Quien pone en uso la palabra “místico” y “mística” para expresar una experiencia espiritual es el Pseudodionisio, que con su pretendida identidad apostólica, al ser identificado con el oyente de san Pablo en el Areópago, adquirió una autoridad e influencia únicas. En realidad se trataría de un monje sirio de finales del siglo V, que, en su libro La teología mística, nos ofrece el camino “para llegar a ese conocimiento paciente, experiencial de Dios que tiene lugar por ascensión al monte de su gloria en introducción en la nube como Moisés en el Sinaí y que nos hace posible conocer al Incognoscible mediante aquel rayo de tiniebla que a la vez purifica e ilumina, ciega y alumbra, con un no saber que, siendo tal, sin embargo excede todo conocimiento” (O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristianismo y mística, Editorial Trotta, Madrid 2015, 112). Como se puede observar, estamos ante una transposición de la experiencia cristiana a un marco de explicación que no está en la Biblia: una helenización del cristianismo. Será san Anselmo y todo el movimiento cisterciense derivado de san Bernardo, junto con Francisco de Asís, que darán un vuelco a esta concepción del cristianismo “desplazando el Ser supremo, el Bien y el Uno del neoplatonismo cristiano para centrar la mirada en el niño Jesús y en el Crucificado, muerto por nosotros; es decir, en cuna y cruz, en dolor y en amor más que en razón y especulación” (pág. 113). A la contemplación del Eterno con los ojos cerrados le sucede la mirada al rostro de Cristo crucificado.