Carta al Sr. Arzobispo de Pamplona sobre el futuro de la Iglesia en Navarra ¿Realmente podemos hablar de futuro? ¿De qué futuro? ¿Del futuro de qué Iglesia?
"En 'El signo de las iglesias vacías. Para un cristianismo que resurge de nuevo', una reflexión escrita a medida que se acercaba el fin del gran encierro al que la pandemia de Covid-19 obligó al mundo entero, el pensador católico checo Tomáš Halík identificaba una señal de alarma profética en las iglesias cerradas y desiertas sobre lo que la Iglesia podría llegar a ser: precisamente una Iglesia cerrada y vacía"
"En su obra ‘La tarde del cristianismo’ el mismo autor, Tomáš Halík, retoma esa señal de alarma y explora su significado profético"
"Crisis y futuro. Futuro y crisis. ¿Cómo abordar el reto -otros lo llamarán 'problema'- de un mundo o de una sociedad que parece alejarse de Dios? ¿Es realmente así? ¿Tiene futuro la Iglesia?"
"La esperanza de la Iglesia es la inmersión en una historia que nos llega, a la que estamos llamados, sin ser producto de nuestros cálculos y mucho menos de 'planes pastorales' creados por 'expertos'. Si tenemos esta actitud hacia la fe, entonces se pueden abrir las puertas de la esperanza"
"Crisis y futuro. Futuro y crisis. ¿Cómo abordar el reto -otros lo llamarán 'problema'- de un mundo o de una sociedad que parece alejarse de Dios? ¿Es realmente así? ¿Tiene futuro la Iglesia?"
"La esperanza de la Iglesia es la inmersión en una historia que nos llega, a la que estamos llamados, sin ser producto de nuestros cálculos y mucho menos de 'planes pastorales' creados por 'expertos'. Si tenemos esta actitud hacia la fe, entonces se pueden abrir las puertas de la esperanza"
En ‘El signo de las iglesias vacías. Para un cristianismo que resurge de nuevo’, una reflexión escrita a medida que se acercaba el fin del gran encierro al que la pandemia de Covid-19 obligó al mundo entero, el pensador católico checo Tomáš Halíkidentificaba una señal de alarma profética en las iglesias cerradas y desiertas sobre lo que la Iglesia podría llegar a ser: precisamente una Iglesia cerrada y vacía.
Ésta es una señal de alarma, porque predice cuál será la condición permanente de la Iglesia en un futuro próximo -en algunos lugares de Europa ya es una realidad- si no se toman en serio los desafíos de la nueva era emergente, ese cambio de los tiempos que están en marcha y a los que el Papa Francisco se ha referido siempre como algo más que un tiempo ordinario de cambio.
Aunque los ritmos y las modalidades puedan variar de un lugar a otro del mundo, parecería que es esta tendencia subyacente, hacia una condición cerrada y vacía, la que le espera a la Iglesia si no es capaz de afrontar estos desafíos desde una perspectiva tanto intelectual/espiritual/sapiencial como eficaz y operativa; si, en otras palabras, no logra una transformación profunda no sólo de las estructuras eclesiales, sino también de la dimensión existencial y espiritual de la fe.
Y es una señal de alarma profética, porque el drama constituido por la pérdida del número de creyentes, de relevancia y de credibilidad, así como la crisis generada por el vacío de espacios y ritos, prácticas y conceptos, se presenta hoy como un momento oportuno para establecer importantes procesosde verdadera conversión espiritual y de profunda reforma eclesial.
En su obra ‘La tarde del cristianismo’ el mismo autor, Tomáš Halík, retoma esa señal de alarma y explora su significado profético. Como umbral de una nueva era para el cristianismo, la crisis actual se presenta como una oportunidad de transformación para la Iglesia. Ésta es la pregunta que se hace: ¿cuál será el futuro del cristianismo y qué forma adoptará la Iglesia del futuro? Dios quiera que la crisis actual sea oportunidad de transformación para la Iglesia.
Crisis y futuro. Futuro y crisis. ¿Cómo abordar el reto -otros lo llamarán ‘problema’- de un mundo o de una sociedad que parece alejarse de Dios? ¿Es realmente así? ¿Tiene futuro la Iglesia? ¿Cuál es la relación de la Iglesia con el paso del tiempo, es decir, con su historia? A algunos les parece que nuestro mundo está dejando de ser cristiano: ¿cómo podemos pensar y hablar del futuro de la Iglesia? ¿La insignificancia de la Iglesia, real y prácticamente en la vida de no pocos individuos y de gran parte de la vida social, es una condena? ¿Realmente podemos hablar de futuro? ¿De qué futuro? ¿Del futuro de qué Iglesia?
A menudo debatimos entre tradicionalismo y modernización, pero no salimos deahí. Y, por supuesto, uno de los graves temas de la Iglesia hoy es lo que el Papa ha definido varias veces como "atraso", una "moda" que lleva a no "salir de la raíz para seguir adelante" sino hacer un "retroceso que nos convierte en una secta, que nos cierra, que nos quita los horizontes" y nos convierte en guardianes "de las tradiciones muertas". La verdadera pregunta es: si no se anunciara el Evangelio, ¿faltaría algo esencial a la vida humana de esta sociedad y de sus individuos?
Tantas veces me viene a la mente la tentación de aquel tradicionalismo del "siempre se ha hecho así". Me refiero a lo que hacemos o hemos hecho siempre. ¿No es esto un cierto ‘paganismo’ de pensamiento? Aquí entran en juego la fe, la esperanza, el futuro. ¿A lo mejor hay que abordar de frente el reto de fondo, profundo, pero saliendo del "círculo o circuito cristiano"?
Tal vez, me digo a mí mismo, el futuro de la Iglesia vaya a tener que ver más con el hecho de mantener viva la creencia de que la experiencia de la gracia y del asombro es posible como historia, como futuro. Es decir, solamente en la medida en que se ayude a que la esperanza nos siga desafiando. En este sentido, quiero sostener que el tiempo de la Iglesia es el futuro. ¿Y esto qué significa? Esa apertura al Espíritu radica en considerar pensable un futuro, algo que aún está por suceder y por tanto generar futuro. Vivir en lo posible, no en lo probable. La apertura al Espíritu nos impone incertidumbre, abandonando nuestra búsqueda de seguridad y estabilidad.
Hablar del futuro, incluso del futuro de la Iglesia, requiere apertura a la incertidumbre, no a las estadísticas. La esperanza cristiana no se puede encontrar con estadísticas. Una cosa es pensar el futuro a partir de proyecciones, una continuación del presente a partir del pasado, y otra sumergirnos en una historia que nos llega, a la que estamos llamados, sin ser producto de nuestros cálculos, mucho menos de planes pastorales hechos desde el despacho, desde la biblioteca,…, o desde no se sabe qué consejos. No creo que el futuro de la Iglesia esté planificado para cinco años...
¿En qué consistiría entonces el futuro de la Iglesia que no puede planificarse quinquenalmente, mediante planes pastorales precisos? Es la esperanza: el territorio de la gracia.Ese es la única posibilidad de futuro de la Iglesia. Implica incertidumbre, indeterminación, indefinición. No el orden, la codificación, lo sólido, lo sistemático, sino lo informe, el devenir, lo que aún no está cristalizado, solidificado y definido.
No hay escalas de cálculo ni indicadores ni parámetros. Hay un abismo que superar o un salto en el vacío que realizar: el de la confianza en la posibilidad de una historia futura que no conocemos y que no se puede deducir del presente y del pasado como si fuera una conclusión lógica, una historia que es «otra» respecto a nosotros y a nuestros límites conocidos. En este sentido, el futuro no es la combinatoria de nuestras expectativas y cálculos.
Es obvio que a estas alturas hay que hablar de inquietudes, de pensamiento abierto, es decir, de aquello que, para Francisco, nos da paz. “Sólo la inquietud da la paz”, dijo una vez el Papa Francisco. ¿Por qué? Lo dicho antes me ayuda a entender algo sobre esta perspectiva. De hecho, el Papa Francisco es un hombre de pensamiento incompleto porque piensa siempre mirando el horizonte hacia el que debe dirigirse, teniendo a Cristo en el centro. Pero para ello el horizonte debe estar abierto, no puede transformarse en una valla. Por tanto, el pensamiento también debe ser abierto, es decir, incompleto. No encerrarse en el perímetro de las propias ideas. Dios, a pesar de las ideologías, nunca es rígido para el Papa Francisco. Hay una dimensión de incertidumbre, de incompleto que es parte integrante de una vida de fe, que es -como dice el Papa Francisco- «aventura», «investigación», apertura de nuevos espacios a Dios. Esto genera una ansiedad saludable… pero ansiedad.
Lo contrario de la persona inquieta es la persona adaptada a las buenas normas. Es decir, una persona al día con el cálculo de lo probable, alineado con el algoritmo de la buena sociedad y de sus reglas, de lo eclesialmente correcto. Sin embargo, esta persona difícilmente genera futuro, porque para hacerlo, para alumbrar futuro, se requieren inquietudes. Y éste es el desafío que yo expresaría así: existe la tentación de oponer al caos percibido la respuesta de un catolicismo de consignas intransigentes e identitarias. Hoy reconocemos que una "civilización católica" no es una burbuja cerrada sobre sí misma, ni alimenta el resentimiento hacia un mundo que para algunos ahora parece perdido y a la deriva, abandonado por Dios, dejado de su mano. La civilización católica no es una civilización construida sobre la intransigencia de los puros que mata el espíritu. La tentación de la identidad hasta puede ser la necrosis del cristianismo.
Y entiendo que, por lo tanto, la utopía es una forma de esperanza que no se puede tildar de mera abstracción para después ser rechazada. La utopía parte de la insatisfacción con el presente pero se proyecta hacia un mundo diferente que se considera posible. Quizá hasta ésta sea la propuesta de una fe cristiana y de una pertenencia eclesial "desinstaladas". Los que estamos instalados debemos desinstalarnos y empezar a caminar. Por tanto la idea es la de un pueblo peregrino que siempre trasciende las necesarias expresiones institucionales. La historia nos enseña, también, que el pueblo elegido, una vez convertido en partido, en reino o en imperio, entra en una intrincada maraña de dimensiones políticas y religiosas, con sus intereses y alianzas, capaces de hacerle perder la conciencia de peregrinar y de estar al servicio del mundo -y no precisamente para conquistar o colonizar-.
El pasado no es un capítulo cerrado. La vida nos lleva muchas veces a re-comprender nuestro pasado, el social y el individual. Una experiencia que considerábamos dañina puede convertirse en una lección decisiva, un punto de inflexión. Y al contrario. Lo que consideramos desde hoy un éxito del pasado, a lo mejor fue realmente, con el devenir del tiempo, el inicio de la decadencia. Siempre es posible convertir el pasado. La conversión es dar un nuevo significado a la experiencia vivida. La memoria no es una transcripción inmutable. Si el pasado determina el presente es porque a su vez es retomado y, por tanto, remodelado por el presente.
Una "conversión" profunda sólo es posible si el pasado no está ya determinado y no está enteramente eliminado de la posibilidad de acción. El pasado debe permanecer abierto. Entonces el pasado se con-vierte en "futuro". No es una condición pasajera y transitoria, ni una nostalgia que hay que perseguir torpe y desesperadamente como cuando nos ejercitamos en una cinta de correr. El futuro consiste precisamente en no sellar el pasado, en dejarlo abierto a interpretaciones (y a sus conflictos). ¿Por qué? Porque el recuerdo de la experiencia vivida en el pasado adquiere en el presente un significado inesperado, pero actual y eficaz, en dirección a una expectativa y horizonte de futuro. La religión es también una relectura, un replanteamiento de la experiencia. Esta conversión del pasado que ayuda a generar el futuro es quizás la clave de todo razonamiento, la alternativa a la intransigencia identitaria, lo que otros han llamado "cristianismo".
El tiempo de la Iglesia es el futuro. Y éste no es la simple gestión organizativa del presente. En una época en la que el pasado y el presente dominan sin horizonte de futuro, el mensaje evangélico se mercantiliza hasta ser comerciado. Incluso la tradición se convierte en una mercancía que se puede vender. Y se entra entonces en la lógica de un alto nivel de comercio. Y se comercian valores e ideas. Pero eso es comercio de una mercancía al fin y al cabo. Hoy seguimos teniendo la tentación de perdernos entre conjeturas como si fuéramos nosotros quienes tuviéramos que organizar la conversión de la sociedad o del mundo al cristianismo o la vida misma del espíritu. Si la Iglesia no es una mera organización, tampoco el ministro ordenado puede reducirse a un burócrata del espíritu o un "oficial de misión" que intercambia la salvación predicando valores.
Hasta podemos reivindicar la sospecha y alergia a la idea de un Reino de Dios cristalizado y solidificado en la tierra: desde el "In hoc signo vinces" de Constantino, hasta el "En Dios confiamos" que leemos en el dólar, hasta el "Gott mit uns" del nazismo. La teología cristiana de la historia nada tiene que ver con quienes prometen el cielo en la tierra… y en el que se termina haciendo un infierno de la tierra.
El gran desafío de la Iglesia hoy es poder pensar en un después, un mañana, algo que aún está por suceder. Para generar futuro -y por tanto esperanza- es necesario imaginar, proyectarnos en un futuro posible, reflexionar sobre lo que ni vemos con los ojos ni tocamos con las manos. Necesitamos una nueva imaginación. Mucho más creativa.
Recordemos que el clasicismo vivió su historia en el sentido de lo cíclico y del eterno retorno. El círculo, de hecho, era un símbolo de plenitud y perfección. Los clásicos, recelosos de las utopías y del futuro, anclaron su identidad a los orígenes y al pasado. Idealizaron el pasado porque tenían el mito de los orígenes. El clasicismo necesitaba seguridad, estabilidad. La esperanza nació con el judeo-cristianismo.
Por tanto, no es nada obvio hablar de futuro y esperanza. Para hablar del futuro de la Iglesia es necesaria una apertura a la incertidumbre. Por supuesto, hay quienes piensan que el futuro es una deducción: dadas algunas condiciones, podemos deducir algo sobre lo que sucederá. Y así se multiplican los análisis y predicciones sociológicas. Pero esto no tiene nada que ver con lo que los cristianos llamamos esperanza. El futuro confiado a la estadística no se abre a la esperanza, sino al cálculo de probabilidades, al pensamiento calculador, capaz de hacer predicciones más o menos fiables. El futuro -también el de la Iglesia- sería, pues, la continuación lógica del presente a partir del pasado. No habría salto, no habría brecha, no habría abismo, no habría deseo, no habría inquietud, no habría revolución.
La esperanza de la Iglesia, en cambio, es la inmersión en una historia que nos llega, a la que estamos llamados, sin ser producto de nuestros cálculos y mucho menos de "planes pastorales" creados por "expertos". Si tenemos esta actitud hacia la fe, entonces se pueden abrir las puertas de la esperanza. Es posible generar el futuro, "habitar en la posibilidad". No se trata de creer en la probabilidad, sino en la posibilidad, es decir, en la posibilidad de tener una experiencia no ligada a los límites de lo estadísticamente probable. Es territorio de gracia, lo que implica incertidumbre, indeterminación, indefinición. No el orden, la codificación, lo sólido, sino lo informe, el devenir, lo que aún no está cristalizado, solidificado y definido.
Hay un abismo que superar, por tanto, para experimentar la esperanza. Hay necesidad de fe. Su campo no es el del cálculo o el algoritmo, sino el de los "gratia gratis data", como dice la teología clásica. El abismo es el de la confianza en la posibilidad de una historia futura que no conocemos y que no se puede deducir del presente y del pasado como si fuera una conclusión lógica. En este sentido el futuro no es la combinatoria de nuestras expectativas. También sería un error hacer residir la esperanza en la pura proyección combinatoria de nuestros deseos. La esperanza es lo aún no conocido, lo que es capaz de sorprendernos. El motor de la esperanza es, en definitiva, la duda, la incertidumbre, la precariedad inquieta.
Finalizo ya. Yo creo que nuestra Iglesia de Navarra tiene que abrazar la "utopía" reconociendo su carga positiva. La utopía toma fuerza de la insatisfacción y la insatisfacción y el malestar que genera la realidad actual, pero también de la creencia de que un mundo diferente es posible. Aquí hay una tarea radical: reconstruir el imaginario de la fe y la convivencia humana en una sociedad cambiante, donde las referencias simbólicas y culturales ya no son lo que eran.
Si no hay sensación de vértigo, si no se experimenta un terremoto, si no hay duda metódica -no duda escéptica-, si no hay la intuición o quizá incluso la percepción de una sorpresa incómoda, entonces tal vez no haya experiencia de Iglesia. Por eso el tiempo futuro de la Iglesia está en un abierto suspenso… porque aunque nosotros hemos interpretado la expresión bíblica de Éxodo 3, 14 como "yo soy el que soy", en realidad y en hebreo dice: "yo seré el que seré". Y esto es promesa.