Las pruebas divinas (O la patraña de un "dios fantasmón")
No pude dejar de oír este comentario: "Son las pruebas que Dios nos manda. Primero tu operación de hernia. Después el ataque de ese feligrés agresivo que te pateó. Son pruebas para hacerte mejor".
Lo decía una señorita joven, abogada, miembro de un movimiento neoconservador, para consolar a un anciano frailecillo lego. ¡Pues vaya consuelo! ¡Qué peligro acercarse a ese "dios de las zancadillas"!
Se me puso la carne de gallina y me mordí la lengua para no estallar. Creí que esta filosofía barata ya no se estilaba en nuestra Iglesia, que ya habíamos aprendido a leer el Evangelio y la vida. Este rancio pensamiento tiene sus raíces en la teoría anselmiana de la Cruz, querida y enviada por el Padre sobre el Hijo, para expiar nuestros pecados.
Las "pruebas divinas", por tanto, serían como amargas recetas personales para expiar nuestros pecados y merecer la gracia. Es decir, seguimos con la pegajosa teoría de la "expiación judaica". (Ya escribí sobre el tema (1) y, sin duda, seguiré insistiendo). El Padre, según eso, nos sigue enviando cruces personalizadas para "probarnos" y "acrisolarnos como oro" en el fuego del dolor. Él es la "causa" de nuestras desgracias por voluntad explícita o permisiva. Nosotros solo somos los sufridores. Todo nos viene de arriba. Por tanto, no son nuestros actos y actitudes la "causa" de la mayoría de nuestros sufrimientos, sino la "voluntad divina". ¡Qué aberrante creencia!
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Me viene a la memoria aquella historia que contó una simpática extremeña en un coloquio parroquial. Se desahogaba -nos decía- con una cuñada monja y le contaba sus muchos problemas. Ni corta ni perezosa, la fervorosa monja le espetó a guisa de inefable consuelo: "Hija mía, eso es que Dios te quiere mucho, por eso te hace sufrir". Y la extremeña con su gracejo natural y mucho sentido común le respondió: "¡Pues que no me quiera tanto y se olvide un poco de mí!". La respuesta es de pura lógica.
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Un similar "movimiento de escape" es lo que ha llevado a muchos a huir de Dios en nuestros días. ¡No hay quien soporte un "dios mortificador y agobiador"!
Y es que en nuestra Iglesia -hay que decirlo con mucho amor, dolor y rotundidad- persiste un asfixiante olor a naftalina, sobre todo en algunos sectores, preferidos -al parecer- por las jerarquías. Es urgente abrir puertas y ventanas para que el Espíritu nos inunde con su siempre novedosa y vitalizante atmósfera.
De mi interior sale una vehemente pedrada contra esos polvorientos vidrios que nos mantienen encerrados: ¡Pues, mire usted, NO y mil veces NO! ¡Dios no prueba a nadie, ni castiga a nadie, ni envía sufrimientos a sus elegidos! Eso es una chapucera interpretación humana que nos entorpece el encuentro con el Dios real y verdadero: el Dios Amor.
Él nos ha creado para hacernos partícipes de su felicidad, se ha encarnado para devolvernos el mapa de la felicidad que habíamos extraviado, nos acompaña todos los días y a todas las horas desde dentro para llenar nuestras vidas de auroras y gozos inexplicables, aún en medio de la fragilidad y dolor humanos.
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¿Quién puede imaginar a unos padres poniendo ratoneras en el salón de su casa para que sus hijos aprendan a evitarlas o a fortalecerse con el golpe?
¿O quién abre agujeros debajo de la alfombra para que sus hijos aprendan a no hundirse o se hundan y espabilen?
¡Pero cómo podemos aplicarle a Dios actitudes e intenciones que jamás tendríamos nosotros con nuestros hijos! Es más, ni siquiera con nuestros enemigos. Cómo me interpelan, una y otra vez, aquellas palabras: "Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre celestial…" (Mt 7,11).
¡Qué imágenes tan monstruosas le hemos colgado a nuestro Dios! Ni que lo hubiéramos hecho adrede para sembrar terror. ¿Pero quién puede amar a un "dios fantasmón" que te amenaza con "meterte una fiebre bajo el hígado"? Y seguimos leyendo impertérritos en nuestras iglesias -por ejemplo- la supuesta exigencia a Abrahán del sacrificio de su hijo Isaac… ¿Dónde están los nuevos evangelizadores? ¡Por favor, por favor, que vengan pronto!
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La vida, en mi opinión, es un laberinto. No porque Dios nos haya querido meter en él para probar nuestras habilidades en una carrera de obstáculos. ¡De ninguna manera! Él nos ha inscrito el mapa de la felicidad en el corazón: "pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31,33). Y nos ha vuelto a dibujar personalmente las autopistas y nos ha enseñado desde nuestra carne mortal a viajar por ellas.
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Somos nosotros los que con nuestra libertad retorcemos los caminos y nos metemos en sendas sin salida. Nuestros errores son los que van construyendo ese laberinto tan personalizado y movedizo. Menos mal que las luces interiores, la experiencia -la vida, decimos- y la ayuda de otros nos devuelven al camino correcto.
Sin duda es la mano del Padre que, una y otra vez con infinita paciencia, nos muestra la salida del atasco. Tengo experiencia, sé de qué hablo. Nuestro "laberinto vital" siempre tiene escapes hacia el camino que lleva a la felicidad. Siempre cabe rectificar, como el hijo pródigo.
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¡Claro que en la vida hay dolores, problemas, caídas, descuidos, inconsciencias...! Pero nunca, nunca, son causados por la mano de Dios. Lo diré breve para que se entienda bien: la causa de nuestros dolores es nuestra "libertad" errada y nuestra "limitación" olvidada. ¡Cuántos caprichos e inconsciencias en nuestras actitudes de supuestos adultos!
Pondré un ejemplo simple: Cuando unos padres envían a su hijo al Colegio, NO es para que se rompa una pierna, aunque por la fragilidad o descuido de nuestra naturaleza humana pueda darse el caso. Son los riesgos de nuestra "limitación". Definitivamente no somos dioses, y menos en el cuerpo.
Me atreveré todavía con otro ejemplo: Comparemos el gozo que se vive en una clausura católica (en pobreza, castidad, obediencia y demás privaciones) con el jolgorio de un grupo social de élite (en perpetuo derroche de comida, bebida, sexo, glamur y demás placeres mundanos). ¿Quiénes son más felices? Sin duda nuestros monjes y monjas son más felices. Son dos extremos entre los que caben muchos intermedios. Es la elección de nuestra "libertad".
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¡No, de ninguna manera, Dios no nos prueba! Sencillamente nos ama, nos quiere felices y nos cura las heridas cuando metemos la pata o nos alcanza la injusticia de los otros. ¡Qué fácil hubiera sido crearnos como abejas, guiadas sin error posible por instinto e incluso fabricando un bien tan dulce! (Dulce, por cierto, para sus hijos los hombres).
Pero nos quiso superiores, "a su imagen y semejanza", y eso conlleva inteligencia, libertad, voluntad, sensibilidad, etc. más un imponente "dinamismo de crecimiento". Cuando "no usamos o mal usamos" esos dones superiores (por nuestra parte o la de nuestro prójimo) nos autodestruimos, a veces muy lentamente. ¿Cómo podemos echarle la culpa a Dios? ¿Acaso el sol causa la ceguera de quien se empeña en vivir en la oscuridad de la caverna? De esto también escribí (2).
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Dios conoce nuestra "limitación" olvidada y nuestra "libertad" retorcida. Por eso vino a recordarnos quiénes somos y a qué estamos llamados. Y sufrió personalmente las consecuencias de meterse en esta fábrica de dolor e injusticia que hemos construido…
Pero nos dejó bien señalado el Camino y, además, se quedo permanentemente con nosotros hecho Pan y Palabra. Es más, nos prometió solemnemente: "No os dejaré abandonados nunca" (Jn 14,18).
¡Qué enorme consuelo para nuestra fragilidad! ¡Qué gozo para quien, de verdad, busca la felicidad auténtica!
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(1) "Ni salvados, ni redimidos" en Meditaciones desde la calle, pág. 73. Ediciones KHAF.
(2) "Hablemos del dolor" en Meditaciones desde la calle, pág. 169. Ediciones KHAF.
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¿En qué Dios crees?
¿A quién oras?
¿Por qué crees?
¿Porque te lo han dicho o porque has identificado el lenguaje de tu corazón?
Precisamente ahí nacen las certezas y las evidencias.
¿Tu fe es de papel o de sólida roca?
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Las meditaciones de este libro te ayudarán a analizarte y a construir sólido cimiento a lo que crees, a lo que oras y a lo obras.
Lo escribí para ti, después de larga búsqueda, para que evites mis dolores y mis errores.
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