadanos que ya no quieren saber nada de todo este embrollado asunto. Porque están demasiado desencantados y hartos del solemne y anacrónico tinglado eclesiástico, que no les dice nada evocador y humano, que no les resuelve nada para su vida, y en el que encuentran incontables contradicciones religiosas y humanas.
Así las cosas, nos preguntamos honestamente: ¿es que no entendemos a Jesús? ¿es que no entendemos a la Iglesia? ¿o es que en todo esto se oculta un problema que nunca acabamos de ver precisamente porque intentamos armonizar ambas fidelidades, la fidelidad a Jesús y la fidelidad a esta Iglesia, una Iglesia a la que respetamos y queremos, pero a la que nunca acabamos de entender?