¿Pero qué es la humildad? (1ª Parte: Aproximaciones)

Pesimismo


Quizás no haya virtud más falsificada que la humildad. Se vende como humildad el dejarse pisar por todos cuando eso es "no existencia", un grave problema de personalidad. O llevar la cabeza gacha y no decir ni mu, que muy bien podría ser "timidez". O vestir desarrapadamente, que podría ser "desorden" o "miseria espiritual". O hacer manifestaciones negativas sobre uno mismo, que bien podría ser "imagen negativa", otro desequilibrio sicológico. O hacer ostentación de humildad, que suele ser "disimulado orgullo" (como ocurre con otras virtudes simuladas).

Estos casos -más muchos otros que se podrían añadir- son desequilibrios de la personalidad. Es decir, defectos camuflados bajo careta de virtud, con frecuencia subconscientes. Todos denotan escasez de autenticidad. Eso explica en parte que, en algunos ámbitos religiosos, se den sorprendentes desencantos, depresiones y hasta brotes violentos, incluso suicidios.

Los desequilibrios, soterrados bajo capa de virtud o disciplina, también pueden explicar algunas "compensaciones sicológicas", como la mal llamada "pederastia del clero", tan de actualidad. En mi opinión, más que homosexualidad o pederastia en sentido estricto, lo que se da es una "compensación", un desahogo, una válvula de escape a una fuerte represión. Y se da mayormente con niños porque en la conciencia del célibe -consciente o subconsciente- la mujer es tabú, riesgo, "materia grave". Sin embargo, un manoseo a un niño -lo más parecido a la piel femenina- es algo "venial" y sin riesgo. Desde ahí por sucesivas cesiones se puede llegar a aberraciones inauditas.

Traigo este ejemplo a colación para visualizar que detrás de toda represión no hay virtud sino "voluntarismo" y "ausencia de autenticidad". La supuesta conducta virtuosa no parte del fondo positivo de la persona, sino que el sometimiento de los instintos (o cualquier otro esfuerzo) se vive en negativo, por imposición externa y represión interna.

Al sujeto puede parecerle que persigue un ideal, una radicalidad mental. Pero, al faltarle la energía vital del fondo (del ser), vivirá tenso, rígido, sometido a las normas externas o, en el mejor de los casos, huyendo. Así es muy difícil no caer en compensaciones -más o menos graves- o en rígidas caricaturas de virtud.

No puede existir verdadera virtud al margen del equilibrio sicológico de la persona. Y el cimiento de ese equilibrio está en la autenticidad: "fidelidad consciente al fondo positivo de uno mismo" (la "imagen y semejanza" con que nacemos y que vamos concientizando a lo largo de la vida). Por eso la humildad no consiste en negar sino en afirmar y afirmarse. Por eso muchos confunden al humilde con el manipulable.


¡Cuántos santos ha habido en la historia con sus sublimados desequilibrios y santas aberraciones! De ahí mi incansable insistencia en que la formación religiosa -especialmente de sacerdotes y religiosos célibes- ha de completarse con una formación sicológica muy intensa de marcado carácter experiencial. Hoy existen esos medios de formación.

Lo primero que habría que exigir a todos los dirigentes de cuerpos o almas es un buen equilibrio humano. No se puede confiar la dirección de personas, en cualquier ámbito, a un "cerebro electrónico", al "tonto del circo" o al "flautista de Hamelín", por buenísimas que sean sus intenciones.


autoimagen



En todas las virtudes, y especialmente en la humildad, hay que partir de la realidad. De ahí que nuestra andariega Teresa, sabia maestra, afirmara que "la humildad es la verdad". Toda construcción de la personalidad y todo desarrollo humano -las virtudes son su manifestación- ha de cimentarse en las certezas y evidencias interiores, es decir, en el reconocimiento de los propios talentos. Lo que es compatible con el reconocimiento de los errores y accidentes de vida que en religión llamamos pecados. Es más, cuanto más sólidas son las certezas de nuestros dones y el equilibrio conseguido en nuestro funcionamiento humano, mayor es la consciencia de nuestros pasos errados.

No puede haber auténtica "conversión" sin previo amor, sin previa admiración de lo positivo por parte de los otros y, sobre todo, de uno mismo. El "amor propio" -tan denigrado en determinadas formaciones- es imprescindible para conseguir una sana y realista "autoestima". No se puede amar a los otros sin empezar por amarse uno mismo. Cuantos más dones amables descubrimos en nosotros mismos, más preparados estamos para descubrir, admirar y amar los de otros. Muchos dirigentes religiosos ignoran todo esto, al menos en la práctica, y han hecho -tal vez estén haciendo- mucho daño.

Quienes presumen de carecer de todo don personal, de ser pura miseria humana, adolecen de una frágil e inmadura personalidad o son unos farsantes que buscan la adulación de su supuesta humildad. Esta virtud, como todas las demás, ha de basarse en el "reconocimiento de lo positivo" del ser humano (el tesoro interior, el reino). Aunque, al mismo tiempo, nos hagamos conscientes de que lo llevamos en "vasijas de barro".

Penitente



De ahí que gran parte de la ascética tradicional, basada en machacar el cuerpo y anonadar a la persona, sea un terrible error, justificable solo por la ignorancia de nuestros antecesores. Más grave resulta que se insista hoy en estas prácticas o se haga apología de ellas. ¡Cuántas vocaciones se han perdido por la ignorancia sicológica y pedagógica de los "pedagogos" del pasado! Y es que, cuando la religión pasa como apisonadora sobre lo humano, solo engendra "monstruos" de más o menos deformidad.

Hay que empezar por una ascética positiva -nunca negativa- que consiste en la "reeducación" de los malos funcionamientos (hábitos de pecado en argot moral) y en la "sanación" de las heridas del pasado, ocultas en el subconsciente. Eso no puede hacerse a golpe de disciplina o dolor prefabricado.

Hay que simultanear ese trabajo con el descubrimiento de nuestras aspiraciones profundas que son los detectores de nuestro "ser positivo" -el original que el Padre creó cuando nos engendraron- en el que se concentran todos nuestros dones. El periplo vital consistirá en descubrirlos, desarrollarlos y expresarlos.

Todo ser humano tiende a la felicidad y por tanto a la virtud (funcionamiento equilibrado que nos hace felices) por paradójico que parezca. Si desviamos el camino es porque nos defendemos subconscientemente de lo que nos ha hecho sufrir en el pasado o porque imitamos los funcionamientos errados de nuestro ambiente. Ese es el verdadero "pecado globalizado" o "pecado original" que nos trasmitimos unos a otros, no el mítico mordisco a la manzana.

Si decidimos nuestro "daño" (pecado) es porque creemos que eso nos lleva a la seguridad o a la felicidad. O porque simplemente repetimos los comportamientos que hemos aprendido (caso de la violencia o prepotencia como triunfo humano, por ejemplo).

Para acertar con la verdadera felicidad hay que empezar por "sanar" y "reeducar" nuestra historia pasada. En eso consiste la verdadera ascética, no en sacrificios prefabricados o absurdas expiaciones. Hay que hacerse consciente y desprenderse de los gruesos vidrios que distorsionan la realidad y nos llevan a reacciones desproporcionadas de atracción o rechazo. Todo eso solo es posible en el clima de seguridad y confianza que brinda el amor.



La primera piedra de la ascética cristiana debería ser el amor, es decir, el reconocimiento y admiración de lo que somos de fondo (todo positivo). Solo desde ahí se puede seguir sanando y reconstruyendo una personalidad "herida" para convertirla en "equilibrada", en lenguaje religioso "santa". El concepto de humildad que muchos aún conservan (anulación, abajamiento, invisibilidad, ocultación, obediencia ciega, cesión incondicional, no quejarse, no figurar, no mostrarse…) es contrario a este proceso.

Los que llamamos "pecadores" y nos producen "yuyu" no son más que personas heridas por su ambiente familiar, social, religioso incluso. Personas que huyen de sus propias heridas sin encontrar la salida.

Es imprescindible una formación sicológica y experiencial, al mismo tiempo que la intelectual, cultural y profesional, para encontrar el camino de la necesaria "humanización". No me cansaré de repetirlo. ¡Ojalá nuestros dirigentes religiosos y políticos se convenciesen de esta urgencia! Algo difícil en nuestra religión porque se parte de la autosuficiencia de una formación intelectual muy potente y de una fe rígida, abstracta y defensiva, lejos de la vivencia sicológica y encarnada de la religión como fuente que mana en todo corazón humano. Encontrar esa fuente y remover los obstáculos que la ocultan debería ser la principal finalidad de la religión.


(Continuaré en una segunda y última parte con las concreciones).

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