Ser hombre es sentirse expulsado del Paraíso Renovar la vida cristiana desde Leopoldo Panero
La primera lección que tenemos que aprender los que soñamos con conquistar alguna pradera del Espíritu es ser humanos.
(Leopoldo Panero Torbado (Astorga, 17 de octubre de 1909 - León, 27 de agosto de 1962) fue un poeta español, miembro de la Generación del 36, dentro de la corriente de la Poesía arraigada de Posguerra, hermano del poeta Juan Panero y padre de los también poetas Juan Luis Panero y Leopoldo María Panero)
No sé de dónde brota la tristeza que tengo.
Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce,
sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo,
casi fuera de madre, derramado en el cauce.
Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabescómo soy.
Tú levantas esta carne que es mía.
Tú esta luz que sonrosa las alas de las aves,
Tú esta noble tristeza que llaman alegría.
¡Cómo el último rezo de un niño que se duerme,
y con la voz nublada de sueño y de pureza
se vuelve hacia el silencio, yo quisiera volvermehacia Ti,
y en tus manos desmayar mi cabeza.
Cada vez que “toca” este poema en la Liturgia de la Horas siento una emoción especial. No sé qué tiene este himno que me llega tanto, que me conmueve, que me acerca a Dios. Lo he aprendido de memoria y me sirve para rezar en la calle, en el monte y en momentos de soledad y de noche oscura, que no me faltan.
Sentarnos, serenamente, a mirar la vida, a preguntarnos por el misterio que nos rodea y que somos nosotros mismos, nos lleva inmediatamente a sentirnos huéspedes y caminantes. Tenemos la impresión de que somos empujados a la vida. Somos un proyecto andante. Hay en nosotros un convencimiento creciente de que si no hacemos la vida, la vida nos hace a nosotros. Tenemos que convertirnos en protagonistas y no en espectadores. Optar por ser espectadores significa pasar por todo, sin quedarse con nada, dejarse arrastrar como una veleta en muchas direcciones para volver siempre al mismo sitio. Esa misma sensación que tenemos cuando nos invitan a un aperitivo, y pinchamos de aquí y pinchamos allá y al final tenemos la sensación de que no hemos comido, o al menos de que no hemos comido bien. Es imposible la neutralidad en el ser humano; estamos optando permanentemente por algo, por alguien. Ser neutrales ante la vida, afectivamente o ideológicamente, es haber renunciado a ser hombre; un auténtico suicidio. No es posible ni deseable la vida sin pasión, sin enamoramiento, sin utopía, sin retos…
Don Quijote, desencontrado en sus aposentos, no podía permanecer encerrado en su casa, en sí mismo, por más tiempo; tenía que salir a los caminos para encontrase con los menesterosos y viudas porque sólo así podía encontrase consigo mismo. Tenía que enfrentarse a molinos y gigantes y vencer a su sombra, el caballero de la Media Luna, que era lo más cercano a sí mismo, que era él mismo. Y sólo así, encontrándose, venciéndose, apostando por la utopía y el amor de Dulcinea pudo recobrar la cordura. Esto es ser hombre: salir a los caminos para encontrarse con todos y con uno mismo. Sólo aceptándonos a nosotros mismos, tal como somos, con nuestras luces y nuestras vergonzantes sombras, seremos capaces de salir al encuentro en una aventura de solidaridad vital que nos convoque a la esperanza. Sólo el que se ama es capaz de amar; sólo el que se acepta es capaz de aceptar. Sólo el que percibe su inmensa sombra es capaz de entender la sombra que proyectan los otros.
Ser hombre es ser búsqueda. La vida es un camino, dice el poeta que ni acaba ni empieza, el camino de la vida somos nosotros mismos y nuestras apuestas tantas veces contradictorias. Un camino de bosque, de sombras, de tropiezos. Un camino, sin embargo, apasionante si lo recorremos como mendigos y no como dueños.
Soy el huésped del tiempo, soy, Señor,
caminanteque se borra en el bosque y en la sombra tropieza,
tapado por la nieve lenta de cada instante,
mientras busco el camino que no acaba ni empieza.
Es curioso pero la primera convicción que hemos de tener cuando queremos ponernos en camino de vivir es la sensación de desnudez. Adán y Eva se sintieron empujados a vivir cuando se descubrieron desnudos y avergonzados, cuando fueron expulsados del paraíso. Para el encuentro con nosotros mismos y con nuestra sombra es necesario despojarnos de lastre, de ideas, de cosas aprendidas, de prejuicios, de complejos… Estamos excesivamente cargados de ideología y de moral, de religión y de cáscaras. De vez en cuando hay que despojarse de todo lo que forma parte de uno mismo para recuperar nuestra condición primera y original, aquella del paraíso, y poder salir de nosotros mismos. Se trata de desnudarnos ante Dios, como Francisco de Asís ante su padre, para que Él nos vea tal como somos, o mejor aún, para que nosotros nos veamos tal como somos y no como creemos que somos o como nos gustaría ser.
La autenticidad es la puerta de salida de una experiencia gozosa y útil de peregrinación y de encuentro. Sólo desde la autenticidad se puede conseguir carta de ciudadanía en el país de la espiritualidad.
¡Hay que ver cómo nos vamos revistiendo de túnicas sagradas, de signos espirituales para que todos nos descubran como cristianos pero no tanto como hombres, como humanos, como mendigos caminantes! Las formas suelen estar más en función de subrayar el estatus que de ofrecer testimonio, excepto en raras excepciones. Y sólo siendo verdaderamente hombres, humanos, lograremos disfrutar de ese don que significa ser cristianos. No nos hacemos nosotros cristianos, nos hace Dios, nos envuelve su misterio, se nos regala lo que nosotros no podemos comprar ni conseguir con nuestras propias fuerzas.
Tenemos que proponernos, antes de nada, ser hombres; saborear lo humano con su miel y su hiel, sentirnos cómodos en la carne. Jesús es el encarnado, el que viene a nosotros en carne viva. Y eso no es puro capricho ni marketing; es posibilidad amasada de redención, de vuelta al paraíso perdido. No podía decirlo mejor Leopoldo Panero:
Soy el hombre desnudo. Soy el que nada tiene.
Soy siempre el arrojado del propio paraíso.
Soy el que tiene frío de sí mismo.
El que vienecargado con el peso de todo lo que quiso.
Por eso tal vez la primera lección que tenemos que aprender los que soñamos con conquistar alguna pradera espiritual y gobernar alguna ínsula Barataria del Espíritu es ser humanos; un curso acelerado que podía titularse algo así: “Cómo ser humano, ¡humano!, si queremos tocar con la yema de los dedos lo divino”
Tal vez, la desnudez pueda ser el mejor símbolo de lo que es el hombre y de lo que debe hacer si quiere escalar esta cumbre difícil y escarpada, aunque apasionante, de la perfección. En la línea de salida hemos de situarnos desnudos. El poeta lo dice sin adornos: “Soy el hombre desnudo” Desnudo significa necesitado de todo y de todos.
Si uno se ve a sí mismo dotado, lleno, seguro, autosuficiente, satisfecho, es decir rico, entonces no seremos capaces de encontrarnos realmente con los otros, con la vida, con la historia, con Dios. Se encuentran los que se sienten incompletos y necesitan complementación. Se buscan y se encuentran los que están perdidos. Los llenos no tienen capacidad ni espacio para el encuentro. El poeta lo dice sin rodeos: “Soy el que nada tiene”
Con frecuencia, encontramos hombres satisfechos de sí mismos, de sus bienes, de sus títulos, de sus conquistas, de sus éxitos… ¡No se han sentido todavía expulsados del paraíso! Pero lo están aunque no sean consientes de ello. Ser hombres es lo mismo que estar expulsados del paraíso. El acomodado en el paraíso de sí mismo no saldrá nunca a ganarse el pan con el sudor de su frente, no descubrirá la gratuidad. Creerá que le pertenece todo y todos. No necesitará de nadie sino que utilizará a todos. Se perderá lo mejor de ser hombre. Se casará pero su matrimonio será un fracaso; se consagrará pero su consagración será incienso; optará por la soltería pero su corazón se quedará rancio.
Sólo los expulsados del paraíso se sienten convocados al sudor, al trabajo, a parir y engendrar vida, a caminar sin detenerse, a ser hombres… El poeta lo dice sin artificios: “Soy siempre el arrojado del propio paraíso”
Ser cristiano es lo mismo que tener lo pies helados. El que tiene frío es el que busca el calor. Y el calor auténtico, el que nos quita el frío del alma y de nosotros mismos, nos lo dan los otros. El frío atroz que sentimos en el momento de nacer y de abandonar aquel paraíso de líquido amniótico, que nos hizo tiritar y estallar en un llanto descontrolado, nos lo quitó la madre a fuerza de besos, de abrazos y de pechos calientes en nuestra mejilla. Y el frío atroz, que de vez en cuando sentimos en las manos, en los pies, en el corazón, a modo de soledad o de frustración, de sufrimiento o de amargura, nos lo quitan los otros con una mirada, con una palmadita, con un beso, con un abrazo, con un detalle, con un regalo, con un apretón de manos… El poeta lo dice también sin adornos: “soy el que tiene frío de sí mismo”. Es curioso, venimos a la vida muertos de frío y nos vamos de la vida fríos de muerte, y llorando, llorando…
Ser cristianos es descubrir que llevamos mucho peso inútil en la mochila del alma. Cuando hice el camino de Santiago descubrí muy pronto – y ésa fue mi salvación- que la mochila del peregrino debe ir muy vacía; el éxito del peregrino consiste en ir ligero de equipaje. Todos los seres humanos somos una mochila sin fondo. A medida que caminamos vamos adquiriendo cosas y más cosas, recuerdos y experiencias, fracasos y éxitos. Somos una historia entretejida de acontecimientos y personas; una bodega de sombras donde de vez en cuando entra la luz. En el camino descubrí con asombro lo poco que un peregrino necesita para vivir, para caminar y para alcanzar su sueño. ¡Muy poco! Apenas una muda, un trozo de pan y mucha solidaridad de los peregrinos que van recorriendo el camino contigo.
Hay una historia en nosotros que hemos de redimir, de vaciar, de reconocer, de iluminar para que no nos cobre un peaje excesivo y su peso nos doblegue y nos haga caer. La mejor manera de redimirnos de nuestra propia historia es sacarla de la oscuridad del recuerdo a la luz del mediodía. La mejor manera de redimir nuestra historia es contándola y compartiéndola. La vida cristiana necesita amigos, cómplices, confidentes, hermanos dispuestos a entrelazar vidas y sufrimientos. El poeta lo dice con claridad: Soy… “el que viene cargado con el peso de todo lo que quiso”
Soy el hombre desnudo. Soy el que nada tiene.
Soy siempre el arrojado del propio paraíso.
Soy el que tiene frío de sí mismo.
El que vienecargado con el peso de todo lo que quiso.
En este proyecto de ser humano, el dolor y el sufrimiento ocupan nuestro asiento contiguo. El sufrimiento, el fracaso, la soledad terrible, la crisis, el no entender nada, el deseo de tirarlo todo y salir corriendo, es el mejor barro para esta arcilla humana y quebradiza que somos cada uno de nosotros. En el dolor damos saltos cualitativos y corremos más que andamos. La invitación a enterrar nuestro grano de trigo, a morir, no es un recurso estilístico de Jesús es una condición para ser espiga fecunda y encontrar la vida. Cada día que pasa estoy más convencido de que al dolor le debemos lo mejor de nosotros mismos porque nos empuja al amor. No valoramos el amor de la madre hasta que nos alejamos de ella y parece que lo hemos perdido. No valoramos el amor de la persona amada hasta que nos alejamos de ella y sufrimos hondamente esa ausencia; y en ese dolor de la ausencia descubrimos el gozo y la riqueza del amor y queremos volver a él desesperadamente. No sé si la vida cristiana no será al final una estrategia para recuperar el amor primero, el amor perdido, el amor infinito de Dios que echamos de menos.
La auténtica fe supone convivir con el dolor, con la entrega, con el sufrimiento, con la extrema soledad aunque estemos rodeados de gente, con la frustración. El éxito de la vida está en saber conjugar sin chirridos la necesaria frustración humana de nuestro barro y la utopía y la ilusión de una meta que queremos alcanzar: la ínsula Barataria llevó a Sancho a soportar innumerables locuras y sufrimientos, hambre y fracasos sin cuento. El sueño de su ínsula Barataria era capaz de sofocar toda su frustración diaria y permanente. Y pasando por tantas frustraciones consiguió gobernar su ínsula.
Dios es en nosotros un proceso, un punto de llegada, no es un punto de partida. El punto de partida para llegar a Dios es lo humano que hay en nosotros, por eso Jesús se encarna para señalarnos un camino, un horizonte, para presentarnos a Dios. A ese Dios que el Pueblo de Israel había encerrado en un arca, en un templo, en una ley, en unas costumbres… y por eso lo había perdido. “Hemos cantado y no habéis bailado, hemos recitado lamentaciones y no habéis llorado”.
El poeta, Leopoldo Panero, con quien hemos entrado en el zaguán de esta reflexión, expresa con una fuerza poética impresionante esta realidad con las palabras: ¡Lo mejor de mi vida es el dolor!
Lo mejor de mi vida es el dolor.
¡Oh lumbreseca de la materia!
¡Oh racimo estrujado!haz de mi pecho un lago de clara mansedumbre.
¡Señor, Señor! Desata mi cuerpo maniatado.
Somos lumbre, pero de hojas secas; somos racimo pero estrujado. Somos cuerpo pero maniatado.
Avanzar por este camino, casi selva llena de sombras, significa antes de nada convertir nuestro pecho en lago de clara mansedumbre. Significa acercarnos a nosotros mismos y sofocar esa tormenta interior que nos azota como un "tsunami" de fuerzas que luchan en nuestro interior, pulsiones, vivencias, vergüenzas… hasta desenmascararlas, reconocerlas y sentirnos humanos.
La humanidad es la única senda que llega hasta el horizonte de Dios. Jesucristo es el camino, y el camino se hizo carne. Curiosamente nuestra vergüenza y nuestra debilidad es nuestro mejor pasaporte hacia la auténtica fe. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”
Y cuando llegamos ahí, a nosotros mismos, a nuestras sombras y a nuestra desnudez, a nuestra condición humana en zapatillas, sólo entonces descubrimos que nuestra fe es un don, que es una gracia, que no la meremos, que hemos sido amados más de la cuenta, que somos unos privilegiados. Porque sólo el hambriento besa el pan; sólo el desnudo agradece el vestido; sólo el caído valora la mano que se le tiende.
La vocación cristiana, si no se vive desde el primer instante como un don gratuito y valioso, se convierte en una carga pesada que acabamos tirando en el primer tropiezo. Convertir la vocación cristiana en un proyecto nuestro, en una conquista que tenemos que alcanzar, en una inversión de nuestras propias fuerzas… es como querer explicar la belleza de un amanecer desde combinaciones químicas.
Hasta que no descubrimos por nosotros mismos que nos ha tocado una lotería de amor, de ternura inmerecida… nuestra vocación cristiana es un apéndice que llevamos colgado de los hombros, como una chaqueta, un bolso, un móvil, y que podemos perder o dejar en cualquier banco de la calle en cualquier momento.
La vocación cristiana no es algo añadido a nosotros, incrustado en nosotros, como un correo adjunto que hemos recibido del cielo; no es una conquista que hemos conseguido después de muchos años de formación ni un derecho que tenemos por el largo camino que hemos recorrido; la vocación cristiana es un proyecto siempre inacabado, un camino que no empieza ni acaba, un sueño que no termina de despertar… vocación soy yo, eres tú, somos nosotros. La vocación necesita de todas las personas para poder ser conjugada.
Por eso estoy convencido de que la fe si es auténtica nunca se pierde; es decir cuando Dios te la ha regalado como don de su gratuidad, no se pierde nunca, no puede arrinconarse, aunque abandonemos, fracasemos, nos frustremos, nos rebelemos…seremos siempre vocación.
La fe es una huella de amor que no se borra nunca. Como el amor de la madre. Podremos renegar de nuestra madre, encerrarla en un asilo, ponerle una criada para que la cuide en lugar de nosotros, negarnos a ponerle un "Dodotis" por lo pesada que se ha vuelto por culpa del alzheimer…pero no olvidaremos jamás que ella nos ha amado como nadie y nos pertenece como nadie. Así es la fe cristiana.
El amor de una madre va necesariamente asociado en nosotros al dolor. ¡Cuantas noches en vela por nosotros, cuantos sacrificios, cuánta preocupación…! Una madre puede decir en propiedad, cuando nos contempla, lo mismo que el poeta: Lo mejor de mi vida es el dolor. Ese dolor que ha hecho posible un amor maduro y pleno.
Hay opciones que apuestan solamente por la felicidad del mundo; esa felicidad enlatada y bullanguera, de carcajadas y apuestas materiales, que no durarán mucho tiempo. La alegría auténtica de la verdadera vocación es, como dice el poeta, “una noble tristeza que llaman alegría”
Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabescómo soy.
Tú levantas esta carne que es mía.
Tú esta luz que sonrosa las alas de las aves,
Tú esta noble tristeza que llaman alegría.
Quien es vocación se sabe amado y bendecido; depositario de una gracia especial. La vida humana es ya una vocación, la primera y definitiva, si la vivimos con agradecimiento. La decisión y libertad son nuestras, como las alas pertenecen a las aves, pero la luz que sonrosa las alas de las aves no es nuestra viene del cielo y aporta una belleza que roza lo sublime. Dios se empeña en sonrosar las alas de las aves.
Vivida así la vida, conscientes de nuestra condición de mendigos y peregrinos, sabiéndonos amados -“Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo”- podemos empezar a creer que somos vocación, y que esa vocación nos lanza irremediablemente como una catapulta hacia Dios y su misterio.
Sólo así se llenarán de sentido nuestros esfuerzos, se llenará de contenido afectivo nuestra oración, nos sentiremos convocados a una misión porque entendemos mucho de amor, sólo así llenaremos de contenido la palabra cristianos. Descubriendo nuestra absoluta pobreza: desnudos, expulsados, tropezantes, fríos, tapados por la nieve lenta de cada instante, fuego de hojas secas, racimo estrujado, cuerpo maniatado… seremos dignos de tanta riqueza como se nos regala.
Sólo así sentiremos la necesidad de salir al encuentro del que siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza. Sólo así sentiremos a Dios, lo convertiremos en nosotros en búsqueda y pasión, seremos experiencia de Dios.
¡Cómo el último rezo de un niño que se duerme,
y con la voz nublada de sueño y de pureza
se vuelve hacia el silencio,
yo quisiera volvermehacia Ti,
y en tus manos desmayar mi cabeza.
Es curioso pero es la misma conclusión a la que llega nuestro hermano poeta Juan de la Cruz en su Noche oscura del alma.
Quedéme y olvidéme
El rostro recliné sobre el amado
Cesó todo y dejéme
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.
La vida cristiana tiene en su meta un deseo profundo de encuentro amoroso con Dios que parte desde la realidad más humana y frágil que somos cada uno de nosotros. Y que se lleva a cabo en un proceso continuo, lleno de avances y regresiones, que necesita del tiempo y de la paciencia para rozar la utopía. "La paciencia todo lo alcanza, sólo Dios basta", decía la abulense.
Vamos intuyendo que somos vocación cristiana cuando vamos creciendo, madurando, cuando pasan los años y nos mantenemos en la ilusión, cuando la vida nos va probando y, sobre todo, cuando hemos conseguido amasar en la misma artesa la frustración y la utopía, el dolor y el gozo del amor, la muerte y la vida que se vislumbra, el pecado y la gracia, el barro y el soplo divino.
La vocación somos nosotros cuando hemos experimentado en propia carne la sensación de profundo desengaño que produce lo superficial, lo material, lo que tiene fecha de caducidad, la mentira… Entonces, como dice el profeta Isaías, en el capítulo 58, “romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor”
No viene primero la gloria del Señor, la experiencia de Dios y después lo demás. No; es al revés. Primero ha de romper la luz en ti como una aurora, después sentirás la carne sana. Es decir, te sentirás bien siendo hombre o mujer, siendo carne, siendo humano. Tendrás que haber pasado por el camino de la justicia. La sensación de orfandad, de haber sido expulsado del paraíso, de encontrarte en el camino con otros peregrinos y mendigos como tú, te abrirá las entrañas a la justicia. No hay otro camino que ése para que veas, finalmente, que la gloria de Dios va detrás de ti, contigo.
Hasta aquí queríamos llegar. Ésta es la utopía irrenunciable de la vida: descubrir que detrás de nosotros viene la gloria de Dios, para alcanzarnos, para acompañarnos, para llenarnos por entero.
A los de Emaús les salió la gloria de Dios al camino y entró en sus vidas y les cambió los planes y se convirtieron en testigos.
A los cristianos nos está saliendo la gloria de Dios en cada recodo del camino, no para darnos el privilegio de inmunidad frente a los problemas, sino para alentarnos a no perder de vista el ideal de nuestra opción que es Dios mismo.
No sabemos, como dice Panero, de dónde brota la tristeza que tenemos. Nuestro dolor se arrodilla como el tronco de un sauce. Estamos viviendo una experiencia muy conocida del Pueblo de Dios y de aquel pequeño resto de Israel; una experiencia necesaria e imprescindible. Vamos y venimos sobre el agua del tiempo, vapuleados por la modernidad, por la pluralidad, por el cambio de valores, por la vulnerabilidad personal de cada uno de nosotros y de nuestros hermanos, por la arcilla de lo que somos. Tenemos la sensación de que hemos perdido el cauce, de que nos falla la tierra bajo nuestros pies, de que se han derrumbado seguridades y convicciones que nos han hecho mantener el paso firme en el pasado pero que ahora nos detienen en seco. Estamos derramados en el cauce, como dice el poeta, desorientados, en crisis, sin saber muy bien donde está el cauce que nos ofrece seguridad y encauza convenientemente nuestras aguas.
No sé de dónde brota la tristeza que tengo.
Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce,
sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo,
casi fuera de madre, derramado en el cauce.
Pues éste es nuestro tiempo, el mejor de todos los tiempos posibles. Aquí y ahora podemos llenar de agua fresca y limpia el cauce de nuestra vida. Es posible si sabemos escoger la mejor parte, insistir y trabajar lo esencial y tirar por la borda tanto lastre que no nos deja avanzar y volar. Es posible si nos acercamos al pozo de Jacob y con la Samaritana nos disponemos a pedir con humildad agua viva.
Ha llegado el tiempo de apostar por lo pequeño e insignificante, lo simbólico y referencial, lo humano y lo sencillo… dejando a un lado pretensiones y grandezas que superan nuestra capacidad. Éste es el tiempo del realismo utópico o de la utopía realista.
Sólo así podrá brotar una vida nueva e ilusionante, la que la Iglesia necesita. No una vida cristiana apoyada en lo grande, en lo seguro, en lo fuerte, en lo económico, en lo institucional, en lo influyente, sino una vida consciente de que ella no puede salvar -salva sólo Dios-, ni puede imponer su verdad, ni está llamada a condenar o juzgar, sino una vida dispuesta a acompañar. Acompañar a todos y salir al encuentro de todos con las actitudes de Jesús. Abandonando esos clericalismos traumatizantes que nos frenan y nos alejan de la vida humana.
Etiquetas