Si conocieras el don de Dios...
Pocas cosas más refrescantes y pacificadoras que sentarse junto a un pozo de agua fresca, cristalina y saludable. Imagino a "la samaritana" y me asombro -más que ella- ante la actitud de Jesús. Se detiene a hablar con una mujer y además cismática. No sólo le habla, le pide un favor y le hace otro. Hace intercambio de bienes. Este sorprendente Galileo acoge a todos y no hace acepción de personas.
¡Los católicos de hoy, sin embargo, cuántos muros levantamos! Nos encerramos en nuestro grupito, entre los de nuestra cuerda. Juzgamos y despreciamos cualquier disidencia, novedad o cuestionamiento de la rutina. El respeto es el quicio de cualquier convivencia. Pero con cuánta reiteración agredimos con la bandera de Apolo, de Pablo o de Pedro, en vez de construir la "común unidad". Si esto hacemos con "los nuestros", ¿qué no haremos con los de otra raza, otro país u otro credo?
Vivimos en un mundo lleno de rivalidad, competencia y localismo. La lista de ejemplos sería interminable. Los católicos -los universalistas-, los que teóricamente defendemos la unidad e igualdad entre todos los seres humanos ya tenemos clérigos que introducen en la oración común distingos entre "hermanos" y "hermanas", plagiando a políticos manipuladores. ¿No somos todos personas, hijos del mismo Padre? ¿Por qué esa innecesaria división, ese enfrentamiento falaz entre hombres y mujeres? ¿Por qué dividir el mundo en bandos? ¿Por qué repudiar palabras genéricas que engloban, que unen, que abrazan, para usar expresiones que fraccionan la familia de los orantes?
Si esto ocurre en lo sagrado, cómo extrañarnos -otro ejemplo- de que el omnipresente fútbol se haya convertido en semillero de animadversión y odio, además de derrochar cifras espeluznantes. ¿Viste algo de Operación Triunfo? Otro actualísimo ejemplo de nuestra atávica tendencia a la tribu. La gente se arremolina y hasta malgasta dinero del pueblo para apoyar a sus particulares ídolos de barro. ¡El mejor el de mi pueblo! -gritan-, que es como decir: ¡yo, el mejor! Actitud ridícula e infantil, expresión del egoísmo más cavernícola.
A los cristianos (¿fermento del mundo?) deberían resonarnos las palabras de Jesús: "Si conocieras el don de Dios..." (Jn 4,10). Si supieras que nos han creado a todos con amor, que no hay fronteras, que todos somos humanos y hermanos, que salimos de la Unidad, a su "imagen y semejanza". Si comprendieras que la unidad está hecha de amor y, como mínimo, de respeto, de mutua consideración, de mutua libertad, de mutuo apoyo...
Al menos los cristianos deberíamos identificar el agua que sacia. "Si conocieras el don de Dios...". Si supieras que está dentro de ti, que eres su gloria y en ti está su reino. Si te percatases de que eres un ser positivo, bello y fecundo (también los homosexuales, las prostitutas, los sidosos, los presos... también ellos). Si descubrieses las cualidades que ha puesto en tu interior para que las desarrolles, las disfrutes y las compartas.
Si te dejases sentir la energía que te empuja a desarrollar todos tus dones, a ser tú mismo, todo tú y sólo tú, sin ambiciones fatuas. Si oyeses cómo la semilla, que te ha sembrado, se muere de ganas por crecer. Si comprendieses que sólo la maduración de esa semilla, te saciará para siempre. Si te sumergieses en ese agua viva, en ese manantial íntimo y personal que empuja, brota, y después inunda a los que tienes cerca. Si creyeses que te ha creado para que seas pleno y libre sin atarte a espejismos de felicidad...
Me asalta el recuerdo de los pozos de mi vida, pozos afamados, muy frecuentados, muy reconocidos, muy antiguos. De joven bebí en el pozo de la fuerza, siendo fuerte estaría a salvo, ya no tendría miedo a los otros. Después bebí en el pozo del saber para subir, para superar la competencia y la precariedad. Intenté beber en el pozo del tener, ganar mucho para disfrutar de la vida y sentirme seguro. También intenté escalar el brocal del poder social, reunir prestigio, imagen, mando, jerarquía, distinción, honores, para superar mis inseguridades, mis miedos y mi sed de ser más…
Finalmente, encontré el sutil brocal del poder religioso, de la libertad transferida, del perfeccionismo, del cumplimiento estricto, de la seguridad de "los elegidos", de la verdad absoluta, de la rectitud total, del aplauso a mi santidad... Hasta que descubrí la codicia de "un dios de mi propiedad", más poderoso que el del otro, que eliminase mis inseguridades y me sentase a su derecha para ser finalmente el primero…
Ciertamente ninguno de esos pozos me dejó satisfecho, en ninguno hallé la paz. Por eso desconfío de promesas de plenitud, de saciedad, de felicidad. Por eso en mi interior surgen preguntas y estoy a la escucha. "El que bebe este agua tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él manantial que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,13). ¡Esa es la prueba, la persistencia que yo buscaba! Cuando me sumerjo en mí, en mi misma vida, en mi propia experiencia: ¿La sed se repite o se calma?
Buscas fuera y sigues insatisfecho. Buscas seguridades en el poder religioso o en el poder mundano y te frustras. Olvidas que "llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). Sólo en tu autenticidad, en el manantial interior, apagarás la sed de Absoluto que te abrasa, la orientación de tus búsquedas, la seguridad de tus fragilidades. Ese agua interior no es otra cosa que la "vida de Dios", ésa que te dinamiza y humaniza, ésa que llamó "mi reino".
"Si conocieras quien es el que te pide de beber..." Si abrieses el corazón y te dieses cuenta, por fin, de que ha venido a tu encuentro el Hijo de Dios, el que te creó, el que te amó primero. Si vieses que, al mismo tiempo, es el Hijo del Hombre, el Humano, tu cercano modelo de humanidad, tu posibilidad de ser, tu proyecto de plenitud…
"Soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26). ¿Por qué dudas? Observa tu sed y dónde se sacia. Tu propia experiencia interior te dará las certezas y evidencias que necesitas para sentirte seguro. El síntoma, la señal, es la paz interior: siempre brilla en la penumbra del manantial.
Naciste del beso creador del Padre, estás llamado a desarrollar la naturaleza divina que hay en ti y a ser plenamente humano. Ambas cosas están unidas porque no hay hombre sin Dios. ¡Ojalá encuentres la seguridad y la paz que buscas en el susurro del manantial de tu pozo! Con toda certeza, Él te espera sentado en el brocal.
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LA VOZ DE LOS LECTORES:
Guardo como joyas tus artículos. Especialmente toda la serie de "El río de la Palabra" o los de la oración de petición "A quién oramos". Me gusta cómo escribes porque pones unos ejemplos muy acertados, tomados de la vida misma. Me parece que todo el mundo, hasta las personas más sencillas, te puede entender muy bien.
Además lo dices con palabras muy hermosas, muy poéticas, y lo que dices llega directamente al corazón y no se queda fríamente en la cabeza. Escribes lo que quisiéramos decir muchas personas y no sabemos. Nos das la esperanza de que es posible otra manera de vivir la fe cristiana, desde un nuevo rostro de Dios y desde una nueva imagen de la Iglesia. ¡Gracias!
María Fe Camino
Cataluña - España
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