Ir al desierto tiene tres elementos fundamentales: a)
Dejar la situación anterior y tomar distancia respecto a la marcha de nuestra vida (conversión); b)
Desintoxicarnos de todos los aburguesamientos de la vida cotidiana para poder actuar con mayor libertad; y, c)
Buscar una nueva identidad fruto del encuentro con el Señor. Siguiendo a Santiago Arzubialde, SJ:”
el desierto cristiano no es un lugar vacío poblado de aullidos en que acontece la prueba, sino el tiempo fuerte de la iniciación en el conocimiento de la humanidad de Jesús; no es un lugar físico, sino el tiempo intenso bajo la acción inmediata del Espíritu a raíz de la conversión que el individuo experimenta como una auténtica necesidad” (
Justificación y santificación, Sal Terrae, Santander 2016, 96).
‘Ir al desierto’ no es para quedarse, sino para pasar por él. Un tiempo de transición, que no debe prolongarse más allá de lo deseado por Dios para adherirnos definitivamente a la persona de Jesús para asemejarnos en todo a él. El desierto es un
tránsito purificador en orden a recibir nuestra propia identidad y misión. Es un
tiempo de despojo para encontrar la verdadera alegría y ser dóciles a la voluntad del Padre