El ser humano es realidad en relación, persona en misión y miembro en comunión. Como relación constituyente, está destinado a realizarse en un despliegue permanente, propio de quien ha sido creado para que, yendo más allá de sí mismo, pueda dar alcance a su creador y poseer como conquista lo que, sin embargo, sabe que es siempre gracia. En palabras de Olegario González de Cardedal, “nada hay con mayor elasticidad ontológica que el ser humano, cuya libertad se abre al Infinito y a la Nada, por lo cual quienes se abren a aquel y quienes se abren a esta pertenecen a dos mundos distintos, aun cuando vivan en el mismo lugar y hagan aparentemente lo mismo” (Cristianismo y mística, Editorial Trotta, Madrid 2015, 260). Así, la persona nueva desde Cristo piensa como todos pero no lo mismo que todos, porque su ser interior ha sido remodelado, ha renacido del agua y del Espíritu y es el sujeto de la experiencia mística en el cristianismo. Hay absolutos que son reflejo del único Absoluto santo y santificador que es Dios; y hay absolutos que se erigen en realidad suprema y subyugan a su servicio todas las demás realidades, Dios incluido. Pero Dios no subyuga los absolutos positivos de la belleza, de la verdad, de la creatividad, del amor, de la esperanza, sino que los ilumina y los deja sentir como llamas partícipes de su propia presencia beatificante.