El Resucitado con las marcas del dolor sufrido. Jesús portador de paz en una sociedad convulsionada, en crisis y azotada por la pandemia.

 Alfredo Quintero Campoy y Alejandro Fernández Barrajón

El lugar de la presencia de Jesús es la comunidad cristiana. Así lo entendieron los discípulos de Emaús cuando se encontraron con el Resucitado y sintieron la necesidad de volver a Jerusalén a comunicar a los discípulos lo que les había sucedido por el camino y cómo le habían reconocido al partir el pan. 

La paz esté con vosotros. El evangelio de Juan de este domingo pone un énfasis especial   en   este   saludo.   Los   discípulos   están   temerosos   y   encerrados.

 “Estando reunidos en casa…entró Jesús”. Tal vez quiera decirnos el Evangelio que tengamos cuidado con cultivar una fe individualista y cerrada a la comunidad, privada y exclusiva. La fe cristiana es esencialmente comunitaria. El Papa  emérito, Benedicto XVI,  en la “Spe Salvi” nos dijo que la salvación es comunitaria. Difícil lo tenemos al margen de la Iglesia. Sin comunidad no se experimenta la presencia del resucitado. Así lo entendió la comunidad primitiva y, por eso, suscitó múltiples adhesiones entre las gentes asombradas al percibir su cohesión y su familiaridad. La gente se impresionaba al ver cómo se amaban. “Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones"

   La invitación de Jesús es a dejar ese miedo y a tener plena confianza en él que ha vencido más allá de la muerte cruenta en cruz. Jesús invita a no tener miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma. Sin embargo en el huerto de los olivos, antes de sufrir la pasión, Jesús experimenta el miedo y la angustia, esto nos ayuda a entender que podemos tener miedo y angustia pero no debemos acobardarnos. Jesús no se acobarda a pesar de sentir miedo, sino que toma fuerza y asume una actitud firme de afrontar lo que es parte esencial de su vida para cumplir fielmente su vocación redentora a favor de toda la humanidad. Así nosotros ante los diferentes escenarios de la vida en los que nos corresponde caminar, muchas veces experimentamos el miedo ante la incertidumbre de los retos de la vida que parecen sobrepasarnos y vivimos una experiencia de pequeñez y de fragilidad. Pero algo muy importante es no acobardarnos y sentirnos unidos.

 El sentido de unidad es una de las notas más características de la primera comunidad. Ya había sido la preocupación esencial de Jesús en una de sus últimas oraciones al Padre: “Que sean uno, Padre, para que el mundo crea”. Esta unidad se consolidó después de la resurrección de Jesús; porque era el deseo más querido de Jesús y porque la hostilidad y dificultad de los primeros cristianos les llevó a apoyarse mutuamente.

 Una unidad que los cristianos no trabajamos suficientemente hoy. Además del escándalo de las división de las iglesia cristianas, tenemos en el seno de la Iglesia católica síntomas de división, de tendencias, de ideologías diversas que impiden ofrecer un testimonio valiente y puro de unidad.

Los cobardes se echan para atrás. Por eso Jesús dirá y exigirá a todo discípulo que quiera ir detrás de él: “El que quiera seguirme tome su cruz y sígame.” Es decir, Jesús nos invita a asumir la adversidad, el dolor, la angustia pero lo que Jesús no permite o no quiere de sus discípulos es que se echen para atrás y lo dice con mucha claridad: “El que quiera volver la cara hacia atrás del arado no es digno de mí.”  De ahí que este saludo de paz cambia el horizonte y perspectiva de la vida. Ante la muerte se experimenta la incertidumbre de lo que está más allá después de esta vida y el desamparo de quien nos deja y abandona. El resucitado comunicando su paz, haciéndose presente, está revelando que ha vencido y que está ahí con sus seguidores de una forma trascendente que los podrá acompañar a cada uno en sus diferentes caminos y destinos a donde deberán llevar la buena nueva. Esto marca la nueva perspectiva  de la salvación y redención que Dios realiza en el Hijo Amado. Para ser señor del universo y hacerse presente en el espíritu divino en el actuar de los apóstoles y su predicación, es posible esto venciendo los límites de la muerte y condiciones físicas y geográficas limitadas en las que el ser humano se ve condicionado desde las mismas posibilidades vehiculares que posee.

Cuando los discípulos estaban reunidos, resulta que Tomás no estaba con ellos.  Y por eso no había visto al Señor. Caminar al margen de la comunidad es perderse lo mejor. Y por eso Tomás necesita pruebas: “Si no veo la herida de los clavos y no meto mis dedos en la herida de su costado no creeré.” Éste es el espíritu del mundo materialista de hoy: necesita pruebas para creer. Como si el mundo y la vida no fueran auténticas pruebas y milagros para creer. La mejor prueba de Cristo resucitado somos nosotros mismos y todo lo que rodea nuestra vida. Somos un milagro de amor y de dicha. Nunca podremos pagar al Señor tanta dicha como nos ha regalado: el milagro de la vida.

Para el que no cree no hay pruebas convincentes, para el que cree todas las pruebas son suficientes.

 En el caminar de cada discípulo y de la iglesia misma, abriendo espacios de camino y avanzando paso a paso se irá manifestando Jesús, cumpliendo su promesa: “Yo estaré con ustedes a donde ustedes vayan y actúen en mi nombre.” Esta presencia, como garantía de Jesús, en el actuar de los apóstoles les dará la gran tranquilidad de que ellos no están solos sino que el Maestro, resucitado, les acompaña con toda la fuerza vivificadora de su Espíritu.

  Celebrar con propiedad la resurrección del Señor es trabajar la unidad y buscar la comunidad para sentirnos fortalecidos en ella por el Señor Jesús resucitado. Y no hay manera mejor que pacificar nuestro propio interior para ser signos de unidad y de paz. ¿Cómo está nuestro corazón? ¿Roto? ¿Dividido? ¿Herido por la envidia? ¿Encendido por la rivalidad? ¿Maltratado por la falta de perdón? Así no habrá en nosotros resurrección, seguiremos instalados en el viernes santo de manera permanente.

 Tomás se abrió a la fe cuando metió sus dedos en la herida del costado del Resucitado; pero, sobre todo,  descubrió la fe cuando se vinculó a la comunidad. Ocho días después estaban los discípulos reunidos en la casa y esta vez sí estaba Tomás con ellos. Y Jesús le dice: “No seas incrédulo sino creyente” Y nos dice a cada uno de nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”

 De ahí que este saludo, después de la resurrección, comunica una profunda comunión desde el espíritu de   Jesús   resucitado   a   unos   discípulos   que   los   transformará   de   personas temerosas a valientes proclamadores de la buena Nueva de Jesús.

El evangelio de Juan también hace énfasis en la herida que ha dejado la crucifixión en él, en las llagas y costado que los discípulos pueden ver y tocar; es el signo de la entrega total para dar vida. Será para nosotros una invitación a reflexionar y considerar cuáles son los signos grabados que hay en nuestras vidas como expresión fehaciente de nuestra entrega diaria en la misión que nos ha tocado realizar o a la que hemos sido enviados. Si sabemos que hemos sido enviados pero no hay huellas de verdad de nuestra entrega, entonces debemos preocuparnos porque podrá significar que no hemos realizado nuestra tarea y misión.

El tiempo pascual que estamos disfrutando es una invitación a la alegría y al gozo; una alegría que para ser completa ha de ser compartida y celebrada entre los hermanos, en la comunidad. No es posible un itinerario pascual de manera individual y libre. Cuando queremos hacer de la fe una apuesta encerrada en nosotros mismos estamos devaluando la experiencia pascual e impidiendo una vida renovada y resucitada en nosotros.

Estamos, pues, invitados a celebrar la vida, a vivirla con pasión, a promocionarla y disfrutarla. No dejemos que nuestra vida sea de baja calidad, apagada y triste, porque no hemos sabido poner a Cristo como centro de nuestro camino pascual. ¡Hay vida abundante para todos! Ya lo dijo él: “He venido para que tengan vida y vida abundante”

 ¡Cuántos en la vida pasan sin hacer lo que les corresponde y por lo tanto ni hay huella en ellos ni dejan huella en el caminar de la vida! El Resucitado está vivo pero sus huellas dejadas por los clavos siguen también vivas, aún glorificado sigue mostrándonos los signos de la redención permanente por la humanidad. Ha vencido, sí; pero sigue entregándose por cada uno que le abre       su       corazón       y       vida       en       la       fe.

 Es Pascua y la muerte ha sido vencida y humillada. Lo dice,  de manera muy bella,  Martín Descalzo en su Romancillo de la mañana del domingo: “Por la calle de la vida venía, muerta, la muerte, la guadaña desmontada, la melena sin serpientes. La emperatriz destronada ha perdido sus poderes; sin que ella sepa porqué otro ya su cetro tiene. Desde que el mundo era mundo nadie escapó de sus redes y temblaron a su paso desde el mendigo a los reyes. Y hasta  Aquél, que se decía Hijo del Omnipotente, en una cruz conoció los mordiscos de sus dientes.   Y ahora ¡quién es el hombre que, sacrílego, pretende discutirle lo que es suyo, siendo mortal a la Muerte? ¡Quién el que rompió su lápida como si fuera un juguete y hasta pasea su cuerpo igual que una rama verde?   La muerte no entiende nada, la vieja muerte envejece: alguien ha roto el enigma ¡ay si el ejemplo cundiese! ¡ay si los hombres descubren que la que hasta ayer insolente tiene su talón de aquiles y puede morir la muerte!   Por eso en esta mañana, pegándose a las paredes, la muerte pasa escondida para que nadie sospeche. Porque su reino concluye y la ex diosa lo comprende  en el alba del domingo está de luto la muerte.”

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