Género y mujer desde la antropología en diálogo con la fe
Nos adentramos, como se titula este artículo, en una cuestión muy actual, debatida y compleja pero no menos importante y significativa, en especial para la fe. Ya que, en el fondo de estas cuestiones, late una concepción antropológica, la compresión de la persona, el significado e identidad del ser humano. En diferentes cosmovisiones antropológicas y espirituales, tales como las religiones monoteístas (judaísmo cristianismo o islam), movimiento obrero, indígenas etc. se nos presenta al ser humano desde la igualdad, complementariedad y diversidad entre un hombre y una mujer (cf. Gen 1-2). De esta forma, el ser humano y su cuerpo, en su constitución y diversidad masculina-femenina, tiene una dignidad e igualdad inviolable, sagrada ya que es imagen y semejanza de Dios.
Como muy bien nos muestra un estudioso de estos textos, P. Grelot, “es la expresión del parentesco más estrecho (cf. 2 Sam 5, 1), que podríamos traducir como una igualdad de naturaleza…De este modo, la sexualidad en todos sus aspectos se pone en relación con la obra del Creador… En cuanto a la unidad de la pareja primitiva, sirve para representar la unidad del género humano, con su solidaridad de vocación y de destino”. En este sentido, otro autor tan relevante como J. L Ruiz de la Peña, afirma que “el hombre se realiza como tal en la bipolaridad sexual de varón y mujer… Ordenada a la mutua complementariedad con su índole social”. Esta antropología corporal e integral (cf. Gn 2,23-24), nos la muestra asimismo Jesús: “¿no habéis leído que aquel que los creó, desde el principio los hizo varón y hembra, y añadió: ``por esta razón el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Por consiguiente, ya no son dos, sino una sola carne. por tanto, lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe” (M 19,5; Mc 10, 7-8). Al igual que San Pablo u otros escritos del Nuevo Testamento (Cf. 1 Cor 6,16; Ef 5,31).
Como nos enseña el Papa Francisco, “la ecología humana implica también algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. Decía Benedicto XVI que existe una «ecología del hombre» porque «también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo». En esta línea, cabe reconocer que nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»” (LS 155).
De esta forma, esta antropología bíblica, cristiana y diversas cosmovisiones como las indígenas- en la línea de la filosofía y antropología actual como es el personalismo o Zubiri-, nos muestra la significatividad y dignidad del cuerpo. El ser humano no solo tiene cuerpo, sino que es cuerpo, está constituido inseparable e integralmente de forma corporal, cultural y espiritual. Cuya corporalidad conforma su identidad y realización humana como don fraterno, solidario y comunitario con los otros. La esencia humana, corporal y espiritual son las notas que conforman la realidad misma (mismidad), de suyo, de la persona (personeidad) con su naturaleza física, biológica, cultural, social e histórica en unidad y respectividad estructural. No se pueden separar ni oponer naturaleza e historia, biología y cultura, cuerpo y alma, sexo y género… en esta antropología del ser humano como animal de realidades e inteligencia sentiente. De ahí que el matrimonio, tal como lo entiende la iglesia con el Papa Francisco, “se realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer, que se donan recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad; se pertenecen hasta la muerte y se abren a la comunicación de la vida, consagrados por el sacramento que les confiere la gracia para constituirse en iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para la sociedad….De ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza" (AL 292, 307).
Por tanto, como nos trasmite de nuevo el Papa Francisco, “ayudar a aceptar el propio cuerpo tal como ha sido creado, porque «una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación […] También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente». Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno puede terminar de liberarse de la inmanencia del propio ser y del embeleso por sí mismo. La educación sexual debe ayudar a aceptar el propio cuerpo, de manera que la persona no pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»... Una ideología, genéricamente llamada “gender” (género), «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo”(AL 56, 285).
Sin confundir ni mezclar cuestiones, por tanto, desde todo lo anterior, dejando bien asentada esta antropología sólida e integral, hay que respetar la naturaleza corporal-espiritual de la persona y a todo ser humano. Por ningún motivo, ya sea su condición u orientación sexual, se puede discriminar o menospreciar ni violentar a ninguna persona. Toda marginación, agresión y violencia a cualquier ser humano es un mal y pecado ante Dios, que quiere que se respete esta vida y dignidad sagrada e inviolable de toda persona como imagen, semejanza e hijo de Dios. La ética y la teología, como nos enseña la iglesia y los Papas como Juan Pablo II (MD) o el Papa Francisco, ha insistido en este respeto y dignidad de toda persona como es la mujer. Valorando así todo el “genio femenino”, alentado la promoción y el protagonismo de la mujer en la sociedad e iglesia.
La teología e iglesia tiene rostro de mujer, el rostro femenino de Dios, de un Dios Padre con entrañas Maternas, como nos enseñan los Papas, de misericordia que trae la salvación liberadora de todo mal, violencia e injusticia que se comete contra la mujer. Jesús y su Madre, María, nos ha revelado esta imagen materna y femenina de Dios con su defensa, promoción y liberación integral de la mujer, a la que dio toda la dignidad. Mujeres que siguieron a Jesús y fueron sus compañeras, amigas y colaboradoras íntima. No olvidemos que para la fe católica, después del Dios encarnado en Jesús, la persona más relevante en la historia de la salvación es María, la madre de Dios, de la iglesia y de toda la humanidad. En San Pablo, como en el cristianismo originario, sus colaboradoras más íntimas eran mujeres que realizaban diversos ministerios. Ahí tenemos, por ejemplo, a Junia Apóstol, a Febe Diaconisa (Rm 16, 1-2, 7), a Aphia (Col 4, 15) y a Priscila (1 Cor 16,19) que, junto a sus maridos, eran responsables de iglesias, etc. La tradición de la iglesia considera a María Magdalena, la íntima amiga de Jesús, como “Apóstol de los Apóstoles” (Santo Tomás de Aquino), tal como ha sido instituida su fiesta por el Papa Francisco, para que sea festejada litúrgicamente como el resto de los apóstoles.
Como nos enseña la Congregación para el Culto Divino en su decreto de dicha fiesta, “fue SanJuan Pablo II quien dedicó una gran atención no sólo a la importancia de las mujeres en la misión del mismo Cristo y de la Iglesia, sino también, y con especial subrayado, al papel especial de María de Magdala como la primera testigo que vio al Resucitado y la primera mensajera que anunció la resurrección del Señor a los apóstoles (cfr. Mulieris dignitatem, n. 16). Esta importancia continua hoy en la Iglesia, -tal como revela el empeño actual de una nueva evangelización-, que quiere acoger a todos los hombres y mujeres de cualquier raza, pueblo, lengua y nación (cfr. Ap 5,9), sin distinción alguna, para anunciarles la buena noticia del Evangelio de Jesucristo, acompañarles en su peregrinar terreno y ofrecerles las maravillas de la salvación de Dios. Santa María Magdalena es ejemplo de una verdadera y auténtica evangelizadora, es decir, de una evangelista que anuncia el gozoso mensaje central de la Pascua (cfr. Oración colecta del 22 julio y nuevo prefacio). El Santo Padre Francisco ha tomado esta decisión precisamente en el contexto del Jubileo de la Misericordia para significar la relevancia de esta mujer que mostró un gran amor a Cristo y fue tan amada por Cristo”.
Por lo tanto, la tradición de la fe y de la iglesia con su magisterio trata de promover esta dignidad de la mujer, su colaboración y protagonismo en la sociedad e iglesia que es primordial; de hecho, la iglesia tiene actualmente rostro de mujer ya que son ellas las que más protagonizan la vida y misión eclesial. Con sus diversas e inherentes realidades de esposa, madre, trabajadora, sujeto cultural, social y político, etc. que no se deben oponer ni enfrentar. Como ha reconocido la fe e iglesia, la mujer ha significado en la historia todo un cauce de vida y espiritualidad, entrega y cuidado, compasión y solidaridad con su realidad esponsal, maternal, eclesial, laboral, social y solidaria. Por ejemplo, la mujer en el movimiento obrero, modelo de vida digna y solidaridad en la entrega de su vida por el ideal, por la justicia con los trabajadores y pobres de la tierra. Una mujer que ha ejercido la fraternidad solidaria y el compromiso por la libertad, justicia e igualdad en los diversos ámbitos de la vida, de la sociedad y el mundo. Con una militancia por la liberación integral de los oprimidos, excluidos y pobres como son las mujeres del Sur empobrecido, otro paradigma de vida de fe, donación y solidaridad. Por lo tanto, la fe e iglesia promueve a todos estos grupos de mujeres, movimientos femeninos que luchan por el cuidado y promoción de la vida, de la dignidad de las personas, de los pobres y del planeta, que buscan la paz y la justicia en el mundo social, político, laboral, económico y ecológico.
Como muy bien nos muestra un estudioso de estos textos, P. Grelot, “es la expresión del parentesco más estrecho (cf. 2 Sam 5, 1), que podríamos traducir como una igualdad de naturaleza…De este modo, la sexualidad en todos sus aspectos se pone en relación con la obra del Creador… En cuanto a la unidad de la pareja primitiva, sirve para representar la unidad del género humano, con su solidaridad de vocación y de destino”. En este sentido, otro autor tan relevante como J. L Ruiz de la Peña, afirma que “el hombre se realiza como tal en la bipolaridad sexual de varón y mujer… Ordenada a la mutua complementariedad con su índole social”. Esta antropología corporal e integral (cf. Gn 2,23-24), nos la muestra asimismo Jesús: “¿no habéis leído que aquel que los creó, desde el principio los hizo varón y hembra, y añadió: ``por esta razón el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Por consiguiente, ya no son dos, sino una sola carne. por tanto, lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe” (M 19,5; Mc 10, 7-8). Al igual que San Pablo u otros escritos del Nuevo Testamento (Cf. 1 Cor 6,16; Ef 5,31).
Como nos enseña el Papa Francisco, “la ecología humana implica también algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. Decía Benedicto XVI que existe una «ecología del hombre» porque «también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo». En esta línea, cabe reconocer que nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»” (LS 155).
De esta forma, esta antropología bíblica, cristiana y diversas cosmovisiones como las indígenas- en la línea de la filosofía y antropología actual como es el personalismo o Zubiri-, nos muestra la significatividad y dignidad del cuerpo. El ser humano no solo tiene cuerpo, sino que es cuerpo, está constituido inseparable e integralmente de forma corporal, cultural y espiritual. Cuya corporalidad conforma su identidad y realización humana como don fraterno, solidario y comunitario con los otros. La esencia humana, corporal y espiritual son las notas que conforman la realidad misma (mismidad), de suyo, de la persona (personeidad) con su naturaleza física, biológica, cultural, social e histórica en unidad y respectividad estructural. No se pueden separar ni oponer naturaleza e historia, biología y cultura, cuerpo y alma, sexo y género… en esta antropología del ser humano como animal de realidades e inteligencia sentiente. De ahí que el matrimonio, tal como lo entiende la iglesia con el Papa Francisco, “se realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer, que se donan recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad; se pertenecen hasta la muerte y se abren a la comunicación de la vida, consagrados por el sacramento que les confiere la gracia para constituirse en iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para la sociedad….De ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza" (AL 292, 307).
Por tanto, como nos trasmite de nuevo el Papa Francisco, “ayudar a aceptar el propio cuerpo tal como ha sido creado, porque «una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación […] También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente». Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno puede terminar de liberarse de la inmanencia del propio ser y del embeleso por sí mismo. La educación sexual debe ayudar a aceptar el propio cuerpo, de manera que la persona no pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»... Una ideología, genéricamente llamada “gender” (género), «niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo”(AL 56, 285).
Sin confundir ni mezclar cuestiones, por tanto, desde todo lo anterior, dejando bien asentada esta antropología sólida e integral, hay que respetar la naturaleza corporal-espiritual de la persona y a todo ser humano. Por ningún motivo, ya sea su condición u orientación sexual, se puede discriminar o menospreciar ni violentar a ninguna persona. Toda marginación, agresión y violencia a cualquier ser humano es un mal y pecado ante Dios, que quiere que se respete esta vida y dignidad sagrada e inviolable de toda persona como imagen, semejanza e hijo de Dios. La ética y la teología, como nos enseña la iglesia y los Papas como Juan Pablo II (MD) o el Papa Francisco, ha insistido en este respeto y dignidad de toda persona como es la mujer. Valorando así todo el “genio femenino”, alentado la promoción y el protagonismo de la mujer en la sociedad e iglesia.
La teología e iglesia tiene rostro de mujer, el rostro femenino de Dios, de un Dios Padre con entrañas Maternas, como nos enseñan los Papas, de misericordia que trae la salvación liberadora de todo mal, violencia e injusticia que se comete contra la mujer. Jesús y su Madre, María, nos ha revelado esta imagen materna y femenina de Dios con su defensa, promoción y liberación integral de la mujer, a la que dio toda la dignidad. Mujeres que siguieron a Jesús y fueron sus compañeras, amigas y colaboradoras íntima. No olvidemos que para la fe católica, después del Dios encarnado en Jesús, la persona más relevante en la historia de la salvación es María, la madre de Dios, de la iglesia y de toda la humanidad. En San Pablo, como en el cristianismo originario, sus colaboradoras más íntimas eran mujeres que realizaban diversos ministerios. Ahí tenemos, por ejemplo, a Junia Apóstol, a Febe Diaconisa (Rm 16, 1-2, 7), a Aphia (Col 4, 15) y a Priscila (1 Cor 16,19) que, junto a sus maridos, eran responsables de iglesias, etc. La tradición de la iglesia considera a María Magdalena, la íntima amiga de Jesús, como “Apóstol de los Apóstoles” (Santo Tomás de Aquino), tal como ha sido instituida su fiesta por el Papa Francisco, para que sea festejada litúrgicamente como el resto de los apóstoles.
Como nos enseña la Congregación para el Culto Divino en su decreto de dicha fiesta, “fue SanJuan Pablo II quien dedicó una gran atención no sólo a la importancia de las mujeres en la misión del mismo Cristo y de la Iglesia, sino también, y con especial subrayado, al papel especial de María de Magdala como la primera testigo que vio al Resucitado y la primera mensajera que anunció la resurrección del Señor a los apóstoles (cfr. Mulieris dignitatem, n. 16). Esta importancia continua hoy en la Iglesia, -tal como revela el empeño actual de una nueva evangelización-, que quiere acoger a todos los hombres y mujeres de cualquier raza, pueblo, lengua y nación (cfr. Ap 5,9), sin distinción alguna, para anunciarles la buena noticia del Evangelio de Jesucristo, acompañarles en su peregrinar terreno y ofrecerles las maravillas de la salvación de Dios. Santa María Magdalena es ejemplo de una verdadera y auténtica evangelizadora, es decir, de una evangelista que anuncia el gozoso mensaje central de la Pascua (cfr. Oración colecta del 22 julio y nuevo prefacio). El Santo Padre Francisco ha tomado esta decisión precisamente en el contexto del Jubileo de la Misericordia para significar la relevancia de esta mujer que mostró un gran amor a Cristo y fue tan amada por Cristo”.
Por lo tanto, la tradición de la fe y de la iglesia con su magisterio trata de promover esta dignidad de la mujer, su colaboración y protagonismo en la sociedad e iglesia que es primordial; de hecho, la iglesia tiene actualmente rostro de mujer ya que son ellas las que más protagonizan la vida y misión eclesial. Con sus diversas e inherentes realidades de esposa, madre, trabajadora, sujeto cultural, social y político, etc. que no se deben oponer ni enfrentar. Como ha reconocido la fe e iglesia, la mujer ha significado en la historia todo un cauce de vida y espiritualidad, entrega y cuidado, compasión y solidaridad con su realidad esponsal, maternal, eclesial, laboral, social y solidaria. Por ejemplo, la mujer en el movimiento obrero, modelo de vida digna y solidaridad en la entrega de su vida por el ideal, por la justicia con los trabajadores y pobres de la tierra. Una mujer que ha ejercido la fraternidad solidaria y el compromiso por la libertad, justicia e igualdad en los diversos ámbitos de la vida, de la sociedad y el mundo. Con una militancia por la liberación integral de los oprimidos, excluidos y pobres como son las mujeres del Sur empobrecido, otro paradigma de vida de fe, donación y solidaridad. Por lo tanto, la fe e iglesia promueve a todos estos grupos de mujeres, movimientos femeninos que luchan por el cuidado y promoción de la vida, de la dignidad de las personas, de los pobres y del planeta, que buscan la paz y la justicia en el mundo social, político, laboral, económico y ecológico.