Consagración de la Arquidiócesis de México “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”
Nunca nos va a dejar Jesús de acompañar a su Iglesia, al pueblo de Dios, a las familias, a sus discípulos, que somos todos nosotros. Él está garantizando: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”
"No tengamos ninguna duda: si es para nuestro bien, el Señor nos lo concede, pero interviene de maneras, que no necesariamente son como nosotros pensábamos que sería su ayuda. No podemos nunca condicionar a Dios de la manera que nosotros queramos, sino como Él desea"
Dejarnos guiar por el Espíritu Santo es la clave para aprender a ser hijos de Dios y mantener esta filiación. Entre las cosas que se dice que será la gran diferencia es que ustedes no han recibido un espíritu de esclavos.
Es decir, la primera consecuencia, hermosa y muy positiva, es que, desarrollando la filiación divina en nosotros, ni nosotros mismos ni los demás que nos rodean intentaremos esclavizarnos. ¿Qué significa? Que todo ser humano guiado por el Espíritu Santo no pretenderá conducir al otro a la fuerza, sino que habrá armonía y concordia para ese diálogo indispensable de poder caminar juntos como familia de Dios, como fraternidad de Dios.
Por tanto, hay que ir desarrollando este aprendizaje de ser conducidos por el Espíritu Santo. ¿Y qué es lo que nos puede llevar a ese aprendizaje? Pues miren esto: escuchar la palabra de Dios, tratar de entenderla y desarrollarla en nosotros constantemente, mientras Dios nos da la vida en esta condición terrenal, en esta peregrinación. Una vida que tiene su final es preparación para la otra vida. En esta vida, desde la niñez hasta la ancianidad, es un aprendizaje constante del caminar en la libertad, tanto personal, individual, como también la libertad como pueblo, como sociedad, como comunidad de vecindad y de relación social.
¿Por qué padecemos tanto hoy día de situaciones de injusticia e inseguridad, siendo en este país una gran mayoría católicos? Porque, según mi apreciación, no todos nuestros católicos bautizados y aceptados por Dios como sus hijos hemos acompañado para que desarrollen esta libertad de los hijos de Dios. Es decir, no basta la religiosidad natural de aceptar que hay un Dios que me ha creado y que debo tener en cuenta en mi vida.
Es necesario escuchar las enseñanzas de Jesucristo. De allí se desprenden todas estas organizaciones internas de la Iglesia para aprender esas enseñanzas de Jesús en la lectura de la misma Palabra de Dios y también, muy importante, para generar la sensibilidad de descubrir las intervenciones de Dios en nuestra vida. Fíjense bien, hay círculos a un lado y a otro de los que están aquí, en plenitud, una plenitud de fieles. ¿Han venido alguna vez a esta Basílica a pedirle algo a nuestra madre? Levanten la mano. Esa petición que le hacemos a ella, ella la escucha. Pero si nosotros no aprendemos a ser libres, a no dejarnos condicionar por ideologías que tratan de poner la idea o la teoría por encima de la persona, esas son esclavitudes.
Pidámosle a nuestra madre, ahora que vamos a consagrarnos al Sagrado Corazón de Jesús, que queremos aprender de ese prodigioso amor que Dios nos ha manifestado a través de su hijo Jesús. Y así podremos ir aprendiendo que efectivamente, cuando le pedimos algo a Dios, si es su voluntad y para nuestro bien, nos lo va a conceder.
No tengamos ninguna duda: si es para nuestro bien, el Señor nos lo concede, pero interviene de maneras, que no necesariamente son como nosotros pensábamos que sería su ayuda. No podemos nunca condicionar a Dios de la manera que nosotros queramos, sino como Él desea.
Esta apertura de nuestro corazón debe estar siempre, cada día, recordándonos a cada uno de nosotros. Un momento al día para decir: “Señor, yo sé que has estado conmigo en este día porque estoy vivo, porque creo en Ti, porque te amo. ¿Dónde estuviste en este día conmigo?” Y verán asombrosamente que iremos aprendiendo a tener esa sensibilidad de descubrir las intervenciones, que no esperábamos nosotros que sucedieran, de cosas que anhelábamos. Allí, de una manera distinta a como lo imaginábamos muchas veces, será la intervención de Dios. Pues esa es la sensibilidad para descubrir las intervenciones de Dios.
Lo que en la primera lectura de hoy del Deuteronomio, Moisés reclama o recuerda a su pueblo, viendo todo lo que Dios ha intervenido para liberarlos, para que caminen hacia la Tierra Prometida, lo anhelado. Las intervenciones de Dios maravillosas, de haber salido de la esclavitud, de haber atravesado el Mar Rojo, de haber llegado al Sinaí y encontrarse con Él, y de haberlo conocido, que es lo que quería de ese pueblo. Esas intervenciones maravillosas son las que Moisés le reclama al pueblo: que somos el pueblo elegido de Dios. Eso que era un primer paso en la voluntad divina de empezar con un pueblo, con Israel. Ahora, con Jesucristo en su venida, lo extendió para todos. Toda la humanidad está llamada a esta filiación divina. Y entonces, finalmente, nos toca corresponder a esta fidelidad de Dios.
Por eso es interesante el término de la lectura del Evangelio de hoy que dice Jesús: “Sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Nunca nos va a dejar Jesús de acompañar a su Iglesia, al pueblo de Dios, a las familias, a sus discípulos, que somos todos nosotros. Él está garantizando: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Si una persona me ha mostrado su amor y yo le correspondo, se hace una auténtica amistad, una relación en la que puedo confiar. Y eso es lo que anhelamos o debemos tener siempre presente de parte nuestra: corresponder al amor de Dios
Pues hay que corresponder, porque lo tenemos ya bien experimentado en nuestras relaciones entre nosotros. Si una persona me ha mostrado su amor y yo le correspondo, se hace una auténtica amistad, una relación en la que puedo confiar. Y eso es lo que anhelamos o debemos tener siempre presente de parte nuestra: corresponder al amor de Dios. Corresponderle como hijos, corresponder juntos como hermanos unos de otros. ¡Qué distinta sería nuestra sociedad si nosotros, los católicos, caminamos en este sentido, que hoy nos recuerda la Palabra de Dios! Por eso, necesitamos retomar este anuncio profético de Moisés, de San Pablo y del mismo Jesucristo.
Por eso vamos a hacer esta consagración. Consagrarse es solamente con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque nos participa de su vida sagrada, la vida divina. Él se la participó a su Madre, y porque aceptó: “Hágase en mí según tu palabra”. Ella es la primera discípula que cumplió intensa y perfectamente y correspondió al amor de Dios. Por eso la queremos tanto, porque además quiso venir a nuestras tierras. A ella, pues, también le pedimos que por su intercesión, como cuando les dijo en las bodas de Caná que faltaba vino: “Hagan lo que Él les diga”. Y así se produjo esa intervención divina de la abundancia del vino, que nadie esperaba que pudiera alcanzar.
San Miguel Arcángel, que es el arcángel elegido por Dios para cuidarnos del mal, por ellos dos vamos a hacer esa consagración al término de la misa. Al Sagrado Corazón de Jesús para que nos ayude a caminar como buenos discípulos de Jesucristo. ¡Que así sea!
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