La Persona ¿qué es? LA PERSONA COMO RELACIÓN

La persona no es un absoluto, sino una relación, que es el constituyente mismo de la persona

Hay dos sistemas antagónicos que reducen la persona a individuo. Uno responde al “mito del contrato social”, según el cual existiría un estado natural anterior a la vida en sociedad, donde los humanos vivirían solos, como individuos aislados, libres e iguales entre sí. En un segundo momento, estos seres independientes deciden agruparse por un pacto o contrato inicial imaginario, perdiendo el estado de independencia. El segundo sistema es una concepción totalitaria del individuo, que considera al ser humano como un animal gregario, teniéndolo por una parte de la totalidad al servicio del colectivo. El individuo aparece como una excusa, como una anilla de la cadena, necesaria para el éxito del conjunto. Aquí el ser humano tiene valor en la medida en que sirve como perpetuación de la clase, la nación o la raza

El viaje del yo hacia el tú lo realiza Nédoncelle a través de la “reciprocidad de las conciencias”, punto central de su pensamiento. En este viaje, la categoría trascendental es la relación, que reviste la forma del nosotros, unidos por el amor.

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La persona no es un absoluto, sino una relación. Y no decimos que una persona tiene relaciones, sino que es relación. No cabe duda de que la persona es un ser incompleto, pero que posee las bases de su propia subsistencia y de su autonomía, y se desarrolla y realiza multiplicando sus relaciones con otras personas; es precisamente una parte de la comunidad, a la que pertenece a título de miembro, constituida y definida por esta misma pertenencia. Así, la relación no es un atributo, sino el constituyente mismo de la persona. Pero al no existir por nosotros mismos, sino por Otro, no somos relación de nosotros mismos con nosotros mismos, sino que somos, esencialmente, relación con respecto a Dios.

El Diccionario de la Lengua Española define relación como “la conexión, correspondencia entre una cosa con otra”, y también como “conexión, correspondencia, trato, comunicación de una persona con otra”. De esta forma, nuestra lengua propicia una confusión entre la relación que se establece entre seres racionales y libres, y la que existe entre los entes cósicos. Dos caracteres cruzan la noción de persona en la antigüedad y en el medievo, ambos igualmente fecundados por el cristianismo: por un lado, su consideración como realidad “en sí”, y por otro, su consideración como realidad “relacional”.

La reflexión filosófica sobre la persona como ser de relación debe mucho a la teología de Agustín de Hipona. En el mundo griego hay destino y eternidad, pero, contrariamente a la tradición judeo-cristiana, no existe creación, ni novedad, ni alteridad entre Dios y el mundo. No existe la relación interpersonal tal como nosotros la concebimos. El griego carece de responsabilidad. No debe responder de alguien ante alguien.

El inicio de la “relación” se remonta a Aristóteles, que la hace derivar del término griego pròs tí, “hacia otro”, o “ser para”. La relación aristotélica tiene lugar entre varias realidades principales: entre la causa y su efecto, entre la substancia y el accidente, y entre el agente y el paciente, como reciprocidad de uno con respecto al otro. Aristóteles incluye la relación entre las categorías. La relación es uno de los predicados generales con que se puede determinar una cosa, diciendo de ella que está en relación a otra. Esto presupone que existen cosas entre las cuales puede darse la relación; es decir, la relación presupone la sustancia, que es lo que designa el ser propio de la cosa. La idea de relación implica, pues, para Aristóteles, mera referencia a un término extrínseco. Aristóteles propicia una cierta confusión, perceptible sobre todo entre algunos teólogos y filósofos medievales, entre la sustancia y las restantes categorías, precisamente por sostener que la primera es una de éstas, aunque sea la protocategoría. En efecto, según Aristóteles, la relación es la categoría que define lo relativo -o referencia de una cosa a otra- como lo que une lo que mide con lo medido. Es uno de los ocho o diez significados fundamentales del ser, pero accidental y no sustancial. Para la reflexión cristiana, por el contrario, la relación intratrinitaria se identifica con la persona verdaderamente distinta, y no sólo de un modo accidental. Así, la persona humana también es relación sustantivamente, y no sólo adjetivamente.

Agustín considera la relación como un valor esencial en el seno de la Trinidad. La persona se distingue de la naturaleza precisamente porque es relación. El problema radica en que no es posible referir a Dios lo que es accidental, sino sólo lo que es sustancial. Deja atrás la dualidad sustancia-accidente de Aristóteles y muestra que la relación no es ni ser in se, ni es ser in alio, sino un ser cuya entidad consiste en estar ordenado ad aliud (hacia otro), sin ser in alio (en otro). Agustín entiende la relación como algo sustancial, lo que le permite predicar de Dios relaciones esenciales. Desprende así la estructura estática y aun cósica de la relación aristotélica, para darle el carácter de lo personal y dinámico. La postura agustiniana marcará las directrices del futuro de la relación, según se intensifique el talante personalista o se distancie de dicha postura, dando lugar a teorías más o menos integradoras en el aspecto personal.

La filosofía escolástica retoma la concepción aristotélica de relación y la divide en mental y real, y ésta, a su vez, en subsistente “ser-en-sí” e inherente (estar-en-otro). Tomás de Aquino describe la relación como proporción, como hábito, como respeto de uno a otro, recuperando la vertiente personal. Afirma que en la Trinidad hay personas porque hay relaciones, y éstas no son accidentales, sino subsistentes. Pero cambia de sentido cuando se refiere al ser humano, pues piensa que nada se puede predicar de un modo unívoco de Dios y de las criaturas. Tras identificar en Dios relación (subsistente) y persona, sin atarse al accidentalismo de la relación, cuando aplica la relación al ser humano, santo Tomás vuelve sobre sus pasos aristotélicos y contempla la relación como accidentalidad.

San Buenaventura se sentía incómodo con la definición de persona dada por Boecio, “rationalis naturae individua substantia”, y afirma que la relación es un constitutivo esencial no solo de Dios, sino también, por analogía, de la persona humana: “la persona se define por la sustancia o por la relación. Si se define por la relación, persona y relación son conceptos idénticos”1. Relación significa, pues, referencia de una persona a otra, y conlleva una trascendencia de la persona hacia toda la realidad. En Buenaventura la persona no es un estado, sino un proceso, pero que no deja de ser “sustancia individual, no dividida en sí misma y distinta de todo otro de carácter racional” (Boecio). Cada persona es única e irrepetible.

Los griegos nunca vieron al ser humano aislado del mundo o al individuo separado de la polis. Tampoco el cristianismo medieval lo disociaba. En ambos casos se convertía a la persona en la realidad cósmico-social, en virtud de una cierta metafísica organicista. Pero con la modernidad llega la idea del sujeto ensimismado. Descartes sistematiza esta actitud fundando el conocimiento en la soledad del “yo pienso”, en el sujeto epistemológico cuyos objetos de conocimiento son sus propias representaciones o ideas. Puesto que la razón sólo elabora símbolos que permiten manejar la realidad exterior, sin llegar a conocerla como es, uno de los problemas más acuciantes es resolver cómo la razón comunica con “lo otro”, si sólo en ella encuentra los instrumentos que le permiten esta comunicación. Para salir de esta paradoja, Descartes recurre a la fe en la “veracidad divina”, o Leibniz a una “armonía preestablecida” que asegura el conocimiento humano. En cuanto a la comunicación interhumana, no queda otra solución que explicarla con el razonamiento por analogía, o por el postulado de un supuesto carácter comunitario de lo que Kant denomina “reino de los fines”, es decir, de las personas, imposible de demostrar y de justificar.

Hegel intentará resolver la fisura entre pensamiento y realidad, entre individuo y sociedad, suprimiendo la dualidad a través de un proceso de progresiva autoconciencia. Pero será Husserl quien abra expectativas más creíbles de solución a partir de su tematización de la intencionalidad como estructura fundamental de la conciencia, que es la referencia esencial de la conciencia a un objeto distinto de ella misma; habla de “comunidad intersubjetiva” como la que tiene lugar entre sujetos que se autoposeen por ser conscientes. Pero recurre a una hipótesis que no puede demostrar: el postulado de la intersubjetividad monadológica, que garantiza la objetividad de la ciencia y la coherencia de la comunicación social.

Los discípulos de Husserl tienden a superar el problema de la conciencia partiendo del ser humano en relación. Así, Heidegger sustituye conciencia por existencia, entendida no como relación conciencia-objeto, sino como “ser-ahí” o “ser-en-el-mundo”. Heidegger parece insinuar que la identidad del yo incluye la alteridad, distinguiendo el mundo de las relaciones del mundo de las cosas. Martín Buber se situará en la relación yo-tú o entre los dos. Sólo desde un reconocimiento original del ser humano como ser en relación puede ofrecerse una base filosófica sólida que explique la relación, la comunicación y el conocimiento.

Se podría señalar el inicio del personalismo comunitario a comienzos de los años veinte del siglo XX, con la publicación de las obras de Rosenzweig, Ebner, Buber y Marcel. Una filosofía que recupera la relación como característica fundamental de la persona. Ebner o Rosenzweig han primado la importancia esencial de la palabra en la constitución de la persona, pues la palabra es el vehículo privilegiado de la relación humana, aunque no el único. La filosofía de Rosenzweig penetra en el tú desde el tú como un interpelado, y de la misma manera Ebner analiza la soledad del yo como fruto del cierre del tú, como ausencia del diálogo. Por esto señala Buber que la palabra fundamental no comienza con el yo solitario, sino en el par yo-tú. La relación es un entre, un diálogo constituyente desde el principio hasta el final. Según este autor, la filosofía ha sido planteada desde el yo-ello, convirtiéndose el yo en el punto central de referencia, donde todo lo demás es objeto de mi manejo, uso o saber. Todo cambia cuando decimos tú, al crear el ámbito del entre. Y esta relación debe ampliarse al nosotros comunitario, a la presencia del tercero que exige las relaciones de justicia. De ahí que la responsabilidad por el prójimo aterre a todos. Relación y ética son reversos de una misma moneda. Es el mismo Buber quien recorre la historia del principio dialógico, comenzando por Jacobi, Fitchte y Feuerbach, para quien la relación yo y tú se convierte en tesis fundamental. También Kierkegaard lanza el problema de pensar y vivir la diferencia radical del diálogo entre el “yo y el tú” y el “yo y el Tú absoluto”. Marcel, por su parte, distingue entre ser y tener, colocando la relación en el ser, a modo de comunión con las demás personas; tal comunión es fidelidad y amor, y posibilita la realización del otro como autorrealización del yo.

En esta misma dirección corre Ortega y Gasset, al buscar el criterio para discernir la auténtica alteridad de la persona. Para él, la alteridad se puede dar a nivel de sociedad y a nivel de convivencia. En el primer nivel equivale a una relación entre lo auténtico y lo inauténtico, porque a juicio de Ortega lo social es el polo opuesto a lo personal. ¿Por qué? Tal vez porque piensa que la persona queda como masificada dentro de las coordenadas sociales. Aranguren parece comulgar con esta misma visión cuando coloca la alteridad por encima de la aliedad; es la última la que configura la relación con varios sujetos, y es impersonal, por tener talante social. En cambio, la alteridad connota mi relación con el otro. Y ésta sí es personalizadora, porque va del yo al tú, y viceversa. El presupuesto ideológico de ambos autores parece coincidir en la concepción de que lo social es impersonal, mientras que la comunicación de la alteridad es personalizante. Este esquema, que parece oponer persona y sociedad, se rompe en Laín Entralgo, quien integra la sociedad en la relación alterocéntrica, al hacer intervenir el valor del encuentro interpersonal. Dicho encuentro tiene lugar no sólo a nivel psicofisiológico y metafísico, sino también a nivel histórico-social.

El amor juega un papel de suma importancia como constituyente de la relación en el encuentro interpersonal, que, lejos de excluir, integra la relación social. Mounier realizó la profundización comunitaria del principio dialógico, junto con Lacroix, situando al amor en la base de la relación. Para Mounier la persona es apertura, y tiene una dimensión tridimensional: exterioridad o intencionalidad, interioridad y trascendencia. La persona es un sistema de relaciones fundamentales, que abren al mundo, al prójimo y a Dios.

Maurice Nédoncelle profundizó en el tema de la intersubjetividad. Su proyecto filosófico consiste en elaborar una filosofía del espíritu, que es la conciencia. Desde esta filosofía de la persona se salta a la trascendencia, al absoluto, al Dios personal. Nédoncelle trata de elaborar una filosofía trascendental. Acepta la noción idealista de reflexión porque salvaguarda las exigencias de la conciencia frente a las posiciones empiristas, estructurales, etc., pero no se reduce ni se limita a ella. Para él, la filosofía es más que reflexión o idealismo puro y cerrado, pues está más ligada a la libertad y al amor que a los sistemas y a las etiquetas. La persona, para Nédoncelle, no es una parte del mundo real ni un mundo real aparte, sino la interpretación total del mundo real.

La metafísica de la persona es la única que puede salvar la cultura actual de caer en individualismos y colectivismos, pues hay dos sistemas antagónicos que reducen la persona a individuo. Uno responde al “mito del contrato social”, según el cual existiría un estado natural anterior a la vida en sociedad, donde los humanos vivirían solos, como individuos aislados, libres e iguales entre sí. En un segundo momento, estos seres independientes deciden agruparse por un pacto o contrato inicial imaginario, perdiendo el estado de independencia. El segundo sistema es una concepción totalitaria del individuo, que considera al ser humano como un animal gregario, teniéndolo por una parte de la totalidad al servicio del colectivo. El individuo aparece como una excusa, como una anilla de la cadena, necesaria para el éxito del conjunto. Aquí el ser humano tiene valor en la medida en que sirve como perpetuación de la clase, la nación o la raza.

El personalismo2 es la revolución vigilante del espíritu-comunión contra el espíritu-dominación. El peligro de la noción de persona procede de sus radicalizaciones. Tanto el egoísmo, el aislamiento y la exaltación indefinida de la libertad y los horizontes individuales de la existencia, como el colectivismo, la masa, el humanismo amorfo o la estandarización de ideas y sentimientos, terminan siendo manipulados por intereses opuestos a la persona. De una y otra alternativa puede salvar el personalismo, como heredero del logos antropológico que recorre la historia del espíritu. Como sintetiza J. M. Coll, “uno no se encuentra más que perdiéndose; se posee únicamente lo que se ama. Vayamos más lejos, hasta el fondo de la verdad que nos salvará: se posee sólo lo que se da. Estamos contra la filosofía del yo y en favor de la filosofía del nosotros. La persona sólo existe hacia el otro, sólo se conoce por el otro, sólo se encuentra en el otro. La experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú y, en él, el nosotros, preceden al yo y lo acompañan. Se podría casi decir que existo únicamente en la medida en que existo para otro y, en el límite, ser es amar”3.

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En el problema de la relación, Nédoncelle contempla el aspecto personal y el institucional. La familia es la institución para la relación personal diádica. Viene después la relación yo-nosotros, el grupo. Ahí tiene lugar un descenso de la relación personal y un aumento de la relación institucional, hasta el punto de que la relación yo-grupo, en vez de ser relación yo-comunidad, se convierte en relación yo-ellos, sumida en el anonimato. Esta es la relación que se deteriora con la civilización moderna. Las sociedades modernas se convierten con frecuencia en demoledoras de la persona. No se dan cuenta de que su función y legitimación consiste en administrar el todo existente en provecho de cada persona. El amor como lazo de unión entre el yo y el nosotros se ve desplazado por la institución y la norma, que en vez de unir a las personas, las separa y mediatiza.

 Como la persona nunca está completamente hecha, busca llegar a ser, haciendo llegar a ser a otro yo. Por eso Nédoncelle halla la explicación de la consolidación final de nuestras personas en la trascendencia divina. Reflexionar sobre las implicaciones del amor es disponerse a descubrir algo de la esencia de Dios. El inseguro destino de las reciprocidades humanas nos lleva más allá de nosotros mismos, y deja entrever que todo ser está ya sometido a una Caridad vigilante y eternamente victoriosa. Así, Nédoncelle deduce la existencia de Dios de la misma caducidad que existe en el encuentro interpersonal. Sólo en un Dios personal que nos quiera encontrará el orden de las personas una plenitud de realización. Ese Tú divino es, así, el yo ideal de todos los yos ideales habidos y por haber.


1  BUENAVENTURA, De Trinitate, Obras, 6 Vols. Madrid 1966, q. 2, a. 2, n. 9.

2  La palabra “personalismo” la utilizó Renouvier en 1903 para calificar su filosofía, y después cayó en desuso. Reapareció en Francia (1930) para designar los primeros tanteos de la revista Esprit.

3  J. M. COLL, “Personalismo, pensa

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