La persona como relacion ¿Persona sin comunidad?
Parece que la persona que es el valor fundamental, es históricamente el último en ser estimado
Reconocer al 'otro' como 'otro', con derecho además a ser distinto, empezando por la mujer y siguiendo por los grupos más débiles y minoritarios; reconocer la diferencia de creencias, de lenguaje, de cultura ha sido formalmente el mayor acontecimiento cultural del siglo XX
La persona es interioridad y exterioridad. El camino de la espiritualidad es la palabra y por eso se impone el diálogo
Ver a la persona como relación y profundizar en ello, gracias al gran legado que nos ha dejado Maurice Nédoncelle, así como otros pensadores de la gran corriente personalista
La persona es interioridad y exterioridad. El camino de la espiritualidad es la palabra y por eso se impone el diálogo
Ver a la persona como relación y profundizar en ello, gracias al gran legado que nos ha dejado Maurice Nédoncelle, así como otros pensadores de la gran corriente personalista
| JL Vázquez Borau
En el libro que presentamos Persona y Comunidad intentamos profundizar en la vocación personal, el diálogo y la comunión interpersonal, que son las tres dimensiones esenciales de la persona humana, entendida como ‘ser relacional’. Esta es una tarea principal para ir realizando la transformación tanto personal como comunitaria, tan necesaria para construir una sociedad más fraterna y solidaria. Históricamente la relación humana se ha basado en la sumisión, el dominio e incluso la eliminación. Parece que la domesticación y sumisión de las demás personas ha sido una tendencia fundamental en la relación humana. El reconocimiento de los derechos humanos ha sido y es una meta difícil de alcanzar. Parece que la persona que es el valor fundamental, es históricamente el último en ser estimado.
Reconocer al 'otro' como 'otro', con derecho además a ser distinto, empezando por la mujer y siguiendo por los grupos más débiles y minoritarios; reconocer la diferencia de creencias, de lenguaje, de cultura ha sido formalmente el mayor acontecimiento cultural del siglo XX. Pero, admitido esto, a los inicios del tercer milenio, hay que ponerlo en práctica. La persona es interioridad y exterioridad. El camino de la espiritualidad es la palabra y por eso se impone el diálogo. Un diálogo que no es dominación dialéctica, ni apabullamiento del otro sino puesta en cuestión de uno mismo para crecer, para salir renovado. Ser persona supone abrirse cada vez más a lo que es e ir en contra de lo que no es. Para este progreso personal es necesario aceptarse a sí mismo, aceptar la propia historia y aceptar el mundo como un medio necesario que no sólo hay que usar, sino que también hay que cuidar, pues sin él tampoco podríamos existir nosotros. Pero junto a la naturaleza existe la persona que no es extensa, ni mensurable, ni se somete a las matemáticas y con una estructura completamente distinta a la que tiene cualquier ser físico-matemático. La persona, Dios, el universo en su totalidad, la historia y la vida humana, el amor y el odio, el mal y el dolor, la libertad, el placer, la felicidad, la muerte y lo demás exceden el campo de la ciencia y se abren al campo de la trascendencia.
Y es precisamente aquí donde se asienta nuestra reflexión sobre la persona: Ver a la persona como relación y profundizar en ello, gracias al gran legado que nos ha dejado Maurice Nédoncelle, así como otros pensadores de la gran corriente personalista. Por eso nos hemos puesto profundizar en tres niveles distintos de la persona según se sitúe respecto a la naturaleza en una relación de superioridad y de admiración estética; respecto a las demás personas en una relación de igualdad y de compromiso ético;y, finalmente, respecto a Dios en una relación de dependencia y de contemplación metafísica. En buena lógica, no podemos reclamar el respeto de la persona humana en la acción moral y en la organización de la sociedad sin estar primero convencidos de que la persona es un aspecto fundamental de la realidad. En esto va a consistir la primera parte de nuestro estudio intentando mostrar como la persona, en lo más constitutivo de su ser, no es un ‘solitario’, sino un ser ‘habitado’, un ser en relación con la naturaleza, con las demás personas y con Dios.
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