Impresionistas, post-impresionistas y vanguardias, en busca de la sutileza oriental Japonismo: la influencia del país nipón en Occidente
Los pintores impresionistas conocieron las estampas de xilografías japonesas (ukiyo-e) y empezaron a coleccionarlas y a imitar su fuerza cromática, su talento compositivo y su dibujo esquemático
Fascinados por las tradiciones artísticas que despojaron la pintura de todo lo innecesario y consiguieron expresar más con menos elementos, artistas post-impresionistas como Henri Matisse admiraron al viejo Cézanne
"Fruición de llegar a comprender, en un paisaje, una pequeña hierba. Excepción hecha de los primitivos y de los japoneses, casi nadie recuerda esto", escribió Miró
"Fruición de llegar a comprender, en un paisaje, una pequeña hierba. Excepción hecha de los primitivos y de los japoneses, casi nadie recuerda esto", escribió Miró
| Lucía López Alonso
Pese a que el jesuita español Francisco Javier había llegado a Japón a finales del Siglo XVI, en las posteriores centurias el país del sol naciente se blindó e hizo casi imposible el contacto con su cultura ancestral. Hasta que, en la era Meiji (1868) Japón volvió a abrirse al intercambio económico y ello supuso en Occidente un redescubrimiento de la cultura japonesa, que planteó muchos retos en el campo de la pintura.
Movimiento impresionista: fascinados por el vínculo japonés con el entorno
Desde Manet, los pintores impresionistas conocieron las estampas de xilografías japonesas (ukiyo-e) y empezaron a coleccionarlas y a imitar su fuerza cromática, su talento compositivo y su dibujo esquemático. Pierre-Auguste Renoir, por ejemplo, desde el principio de su formación plástica había conjugado lo académico (las visitas al Louvre) con lo liberador, escapándose a los bosques de Fontainebleau para pintar al aire libre. Por eso no es de extrañar que el maestro francés, cuya visita a Argelia sería la más exótica de su vida, quedara abiertamente fascinado por la plástica del lejano Oriente, tan vinculada al entorno natural y a revelar cómo le afecta la luz.
Edgar Degas, por su parte, exploraría, de alguna manera, la interioridad a través de su pintura, dándole mayor importancia al estado de ánimo de las personas que representaba que a su aspecto exterior. No puede decirse que estuviera influido, ni mucho menos, por la espiritualidad oriental, pero sí se sabe que admiró el esquematismo espectacular de la estampa japonesa. Tampoco pisó Oriente: simplemente pudo viajar a España y Marruecos (y a Borgoña y Montauban, para visitar el Museo de Ingres), pero asumió la técnica de la estampación y la gran paradoja del arte japonés: utilizar el compromiso con la fuerza del color para conseguir un efecto de armonía y delicadeza en la pintura.
Degas interiorizó la gran paradoja del arte japonés: utilizar el compromiso con la fuerza del color para conseguir un efecto de armonía y delicadeza en la pintura
Claude Monet, por último, también perseguiría lo tenue, lo íntimo, yendo más allá con su pintura, al otorgarle un peso grandioso al color. Tras años intercambiando estampas japonesas por obra suya con el marchante y coleccionista de arte Hayashi, el pintor francés le empieza a pedir que la traiga de Japón especies vegetales, para fortalecer el jardín japonés al que dedicaría, en Giverny, los años finales de su vida. Tras lograrlo, su entusiasmo por la jardinería y por pintar las ninfeas de cerca sería tal, que también mandó construir un puente japonés sobre el estanque del jardín, donde sentarse a pintar. En palabras de George Clemenceau, el mejor arte de Monet echó raíces en ese estanque, disfrutando “de la más alta armonía de las cosas”: los reflejos de luz en el agua, el color de las flores.
Post-impresionistas: pintura en flor
¿Cómo son los rostros de los dos personajes de la derecha, en las Bañistas de Cézanne? Fascinados por las tradiciones artísticas que despojaron la pintura de todo lo innecesario y consiguieron expresar más con menos elementos, artistas post-impresionistas como Henri Matisse admiraron al viejo Cézanne, que había poblado la Provenza de estas lecciones técnicas. De hecho, Matisse había adquirido una de sus obras de bañistas, y según su testimonio, su profundidad cromática y su esquematismo a nivel de líneas le acompañó en los momentos de mayor duda de su propia obra artística.
Van Gogh, por su parte, acudía a la tienda del llamado ‘père’ Tanguy, en Montmatre. Además de comprar grandes cantidades de color, para sus lienzos, el artista holandés charlaba con el tendero. Le quería, y por eso, cuando le retrató, no escatimó en bondades: le confirió una apariencia de monje budista, llenó su paleta de los mejores y más variados tonos y decoró el fondo del cuadro con una profusión de estampas japonesas como las que coleccionaba (Van Gogh reuniría más de doscientas durante su vida). Kimonos, sombrillas, montañas y árboles floridos expresan los sentimientos de un artista que se expresaba con colores. Muchas veces le dijeron que sus retratos eran “de loco”, que la naturaleza no poseía los colores que él le atribuía… Pero Van Gogh no dejó de trabajar con sinceridad. “Que se diga -deseó- de mi obra: este hombre siente delicadamente. A pesar de mi reconocida torpeza… o quizás a causa de ella”.
Esa reorientación del arte occidental empezada por Cézanne y el “loco del pelo rojo” seguiría expandiéndose en la obra de su amigo Paul Gauguin. El francés, que viajó y vivió en un lugar tan remoto para los europeos como la Polinesia, incorporó a su pintura las cañas del bambú o las hojas de la palmera, declarándose seguidor del arte japonés, ejemplo de sintetismo en el dibujo, claridad cromática y rigor en la composición. Tras toda una (dura) vida dedicada a subrayar lo que Occidente le debe a Oriente, en El espíritu moderno y el catolicismo Gauguin pintó un ataque a la Iglesia de su tiempo. De la religión le atraía su espiritualidad liberadora, no la doctrina en la que la transformaban las instituciones eclesiásticas.
También dentro de la bohemia parisina, Toulouse-Lautrec había descubierto en las estampas de los maestros japoneses los asombrosos efectos cromáticos. A pesar de haber viajado mucho (recorriendo Holanda, Bélgica, Portugal…), tampoco conoció Japón, pero incorporó en sus dibujos elementos niponizantes, revelados a través de la sencillez de obras como su Divan japonais, de 1892.
Arte de vanguardia: Japón como referente de una visión simplificada
Tan excepcional como Picasso, aunque siempre más discreto, el catalán Joan Miró terminaba en 1917 el Retrato de Enric Cristófol Ricart, en el que se aprecia, al fondo, un gran tapiz japonés. Sin embargo, el autor no miraría a Oriente solo por la moda de las “japonerías”, sino que un año después estaba escribiendo lo siguiente: “Durante el tiempo de trabajar una tela la voy amando, con amor hijo de una lenta comprensión (···) Fruición de llegar a comprender, en un paisaje, una pequeña hierba. Excepción hecha de los primitivos y de los japoneses, casi nadie recuerda esto tan divino”.
En busca de esa sutileza y atención a lo pequeño, en La masía, de 1921, plasmaría “desde el poderoso árbol al diminuto caracol”. Su obra, a continuación, avanzaría reduciendo su carga, hasta llegar, en la década de los 40 (cuando en Normandía va a iniciar su serie de las Constelaciones), a pinturas como El puerto, que niegan el realismo para destacar una armonía casi caligráfica, dentro de la que cada parte se muestra unida a la otra.
Habiendo viajado de Mallorca a Holanda e incluso Nueva York, Miró no conocerá Japón, pero se situará muy cerca de la espiritualidad oriental con la economía de elementos de sus obras de los años 60, la serie de los Azules. La profundidad del color, la sensación de desplazamiento, la calma que transmiten… esconden en el lienzo una indudable búsqueda espiritual.
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