Comienza una revolución, por muy tranquila y muy de Dios que sea Francisco y Benedicto: la continuidad discontinua
(José Manuel Vidal).- Francisco, el Papa-párroco, se va a ver a Benedicto, el Papa-intelectual y emérito. En un gesto histórico e inédito de cohabitación de dos Papas. Sin cismas ni anti-Papas. En un gesto que escenifica la continuidad discontinua entre los dos últimos Pontífices de la Iglesia católica.
Francisco sabe que es Papa porque Benedicto renunció. En cierto sentido, le debe el papado. Con su histórica iniciativa, le dejó el paso libre y le pasó el testigo de una Iglesia sacudida "por tormentas", como el propio Ratzinger reconoció en su despedida. El "pastor rodeado de lobos", que se sintió sin "fuerzas físicas y espirituales" para hacerles frente, les terminó derrotando. Al renunciar él, tuvieron que irse todos ellos. Al menos, temporalmente.
Con esa que, en Roma, llaman ya "la gran jugada", el Papa Ratzinger ponía a la Iglesia en "estado de emergencia" y provocaba una enorme sacudida entre los fieles y entre los cardenales electores. Un gesto de máxima humildad para denunciar el carrerismo, las intrigas y la búsquedas de poder en el corazón del catolicismo romano. Todo un contrasigno evangélico. Y el Papa Ratzinger se retiró 'al monte' a rezar, pero no sin antes marcar una cierta hoja de ruta al sucesor: terminar su tarea. Él había limpiado la lacra de la pederastia, pero no pudo o no le dejaron limpiar la Curia y la suciedad financiera del IOR, el banco vaticano.
Con esa lección bien aprendida, los cardenales "peones" (los más sencillos, la mayoría silenciosa que no busca poder ni gloria y que no forma parte de 'cordadas ni partidos curiales') se rebelaron contra los "grandes electores", encabezados por los cardenales Sodano y Bertone.
Y, cuando la Iglesia parecía estar abatida y sin futuro, la mayoría del colegio cardenalicio escuchó el clamor del 'pueblo de Dios' y tuvo la voluntad política de plasmar el SOS del pueblo en la elección del nuevo Papa. Y, desde la primera votación, propusieron al cardenal Bergoglio, que terminó imponiéndose a la quinta, casi con un plebiscito.
El Papa Francisco, el Papa "del fin del mundo", sabe que la gente lleva años ansiando un cambio, pidiéndolo, rogándolo. Sabe, asimismo, que 'vox populi, vox Dei'. y por supuesto, tiene muy claro que los cardenales lo eligieron para realizar dos grandes misiones: recuperar la autoridad moral perdida y terminar la limpieza iniciada por su predecesor. Por eso pensaron en él, porque es humilde, sencillo, pero también valiente y decidido. No le va a temblar el pulso para gobernar y, al mismo tiempo, va a proyectar un testimonio de una Iglesia "pobre y para los pobres". Empezando por el propio Papa, el máximo icono de la Iglesia católica.
La revolución tranquila
Para conseguir esas dos gigantescas tareas, el Papa Bergoglio sabe que, manteniendo el cordón umbilical que lo une a su "venerado predecesor", tiene que poner en marcha una ruptura en la Iglesia. Cambio de ciclo, nueva era. Una cierta revolución, por muy tranquila y muy de Dios que sea.
Revolución y ruptura en los gestos y en los símbolos, que, en la Iglesia, son primordiales, porque es la institución de lo simbólico. Ni plata ni oro ni zapatos rojos ni muceta de armiño... Sencillez y austeridad vivida y sentida. Y mucha naturalidad. Hace tan sólo un mes, abrazar al Papa era poco menos que una herejía. Hoy, es el Papa el que abraza y abraza de verdad a sus cardenales, pero también a la gente de la calle o a los líderes religiosos o políticos.
Revolución en los gestos y en los discursos. Hace un mes, si a un obispo a un teólogo se le ocurriese decir que la "Iglesia tiene que ser pobre y para los pobres", inmediatamente le acusarían de radical, incluso de hereje o, cuando menos, de teólogo de la liberación. Hoy, lo dice y lo repite, una y otra vez, el mismísimo Papa. Una ruptura espectacular en pocas semanas.
Ganada la batalla del crédito social, conquistada la opinión pública y publicada, al Papa Francisco le esperan las decisiones más difíciles y complicadas, las que miran hacia el interior de la propia institución. Por ejemplo, cambiar la Curia o el Banco vaticano. "Los Papas pasan y la Curia permanece", ese es el lema de la maquinaria vaticana desde siempre.
Y el Papa que quiera cambiar esa dinámica se las tendrá que ver con resistencias sordas, zancadillas, desajustes, palos en las ruedas, fugas... El Papa puede cambiar de un plumazo a los jefes de los dicasterios (ministros vaticanos), pero no puede echar a todos los segundos y terceros escalones, que son los que 'cortan el bacalao' y alimentan las inercias de la institución que gobierna la Iglesia.
No todos se alegraron, de entrada, con la elección de un Papa jesuita. Los movimientos más conservadores están que trinan. Algunos lo dicen abiertamente. Otros disimulan como pueden y hablan de "error histórico". La galaxia neocon eclesiástica llevaba más de 30 años en el poder y no lo soltará con facilidad.
Muy a su pesar, la dinámica del cambio está en marcha. Aunque le cueste, el Papa Francisco lo hará. Con decisiones de gobierno concretas. Empezando por el nombramiento de un nuevo Secretario de Estado, probablemente después de Pascua. Posiblemente reduzca dicasterios y consejos pontificios. Y acabe con la tradición de que sus jefes lleguen al cardenalato, la única forma de romper el carrerismo. Quizás se atreva, incluso, a prescindir para siempre del Banco vaticano, eterno quebradero de cabeza de la Iglesia, o, al menos, convertirlo en una banca ética.
El otro gran reto del Papa Francisco es volver al Concilio Vaticano II. Y aplicarlo de verdad. Por ejemplo, recuperar la colegialidad y la corresponsabilidad. Lo primero se refiere a la democratización de la Iglesia. Con órganos colegiados que funcionen. Por ejemplo, el Sínodo de los obispos o dando mayor poder a los presidentes de las conferencias episcopales. La corresponsabilidad exige abrir más los órganos de decisión de la institución a los laicos y, sobre todo, a las mujeres. ¿Incluido el sacerdocio femenino?
Pero quizás la tarea más complicada del nuevo Papa sea mantener la ilusión y la esperanza en la gente, en el "santo pueblo de Dios", como él lo llama. Evitar que los curas se conviertan en funcionarios, hacer que en la Iglesia se acepte el sano pluralismo, volver a ilusionar a las bases como en la época del Concilio y parar el "cisma silencioso", la hemorragia de la gente que se va al reino de la indiferencia religiosa. Sin dar portazos y sin mirar atrás. Buscar, con "dulzura y bondad" (las recetas preferidas del nuevo Papa), a las ovejas perdidas. El mundo, continente de misión.
Una tarea hercúlea y a realizar en poco tiempo. Por ley de vida, el papado de Francisco será breve. Su predecesor, a los cinco años de estar en el solio pontificio, ya se movía con dificultades. Además, los cambios, en la Iglesia, son siempre rápidos y en pontificados cortos.
El Papa tiene que aprovechar el tsunami de simpatía despertado, para poner en marcha su revolución tranquila. Juega con la ventaja de que la Iglesia es una institución mimética. Muchos altos prelados, movimientos y organismos eclesiásticos ya están cambiando la chaqueta. Unos, por convicción. Otros, por simple maniobra de supervivencia. En la Iglesia católica es obligado mirar a Roma.