"'Misericordia' es la palabra clave de su pontificado" El perdón y el amor: El rostro humano y evangélico del Papa Francisco
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El pontificado del Papa Francisco ha marcado, desde la elección de su nombre, una profunda ruptura en el lenguaje codificado de la Iglesia
Su voz no ha sido nunca la de un soberano que guía a su pueblo con mano firme o que defiende con pericia teológica la autoridad incontrovertible de los dogmas, sino la de un pastor que se ensucia las manos, que se inclina sobre las miserias humanas sin empuñar jamás la vara inhumana de la condena
Francisco no es el Papa de la Ley y su miedo, sino el de la Gracia y la salvación inmerecida que hace posible
La palabra clave de su pontificado es 'misericordia'. Es el mensaje más radical de Jesús que, citando al profeta Oseas, dice: 'Misericordia quiero, no sacrificios' (Mt, 9,13)
Francisco no es el Papa de la Ley y su miedo, sino el de la Gracia y la salvación inmerecida que hace posible
La palabra clave de su pontificado es 'misericordia'. Es el mensaje más radical de Jesús que, citando al profeta Oseas, dice: 'Misericordia quiero, no sacrificios' (Mt, 9,13)
El pontificado del Papa Francisco ha marcado, desde la elección de su nombre, una profunda ruptura en el lenguaje codificado de la Iglesia. Su voz no ha sido nunca la de un soberano que guía a su pueblo con mano firme o que defiende con pericia teológica la autoridad incontrovertible de los dogmas, sino la de un pastor que se ensucia las manos, que se inclina sobre las miserias humanas sin empuñar jamás la vara inhumana de la condena. Francisco no es el Papa de la Ley y su miedo, sino el de la Gracia y la salvación inmerecida que hace posible.
Por estas razones, la palabra clave de su pontificado es «misericordia». Es el mensaje más radical de Jesús que, citando al profeta Oseas, dice: «Misericordia quiero, no sacrificios» (Mt, 9,13). Evidentemente, no se trata de una simple exhortación moral, sino de un corte subversivo en el tejido simbólico de la Ley.
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El perdón y el amor, a los que se refiere la figura de la misericordia, rompen drásticamente con el carácter meramente vengativo de la Ley para abrir el espacio inédito de una nueva posibilidad. El pecado, en esta perspectiva, no es una mancha indeleble, sino una condición humana que puede ser atravesada, comprendida y aceptada plenamente.
Es el pecado de Pedro que niega, de Tomás que duda, de Saulo que persigue. Es el pecado que siempre puede convertirse en un nuevo comienzo. Es el agua pútrida que se convierte en vino sublime en las bodas de Caná. Es el paralítico que resucita después de que su vida se hubiera atascado sin remedio durante años.
En este sentido, la Ley de la que el Papa Francisco da testimonio nunca coincide con la aplicación normativa de sus preceptos, sino que, como dice Emmanuel Levinas, se encarna en el rostro del Otro, en la llamada incondicional a la fraternidad que este rostro conlleva.
El Dios de Francisco no es el juez implacable que infunde miedo, ni la impersonalidad metafísica de una Ley sin corazón, sino el Padre que «hace salir su sol sobre malos y justos» (Mt 5,45).
En este sentido, la misericordia es el resto irreductible de la Ley, su «semilla santa», como diría Isaías, lo que escapa a la lógica del cálculo y del mérito, lo que supera el mecanismo legalista de la retribución simétrica.
Como enseña la parábola evangélica del buen samaritano, la fe no es la adhesión a un dogma, sino la curación de la herida. Es la imagen de la Iglesia como «hospital de campaña» que propone el Papa Francisco. Pero también es la imagen, estos días, de su propio cuerpo enfermo, en constante equilibrio entre la vida y la muerte.
Sin embargo, también es su forma de hablar, su manera oblicua y laxa de moverse en el espacio, sus gestos fraternales, su alegre sentido del humor. Francisco es un Papa que sabe tocar, abrazar, sonreír, mostrar su fragilidad sin reservas. Es, evangélicamente, lo pequeño que se hace grande no contra lo pequeño sino precisamente porque es pequeño, como sucede con el grano de mostaza evocado por Jesús que genera un árbol frondoso en el que incluso los pájaros pueden posarse. Por eso, incluso su propio cuerpo enfermo, que estos días vemos en el candelero, se ha convertido en el teatro de la proximidad y la cercanía.
Si el poder de la Iglesia siempre ha tenido la tentación de cercarse tras los muros de la separación, el Papa Francisco ha optado desde el principio de su pontificado por derribar esos muros. Esto es lo que ha hecho del Papa Francisco una figura tan querida y controvertida.
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Porque la misericordia, cuando se convierte en testimonio activo, socava en primer lugar la estructura aséptica del poder. Quienes invocan la pureza de la doctrina, quienes defienden la rigidez de las normas sin comprender el sentido profundo de la Ley, quienes desearían una Iglesia fundada en la rígida distinción entre justos e injustos, no han podido dejar de percibir a este Papa como una verdadera perturbación.
No es el pontífice que tranquiliza sino el que interroga, no es el guardián de la ortodoxia sino el que abre el diálogo, no es el que alienta políticas de exclusión sino el que ha hecho de la inclusión un programa político, no es el guardián de la infalibilidad de la Ley sino la encarnación testimonial de la misericordia.
En el Evangelio, Jesús se inclina ante los pecadores, come y bebe con los publicanos, cura en sábado, escandaliza a los bienintencionados, se junta con las prostitutas, con los pobres y desposeídos. Su existencia es excéntrica, dinámica, imposible de reducir a la estática sin vida de la dogmática religiosa. Jesús es una trasgresión continua, un exceso, un deseo que no teme sino que ama el esplendor y la atrocidad de la vida.
Es el mismo exceso que encontramos en el Papa Francisco. Nunca es la obediencia a los preceptos de la Ley lo que salva nuestras vidas, sino el reconocimiento de que en el extranjero y en el enemigo -es decir, en el Otro que nunca está a nuestra disposición- reside siempre un hijo, un hermano, un prójimo.
En un momento en que el discurso religioso corre el riesgo de convertirse en un delirio de identidad, en que la fe se anquilosa en una ideología que siembra muerte, guerra y destrucción, el Papa Francisco de la misericordia nos recuerda que el corazón del cristianismo no es la defensa de una fortaleza vacía, sino el movimiento extático de la salida de uno mismo, del vértigo del encuentro, del duro impacto con la alteridad del Otro.
Este es el verdadero escándalo - otros lo llaman locura o necedad -: un Papa que rechaza el ropaje del juez despiadado para ponerse el ropaje del prójimo, de los que están verdaderamente cerca de nosotros.
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