Jesús y la Iglesia
Es un hecho que mucha gente ve un contraste entre Jesús y la Iglesia. Un contraste que, a veces, llega a ser tan fuerte que, para no pocas personas, representa un escándalo. De forma que este escándalo puede constituir, en bastantes casos, y de facto constituye, la gran dificultad que algunos aducen para justificar su falta de fe, su alejamiento de Dios, su resistencia a cualquier forma de práctica religiosa, etc.
Este hecho nos viene a decir que lo que representa Jesús, por una parte, y lo que representa la Iglesia, por otra, son dos cosas incompatibles en la mentalidad, en la forma de pensar y en el modo de vivir de muchas personas, que, por otra parte, son gente normal. Por tanto, no parece exagerado decir que estamos ante este dilema: o bien lo que sucede es que Jesús y su Evangelio son una cosa tan extraña, tan inadecuada y tan inadaptada a la realidad, que todo eso hoy no es aplicable a la vida, ni eso es lo que nos lleva a Dios; o bien lo que en realidad sucede es que la Iglesia y su Religión son una contradicción y hasta habrá quien diga que son una traición a lo que quiso, dijo e hizo Jesús de Nazaret. En cualquier caso - sea lo uno o sea lo otro -, parece evidente que, al hablar del tema Jesús y la Iglesia, nos enfrentamos al asunto más espinoso que cualquier persona, interesada por lo que representa el Cristianismo, puede afrontar. En cierto modo, se puede afirmar que estamos ante el tema capital del momento, desde el punto de vista religioso y desde la problemática que debe resolver cualquier cristiano, si es que ese cristiano quiere seguir viviendo en paz y con la debida coherencia su fe en Jesús y su situación en la Iglesia.
Por otra parte, al hablar de este asunto, será conveniente (por honestidad intelectual) evitar la fácil y consabida escapatoria de quienes le buscan a este problema una solución de tipo “moralizante”. En el sentido de echar mano de la intolerancia ideológica del “fundamentalismo clerical” o, por el contrario, recurrir al laxismo relativista del “laicismo anticlerical” que invade la cultura moderna. Tengo la impresión de que toda esta verborrea, tan manoseada en ciertos ambientes, no resuelve el problema que acabo de plantear. Por la sencilla razón de que no se trata de un problema moral, es decir, un problema de “buenos” y “malos”, sino que estamos ante un hecho social porque se trata de la percepción que tienen amplios sectores de la sociedad, tanto los que se aferran a lo que ellos perciben como fidelidad a la Iglesia, como los que ven las cosas de manera que enseguida advierten que “lo de Jesús” y “lo de la Iglesia” son dos fenómenos que están más distantes y son más distintos de lo que seguramente podemos imaginar. Con lo que ni le doy la razón a nadie, ni se la quito a nadie. Me limito a presentar hechos que ahí están, a la vista de quien quiera verlos y analizarlos como crea conveniente. En cualquier caso, y sea lo que sea de todo esto, es un hecho - a la vista de todos - que son muchos los que aseguran: “yo creo en Jesús y me interesa su Evangelio; lo que dice o hace la Iglesia, ni me interesa ni me lo creo”. Así están las cosas en demasiados casos, sea cual sea la opinión que cada cual tenga sobre esta cuestión.
Este hecho nos viene a decir que lo que representa Jesús, por una parte, y lo que representa la Iglesia, por otra, son dos cosas incompatibles en la mentalidad, en la forma de pensar y en el modo de vivir de muchas personas, que, por otra parte, son gente normal. Por tanto, no parece exagerado decir que estamos ante este dilema: o bien lo que sucede es que Jesús y su Evangelio son una cosa tan extraña, tan inadecuada y tan inadaptada a la realidad, que todo eso hoy no es aplicable a la vida, ni eso es lo que nos lleva a Dios; o bien lo que en realidad sucede es que la Iglesia y su Religión son una contradicción y hasta habrá quien diga que son una traición a lo que quiso, dijo e hizo Jesús de Nazaret. En cualquier caso - sea lo uno o sea lo otro -, parece evidente que, al hablar del tema Jesús y la Iglesia, nos enfrentamos al asunto más espinoso que cualquier persona, interesada por lo que representa el Cristianismo, puede afrontar. En cierto modo, se puede afirmar que estamos ante el tema capital del momento, desde el punto de vista religioso y desde la problemática que debe resolver cualquier cristiano, si es que ese cristiano quiere seguir viviendo en paz y con la debida coherencia su fe en Jesús y su situación en la Iglesia.
Por otra parte, al hablar de este asunto, será conveniente (por honestidad intelectual) evitar la fácil y consabida escapatoria de quienes le buscan a este problema una solución de tipo “moralizante”. En el sentido de echar mano de la intolerancia ideológica del “fundamentalismo clerical” o, por el contrario, recurrir al laxismo relativista del “laicismo anticlerical” que invade la cultura moderna. Tengo la impresión de que toda esta verborrea, tan manoseada en ciertos ambientes, no resuelve el problema que acabo de plantear. Por la sencilla razón de que no se trata de un problema moral, es decir, un problema de “buenos” y “malos”, sino que estamos ante un hecho social porque se trata de la percepción que tienen amplios sectores de la sociedad, tanto los que se aferran a lo que ellos perciben como fidelidad a la Iglesia, como los que ven las cosas de manera que enseguida advierten que “lo de Jesús” y “lo de la Iglesia” son dos fenómenos que están más distantes y son más distintos de lo que seguramente podemos imaginar. Con lo que ni le doy la razón a nadie, ni se la quito a nadie. Me limito a presentar hechos que ahí están, a la vista de quien quiera verlos y analizarlos como crea conveniente. En cualquier caso, y sea lo que sea de todo esto, es un hecho - a la vista de todos - que son muchos los que aseguran: “yo creo en Jesús y me interesa su Evangelio; lo que dice o hace la Iglesia, ni me interesa ni me lo creo”. Así están las cosas en demasiados casos, sea cual sea la opinión que cada cual tenga sobre esta cuestión.