La Gratuidad de la Misericordia lo abre todo de parte de Dios Pasión y Cruz como encarnación del dolor humano en extremo
Alfredo Quintero Campoy - Alejandro Fernández Barrajón
El misterio de la muerte, nos aborda una vez más, para recordarnos nuestra condición. Vivir y morir se dan la mano todos los días como dos caras de la misma moneda.
La muerte -decía Tagore- no significa que se apague la luz, sino que nuestra lámpara ya no es necesaria porque llega la Aurora.
Jesús al encarnarse no vino a hacer un camino turístico, distante, de observación, disfrutando o contemplando la realidad fuera de él como ajena a sí mismo, sino que su encarnación la vive en la verdad profunda de su humanidad. Una de las cosas más tristes de nuestra vida cristiana es hacer teatro de la propia escena de la vida, cruz, pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo.
No debemos hacer teatro del dolor sagrado y humano que Cristo vivió. Su dolor nos invita a ser empáticos, a ponernos en el lugar del otro que sufre. De ahí la gran revelación que en la misma cruz nos transmite la misericordia de Jesús con el buen ladrón quien está sufriendo la consecuencia de sus actos, donde parece que no hay más esperanza humana, ahí precisamente resplandece la esperanza de Cristo para la humanidad. La muerte es sólo un instante. La vida es una eternidad porque el amor permanece más allá de la muerte. “Polvo seré -decía Quevedo- pero polvo enamorado” Si es verdad que nos inquieta la realidad de la muerte, no es menos cierto que nos llena de esperanza la Palabra de Jesús: “No temas, pequeño rebaño, que el Padre ha tenido a bien regalaros su reino.”
La misericordia es esa luz a la que la humanidad siempre podrá ver con esperanza porque a eso vino Jesús a rescatar lo que estaba perdido. La gratuidad de la misericordia lo abre todo para la persona que cree en Jesús en su corazón, entrando a poseer el reino de Dios porque para eso ha venido Cristo a abrirnos un camino cuyo sendero y puerta es Él mismo. Con Cristo la humanidad puede caminar segura al encuentro eterno con el Padre, volver al origen de quien nos ha creado y cuyo hálito y espíritu de vida se nos comunica, por eso nuestro ser no pude descansar hasta no encontrarse con el origen mismo de la vida, El Padre Eterno. Vivimos tiempos recios donde no está de moda la santidad ni los grandes ideales que han empujado la vida y la historia a lo largo de los siglos. Pero la santidad no dejará de ser nunca un horizonte necesario para que no nos quedemos atrapados en el sinsentido y la vulgaridad. Los grandes valores que han hecho posible la civilización y la cultura cristiana permanecerán para siempre aunque pasen etapas de vendavales y de nieblas inoportunas.
¿Quién nos puede revelar mejor al Padre sino el Hijo unigénito, Jesús? El dolor de la cruz que Jesús vive nos revela el mismo dolor humano. En el dolor se revela la auténtica fidelidad a lo que creemos y por lo que luchamos. El dolor nos exprime, nos mata, nos hace exhalar profundamente, nos agota, nos estremece, pero ese latido de un corazón que ama sigue teniendo vida mientras la sangre siga circulando por él. Jesús nos ha dado su sangre para que esa sangre derramada por él y entregada en el cáliz para beberlo se siga derramando en el corazón de cada uno de nosotros y sea ese amor comunicado en la sangre de Jesús la que siga imperando en cada uno de nosotros, una sangre que da vida, que fortalece que nos relaciona como hermanos y que es capaz de compadecerse ante cualquier dolor humano, nos hace en verdad sensibles con el otro en el amor. En la cruz, Jesús lo consume todo y revela lo más profundo del dolor humano. Él tiene sed, se siente abandonado, implora al Padre, perdona a sus enemigos, entrega a su discípulo a la Madre para que en ella sigamos viviendo unidos a él que se va al Padre, sabiendo que todo está consumado entrega su espíritu al Padre. Podemos caer en la tentación de pedirle explicaciones a Dios en un acontecimiento tan triste como la muerte. Pero eso sería como preguntarnos por qué ha de enterrarse el grano de trigo en tiempo de siembra
Así es el desenlace del dolor humano, parece apretarnos por todos lados y llevarnos al extremo, así lo experimentan quienes atraviesan la prueba del Covid, los que atraviesan fronteras, desiertos, desempleos, los enfermos de sida, de cáncer, los que sufriendo el agravio del abuso se sienten golpeados en sus emociones, seguridad y valor de sus propias personas y más en la fragilidad de su inocencia y niñez; los desempleados, los que barren las calles, el indígena en sus artesanías mal pagadas, el itinerante que limpia zapatos por las calles, etc. Todos aspiramos y deseamos una vida digna, reconocida, valorada, promovida y exaltada; pero la opresión y la indiferencia hace que ese dolor sufrido en la cruz por Jesús se siga repitiendo en la escena de la vida de nuestra sociedad moderna.
La Palabra de Jesús es constante y clara, e insiste una y otra vez en la oferta de vida más allá de la muerte, para que vivamos como hombres y mujeres de esperanza. La libertad que andamos buscando detrás de cada paso a lo largo de toda la vida es la que Él nos ofrece con la entrega de su propia vida. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los que ama. Dios, lejos de ser una idea escondida o una promesa incierta, es la certeza más firme de nuestro horizonte, nuestra ansiada libertad.
La encarnación de Jesús se revela en profundidad en ese dolor; él no sólo se ha acercado al forastero, a la viuda, al leproso, sino que el mismo ha sido encarnecido, brotando el dolor en él a través de la burla, la impiedad, el abuso a su bondad donde los discípulos se vieron impotentes al no poder influir en los poderes humanos para librar a Jesús de semejante juicio y dolor de muerte. Ante esa escena, Jesús vive el dolor en propia persona, no ha venido a hacer teatro como muchos de nosotros sí hacemos teatro de muchas maneras. El dolor que Jesús encarna lo asemeja con el que sufre en la historia de la humanidad, por eso nuestro dolor lo podemos ver desde el mismo dolor de Jesús, ahí encontramos fortaleza, consuelo y una gran fraternidad. No estamos solos en el dolor, Jesús nos acompaña a cada uno y por eso lo podemos ver en la cruz unidos a él desde nuestro propio dolor. El dolor nos une a Jesús y en su dolor que debe ser superado asumiéndolo en el amor para llevarlo a un puerto de resurrección, donde sea superado todo dolor con mayor justicia, mayor promoción humana, curando las heridas de los enfermos, dando de comer al que se ha quedado sin pan, dando hogar y vestido al forastero y desnudo, ese es el paso de la resurrección encarnada que nos marca el evangelio aquí en la tierra para después ser resurrección gloriosa en el amor eterno en el cielo con Dios, a donde Jesús se ha adelantado a prepararnos una morada. Porque Dios será un día todo en todos.
Así lo dice Ernestina de Champourcin en unos acertados versos:
Nadie puede quitármelo;
Él es lo único mío,
lo único invulnerable a los celos del viento,
al curso de los astros,
al dolor y a la muerte.
Debo mi libertad al Dios que llevo dentro.